La angustia voraz

Angustia. / Italo Crespi. / Pexels
Angustia. / Italo Crespi. / Pexels
Como en Chernobyl en 1986, todo se oculta y nadie se hace cargo.

Hace meses una nube tóxica nos va cubriendo, a velocidad creciente y casi sin que lo advirtamos, mientras estamos ocupados en combatir virus, medidas políticas, corrupción, rencillas domésticas y problemas económicos. Tal vez la falla que la originó fue responsabilidad de las autoridades, o errores de los científicos, o nuestra. Lo cierto es que, como en Chernobyl en 1986, todo se oculta y nadie se hace cargo. Una liberación  masiva de miedos indeterminados, desesperación e incertidumbre empezó a contaminar el planeta, mucho antes de la peste. El encierro destapó la caja de Pandora, nos obligó a enfrentarnos con nosotros mismos, y a encontrar el vacío existencial que veníamos enmascarando.

En “El Ser y la Nada”, Jean Paul Sartre (1943) dice que sólo existe la apariencia que está en permanente cambio, no la esencia. Que al tomar consciencia de la nada, de su libertad y de la incertidumbre en el porvenir, el hombre cae en la angustia. Es más, asegura que SOMOS angustia.

Antes de la existencia de la central nuclear, los bosques proporcionaron por siglos el sustento natural para los habitantes de esa inmensa región de Rusia.

Ayer terminé de leer  “Memorias con olor a mar” de la escritora uruguaya Luciana Nuñez Borchi. Su suegro, “el Tata”, le relata la historia de José Ignacio, un pueblo uruguayo donde estoy pasando un tiempo. En los años setenta, sus habitantes vivían de la pesca, trabajaban sin descanso juntando y limpiando berberechos, mejillones y salando corvinas para hacer bacalao. Vendían el fruto inagotable del mar para sostener así a sus familias numerosas. El oficio se transmitía por generaciones y nadie sentía ansiedad o miedo. Ni angustia por el porvenir. Una confianza absoluta en el resultado de su esfuerzo, en la naturaleza pródiga, los hacía levantarse cada día con una alegría genuina y primitiva que ennoblecía sus vidas.

En esa década llegó la electricidad al pueblo, después el teléfono, la televisión, y un autobús que comenzó a trasladar gente.  Mientras, el aguatero distribuía barriles para sustentar a todos los habitantes, por monedas. De a poco esta pequeña península fue descubierta por un turismo selecto, que viene desde distintos lugares del mundo  a buscar el espíritu original y bohemio que es su esencia. Porque la tiene. 

Freud no habría encontrado un solo paciente en los habitantes de José Ignacio de fines del siglo pasado. No había motivos para preocupaciones excesivas. El único suceso catastrófico fue el choque del Renner, un barco carguero brasileño que trasladaba bananas y tomates peritas. Los veinte tripulantes salieron ilesos. Los lugareños se repartieron la mercancía, se aprovecharon las chapas de buena calidad para mejorar las viviendas de los habitantes.  Aún hoy, en la Playa Brava se pueden ver restos del barco encallado, como símbolo del gran suceso.

Habría que probar llevando a la angustia voraz muy lejos de la civilización, del consumo, de la necesidad de viajar desmedida, de la política, de la tecnología, de la fama, del éxito, del poder, de la adicción a la juventud eterna, del dinero. Y respirar profundo hasta destruirla.

La angustia paraliza, fagocita la esencia del ser, la individualidad. El desconcierto  angosta el futuro ( angustia = angostamiento)  Hay una preocupación excesiva por el contagio, los hábitos cotidianos son inciertos, no se sabe si hay que desinfectar los alimentos, tomar distancia, cambiar el filtro del aire acondicionado, encerrarse para siempre, se desconfía de las vacunas, la soledad hace estragos, la nostalgia erosiona hasta hacernos polvo.

En la película “The Blob” (1958, es la versión que más me gusta), la mancha voraz es un gigantesco Alien que va devorando a los seres que encuentra. Cuando un anciano halla un meteorito caído en su jardín, lo quiebra con un palo y su curiosidad lo lleva a descubrir a la poderosa ameba que hay adentro, la toca, se le adhiere a la mano y va avanzando cada vez más rápido sobre el resto de su cuerpo. Steve Mc Queen y su novia lo suben al auto, lo llevan al médico más cercano quien no sólo no puede impedir que la cosa se coma al campesino, sino que desaparecen él y su enfermera en su interior. Ese angustioso monstruo va engullendo a la comunidad de Downingtown. La policía minimiza, como Rusia con Chernobyl, como nosotros:  nos cuesta hacernos cargo de la fragilidad a escala global que padecemos por los mismos peligros que creamos . Y seguimos sin poder controlar.

En la peli, descubren que la mancha es vulnerable al frío. La congelan echándole CO2 , y la llevan al ártico encerrada en una caja, “mientras el ártico permanezca helado”, dicen en el cierre final, que queda con una incógnita.

Nuestra angustia no es congelable. En la literatura, Flaubert dejó que destruyera a  “Mme Bovary”,  también Tolstoi a “Anna Karenina”.  El narrador de “Los pasos perdidos” de Alejandro Carpentier, desgarrado por el sufrimiento y la tremenda odisea de encontrarse a sí mismo, decide quedarse a vivir en la selva.

Habría que probar llevando a la angustia voraz muy lejos de la civilización, del consumo, de la necesidad de viajar desmedida, de la política, de la tecnología, de la fama, del éxito, del poder, de la adicción a la juventud eterna, del dinero. Y respirar profundo hasta destruirla. @mundiario

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