El largo camino del inmigrante senegalés Omar hacia la felicidad: el negro va con todo

Manos de un inmigrante. / Mundiario
Las manos de un inmigrante.

El ejemplo de Omar demuestra que no existen personas blancas, negras o amarillas, sino algunas grises que no ven que su avaricia es la mayor de las miserias.

El largo camino del inmigrante senegalés Omar hacia la felicidad: el negro va con todo

El ejemplo de Omar demuestra que no existen personas blancas, negras o amarillas, sino algunas grises que no son capaces de ver que su avaricia es la mayor de las miserias.

 

Acostumbra a dejarse caer todos los días por el bar con las alforjas llenas de pulseras, bolsos, películas, linternas y cachivaches de todo tipo. Se llama Omar y es de Senegal. Lleva más de 15 años en esta tierra de aristas y de artistas buscándose la vida para dar de comer a sus cuatro mujeres y 23 hijos. Cuando apareció por primera vez tenía 17, pero en cada visita a su tierra, a la que viaja un mes al año, incrementa el número de churumbeles. '¿Sabes el nombre de todos?', le preguntaron el otro día con malicia. '¿Cuántos amigos tienes? ¿No le sabes el nombre a todos?', respondió con mala leche Omar desde sus dos metros de estatura. '¿Y de que comen?', interrogaron otra vez. Mientras depositaba el hatillo en la barra para montar su peculiar rastrillo, él respondió con tranquilidad: 'Yo envío el dinero que puedo, pero además los alimenta Dios'. 'Y aquí pagamos 50 euros por ir de cena', reflexionó uno de los clientes mientras apuraba un trago más caro que cualquiera de los productos que intenta vender Omar.

Siempre saluda con un 'hombre blanco, cómprame algo' y se le ha pegado la retranca. Si consigue colarte un bolso y lo eliges negro, suelta con una gran risotada: 'Así me gusta, el negro va con todo. Es muy elegante'. Todos los del bar intentan echarle un cable y le valen todos los cacharros que dejamos de utilizar . Si le regalas un teléfono móvil que ya no usas, Omar lo envía a su familia para levantar un rústico locutorio. Su sueño es conseguir las perras suficientes para poder comprar un coche, regresar a su tribu y establecerse como taxista.

Es consciente de que es inútil pedirle cuentas al rey, al gobierno o a la mayoría de los incompetentes que nos mandan. Su futuro y el de sus hijos está en sus manos y no está dispuesto a bajar los brazos, a pesar de que sólo ve a su familia 30 días al año. Nunca percibirá 88 millones de euros de jubilación como Alfredo Sáenz porque nunca cobrará una pensión, pero da la impresión de que es feliz, sobre todo cuando consigue meterse honradamente unos euros en el bolsillo.

El ejemplo de Omar demuestra que no existen personas blancas, negras o amarillas, sino algunas grises que no son capaces de ver que su avaricia es la mayor de las miserias.

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