La intensa vida de Ernesto Cardenal en Las ínsulas extrañas

Ernesto Cardenal.
Ernesto Cardenal.

Cardenal cuenta que su viaje a Cuba significó para él una segunda conversión. Después de la religiosa, la política. Pero esta no excluía a la primera, sino que la reforzaba.

La intensa vida de Ernesto Cardenal en Las ínsulas extrañas

En el segundo tomo de sus memorias, Las ínsulas extrañas, Ernesto Cardenal relata el nuevo paso que da, de ser monje trapense, en el monasterio de Gethsemaní, en los Estados Unidos, a ser fundador de la Comunidad de Solentiname, pasando por un periodo en Cuernavaca, necesario para su ordenación como sacerdote. Son esos años, también, un periodo de sucesivo afianzamiento de su sensibilidad política, convenciéndose, cada vez más, de la validez del marxismo como ideología conducente a una sociedad igualitaria.

Al principio, tuvo sus dudas sobre la compatibilidad entre el cristianismo y el marxismo. La religión no la iba a abandonar nunca, pero, ya desde el principio, se dio cuenta de que sus proyectos nada tenían que ver con la dirección en la que estaba instalada la iglesia conservadora. Por eso, en cuanto hubo conseguido su ordenación como sacerdote, huyó de las obediencias y de las rigideces que se le proponían. Su solución, para ser él mismo y desarrollar sus proyectos, era fundar una comunidad. El lugar que eligió fue una minúscula isla situada en el gran Lago de Nicaragua; un lugar casi inaccesible, que no tenía ningún servicio regular de embarcaciones. La comunidad creció muy lentamente. Se nutría de algunos habitantes de la isla y de algunos amigos que llegaban de lejos, atraídos por una nueva forma de vivir la existencia. Con el paso de los años se incrementaron sus miembros y, por otra parte, fue lugar de peregrinación de mucho buscador de nuevas sensaciones. Las prácticas religiosas que se llevaban a cabo eran muy singulares; así, por ejemplo, las discusiones sobre los evangelios, que quedaron registradas en el libro El evangelio en Solentiname. Ya fuera de las prohibiciones del monasterio, Cardenal recuperó también su producción poética.

Pero Solentiname también era un vivero de revolucionarios. De hecho, años más tarde, su final fue decretado por Somoza, terminando todas sus instalaciones arrasadas. Cardenal vivía aislado, pero no desconectado del mundo. Especialmente, se fijaba en aquellos países que habían conseguido instaurar su régimen revolucionario. Así, nos cuenta su observación de la revolución peruana, tan curiosa, porque fue una revolución hecha desde arriba y no desde abajo. La hicieron los militares y fue incruenta. El presidente Velasco era un general de convicciones revolucionarias, un hombre extremadamente ético. Realizó una gran reforma agraria que acabó con los latifundios y también se mejoraron muchísimo las condiciones de los trabajadores. Fidel Castro dijo de esa revolución: “Desde el punto de vista marxista no se puede decir que esa es una revolución marxista, pero desde el punto de vista marxista se puede decir que es una verdadera revolución”. Los que estaban en contra de la revolución eran los estudiantes ultraizquierdistas, para quienes Fidel Castro les parecía poco revolucionario y al Che lo calificaban como “aventurero pequeño-burgués”. Esta revolución terminó cuando Velasco, aquejado de una grave enfermedad, tuvo que renunciar al poder. Se nombró presidente a su sucesor en el escalafón y este traicionó el sueño conseguido.

Cardenal cuenta que su viaje a Cuba significó para él una segunda conversión

Cardenal tenía sus dudas sobre la licitud del uso de una violencia, a menudo imprescindible para derrocar a los gobiernos injustos e instaurar la revolución. En los evangelios se contaba la violenta toma del templo por parte de Jesús, se encontraban frases belicosas, pero aún no estaba convencido de justificar ciertas actividades. Poco a poco, va contactando con los guerrilleros sandinistas y se vuelve una pieza clave en los preparativos de una deseada revolución. Entre esos guerrilleros, encontró a hombres verdaderamente sensibles al dolor del pueblo, hombres que sacrificaban su paz y su seguridad por lo demás.

Cardenal cuenta que su viaje a Cuba significó para él una segunda conversión. Después de la religiosa, la política. Pero esta no excluía a la primera, sino que la reforzaba, le confería una mayor utilidad, potenciaba sus obligaciones. Cardenal se fue a Cuba sin el permiso de su obispo. Le interesaba mucho conocer, de primera mano, cómo era una revolución. Su primera impresión fue muy buena. En Cuba no estaban los anuncios comerciales de neón, los ostentosos escaparates de las tiendas, pero le expresó a Benedetti: “Esta es la ciudad más alegre que he visto”. Cardenal observa una ciudad ideal, en la que no se ven diferencias de clases ni lujos obscenos. Allí todo el mundo recibe lo mismo, todo está tasado para que no haya privilegios. A su guía le dice: “Este sistema que a vos os encanta porque sos comunista, a mi me encanta porque lo encuentro evangélico. También me gusta muchos esta escasez; yo soy monje”.

Pero también se reúne con críticos de la revolución, con revolucionarios que quisieran que aquel proceso estuviese inmaculado, para estar más orgullosos de él. Denuncian cierta represión. El pelo largo está prohibido, la homosexualidad perseguida. Se censura el jazz. No se admiten militantes católicos en la universidad. Hay prácticas represivas, pero se considera que están lejos del control de Fidel Castro, que está en contra de ellas. Le hablan de campos de concentración con trabajos duros de once horas, en los que, aquellos que divergen del régimen (homosexuales, drogadictos, parásitos, y militantes católicos) deben pasar varios años. Le cuentan: “Una revolución es dolorosa. Parte en dos un país. Hasta en la familia de Fidel hay una división”. Pero también recibe la información de muchos logros. Se termina con una prostitución muy extendida con Batista, se rehabilitan zonas del campo totalmente olvidadas, se alfabetiza. La asistencia médica es gratuita; la vivienda, gratis para muchos. Según el Che, la revolución era darse a los demás, pero que aquella revolución “era el esqueleto de la libertad completa”, y había que llenar de carne ese esqueleto, humanizarla.

Los revolucionarios siempre tienen miedo de que alguien les robe la revolución

¿Hay enemigos? Los revolucionarios siempre tienen miedo de que alguien les robe la revolución. Siempre tienen presentes a sus enemigos, encarnados especialmente en los mandatarios estadounidenses, pero también temen la degeneración del pueblo, que sucumba a las promesas del más tentador mundo del capitalismo. Para amar la revolución, para protegerla y alimentarla, es necesario tener una conciencia clara de que debe prevalecer el bien común, de que hay que evitar a toda costa las injusticias, algo que no es tan fácil de conseguir en algunos. Un crítico de la revolución dice: “Se niega la evolución de los hombres. Nuestros dirigentes dicen que somos rebeldes, pero esta revolución la hicieron los rebeldes, no los sumisos”.  Pero, a pesar de todo, a pesar de sus imperfecciones, hay que defender esa revolución: “Al salir de aquí puedo caer preso por el pelo largo, pero le juro: yo doy mi vida por esta revolución”. Otro le cuenta a Cardenal: “Todavía no se ha descubierto la manera de tener libertad de prensa en un régimen socialista”.

Todo esto lo narra un revolucionario convencido, Ernesto Cardenal, un hombre que trata de ser objetivo y solidario. En Cuba, obligan a poner las misas en las horas de trabajo, pero él, ante esto, piensa: “Como sacerdote, creo que hay que dividir el catolicismo. Separar el verdadero del falso”. En eso está, en la creación de un cristianismo que siga la Teología de la Liberación, una religión rebelde con el poder vaticano y afín a un marxismo humanizado que salve a los desfavorecidos de su país de la agresión que les inflige el poder totalitario.

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