La escritura visionaria de Meridiano de Sangre: Cormac McCarthy y su escritura total

Meridiano de sangre, Barcelona, Debolsillo, 2010.
Meridiano de sangre, Barcelona, Debolsillo, 2010.

La lectura de 'Meridiano de sangre', de Cormac McCarthy, nos reconduce a un territorio confinado a lo inexplorable por su brutalidad, pero reconocible por la verosimilitud de su escritura.

La escritura visionaria de Meridiano de Sangre: Cormac McCarthy y su escritura total

Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy

Barcelona, Debolsillo, 2010).

Cormac  McCarthy

La narrativa de la Generación Perdida se revela bajo los auspicios de la desigualdad económica, la inmigración, el nomadismo de los temporeros y una veneración por la heterodoxia  estética de géneros como el cine y la literatura realista. En ese contexto social y literario, las novelas de Steinbeck, por ejemplo, han testimoniado ese mestizaje profuso de etnias, no exentas de las desigualdades que se generaban tras los procesos de reconversión industrial de los diferentes estados, obligando a la migración de masas rurales en busca de trabajos esporádicos e inestables, y a la convivencia de diferentes grupos étnicos en poblados de chamizos.

En esa herencia histórica y literaria, la narrativa de McCarthy adopta un modelo narrativo costumbrista para profundizar en la versatilidad estructural que la novela posibilita desde su mismidad, desde su secuenciación y comprensión de mitos y tópicos. La lectura de Meridiano de sangre nos reconduce a la admisión de un mundo perdido, sin retorno posible, fronterizo, brumoso, confinado a lo inexplorable por su brutalidad, pero reconocible por la verosimilitud de la estructura del propio relato. Las descripciones cobran tal relevancia que el lugar, con su desértica geografía, confiere a los personajes el determinismo maldito de su actuaciones, vengativas, instintivas y depredadoras.   Una expedición militar encabezada por el juez Holden tiene la misión de exterminar a todos los nativos del Estado de Texas.

Sin embargo, la violencia estructural que surge dentro del grupo de mercenarios no hará distingos entre indios, mexicanos, ni siquiera entre los propios integrantes de esa alianza: “Desde un otero situado al oeste del campamento se podían ver las fogatas del enemigo quince millas más al norte. Los hombres se aposentaron en sus cueros tiesos de sangre e hicieron recuento de las cabelleras y procedieron a atarlas a unos palos, los cabellos de un negro azulado, mates e incrustados de sangre” (p. 198). El expresionismo de los cuadros descritos sostiene una visión darwinista de la propia realidad humana donde sobrevive aquel que ha sido capaz de desprenderse de la empatía para determinar que el otro, los otros, son seres condenados al exterminio, estigmatizados desde su nacimiento a abandonar una existencia injustificada.

El declive espiritual de esa sociedad colonial progresa en un afán genocida hacia las comunidades chicana y amerindia. Allí también se ha instalado la ritualidad del asesinato porque parece exigirlo la defensa de los territorios. El autor satisface, en definitiva, una concepción antropocéntrica de los entornos que nos recuerda además, sumergido en la oscuridad y en el fragor de la noche, que todo hombre es irrelevante, prescindible, ante la inclemencia y la vorágine del viento y la desertización. El mal avanza como la naturaleza. El hombre no importa.

En la inmensidad de los páramos, en la frondosidad de las coníferas, a lo largo de un relieve jurásico y abrupto, los mercenarios se subyugan a una racional depredación a la que urge la avaricia, la gula, entre otros pecados capitales, nunca la saciedad, ni siquiera la defensa del grupo: “No había bancos en la iglesia y el piso de piedra estaba cubierto de los cuerpos escalpados y desnudos y parcialmente devorados de unas cuarenta personas que se habían parapetado en aquella casa de Dios huyendo de los paganos. Los salvajes habían abierto agujeros en el techo y les habían disparado desde arriba y el suelo estaba sembrado de astiles de flecha allí donde se las habían arrancado a los muertos para quitarles las ropas” (p. 81).

McCarthy profetiza que todo hombre pertenece a un no-lugar, a una geografía inhóspita y hostil, simbólica, no en los exteriores, sino cuando escrutamos su alma. Los personajes en Meridiano lo exploran con un sentido atávico de pertenencia y entonces sabemos que son infrahumanos y el asesinato es aliviar la condena de los errantes: “Te diré una cosa. A medida que la guerra se vuelva ignominiosa y su nobleza sea puesta en tela de juicio los hombres honorables que reconocen la santidad de la sangre empezarán a ser excluidos de la danza, que es el derecho del guerrero, y en consecuencia la danza se convertirá en algo falso y los danzantes en falsos danzantes. Y sin embargo siempre habrá allí un verdadero bailarín y a ver si adivinas quién puede ser.” (p. 392).

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