La piel invisible

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No existe un lenguaje más universal que el de los valores humanos. / Pixabay.

"Papá, ¿sabes qué? Saliou tiene todo el cuerpo de color negro: la cara negra, el cuello negro, la barriga negra, las piernas negras… todo negro, todo". Antes de aprender a pronunciar la letra r, mi hijo de tres años ya había aprendido a apreciar la diferencia en la piel de su nuevo amigo senegalés. Lo sorprendente es que, en su primer año de colegio, tardara más de 5 meses en hacerlo.

Es primavera y luce el sol. El mar está en calma y reina el silencio en el paseo peatonal que circunda la villa de Ares, una pequeña localidad costera al norte de la provincia de A Coruña en la que, a esta hora, el canto de los gorriones pone música a la escena: balandros y pequeños barcos de pesca detenidos al fondo sirven de atrezo a los madrugadores pasos que se suceden ante mis ojos, con abuelos, comerciantes y madres embarazadas como protagonistas. Un día corriente, laborable por lo demás, excepto para los que trabajamos fuera y celebramos hoy un festivo de otra localidad.

Parecen letras dispuestas sobre un lienzo, pero se trata de un relato razonablemente neutral que no entiende de estaciones ni vaivenes políticos. Aunque no luzca el sol, el muelle de Ares se ha ganado con creces el ser considerado de facto un ágora en la que sus vecinos se cruzan y saludan varias veces a diario, sin importar mucho las ideas y creencias políticas, religiosas o de cualquier otra índole que uno tenga.

No sorprende que en un lugar como este la convivencia entre vecinos sea mucho más fluida de lo que resulta en tantos otros sitios. Por aquí han pasado en los últimos años comunidades de familias de Noruega o EE UU que decidieron instalar su residencia en la zona y, mucho tiempo después de concluir su cometido profesional en Navantia, continúan declarando su amor por Ares. Algunos siguen incluso regresando por vacaciones, al igual que hacen cada verano decenas de familias de toda España.

Si hay algo especialmente entrañable en la idiosincrasia de Ares, es la naturalidad y el cariño con los que ha acogido a las familias subsaharianas.

Pero si hay algo especialmente entrañable en la idiosincrasia de este pequeño pueblo y sus menos de 6.000 habitantes es el cariño con el que, desde hace años, ha acogido a las familias de inmigrantes subsaharianos que trabajan en los pesqueros de la zona. La naturalidad con la que los ha integrado en su día a día, en sus costumbres y tradiciones; la poética visual en la deslumbrante sonrisa de mis amigos Bintou y Papa Omar bailando o tocando la pandereta, perfectamente caracterizados con el traje tradicional gallego.

Cabría pensar que no hay nada de especial en todo ello. Que no tendría que estar escribiendo esto, y que el mero hecho de hacerlo me delata, señalándome como alguien que aún no ha dejado atrás sus prejuicios -o no del todo-. Y seguramente será verdad; pero en tiempos en los que los discursos extremistas se desprenden de complejos y desafían a una mayoría social abierta, solidaria, tolerante e integradora, conviene recordar que una mano tendida nunca es síntoma de debilidad, sino una virtud. Que los peores prejuicios son los que nacen de la ignorancia y la falta de curiosidad por el mundo que nos rodea.

A la naturaleza humana le da bastante igual si nuestros amigos son «todo negro», o solo un poco.

Y que a la naturaleza humana, tan ejemplarmente representada en la infancia, en realidad le da bastante igual si nuestros amigos son «todo negro», como el pequeño Saliou, o solo un poco. Que las sonrisas de esta mañana al entrar de la mano en el cole no entienden de pieles blancas, tostadas o trigueñas, ni siquiera de idiomas. Porque no existe un lenguaje más universal que el de los valores humanos.

Han pasado cerca de diez años desde que vine a vivir aquí. En alguien como yo, que hasta entonces solo había residido en ciudades más o menos grandes, la observación de esta muestra de apertura y generosidad ha provocado un efecto de grata y reconfortante sorpresa; tanto como para afirmar, sin miedo a equivocarme, que Ares es hoy todo un ejemplo de convivencia, pero también que estoy seguro de que solo será uno más entre muchos otros. La grandeza del ser humano es mayor de lo que acostumbramos a creer; por mucho ruido que hagan las mentiras, la sinrazón, el egoísmo o la intolerancia, nunca será suficiente para acallar todo el bien silencioso e incesante que no para de crecer. Miren a su alrededor: hay razones para ser optimista. @Dunkerque42

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