La intensa vida de Ernesto Cardenal en La revolución perdida

Ernesto Cardenal.
Ernesto Cardenal.

La revolución supuso un momento en la historia que propició que lo mejor, aquello que estaba latente en la mayoría del pueblo, emergiera poderoso, derrotando las recalcitrantes fronteras humanas.

La intensa vida de Ernesto Cardenal en La revolución perdida

En el tercer tomo de sus memorias, el que lastimosamente titula La revolución perdida, Ernesto Cardenal describe la llegada de la revolución a Nicaragua, en julio de 1979, y su posterior desarrollo hasta febrero de 1990, fecha en la que la mayoría del pueblo manifestó en las urnas su voluntad de que no prosiguiera ese proceso. No conozco muchas más opiniones sobre esa revolución que las que refiere el poeta nicaragüense en estas memorias. Mi pretensión es tan solo glosar la visión de este sacerdote singular, esa mirada romántica, religiosa, emocionada; y comprenderla. Aunque sus comentarios son preferentemente laudatorios, nunca se ciega ante quienes, siendo teóricamente revolucionarios, sucumbieron a sus egoísmos.

La revolución nicaragüense estuvo en el punto de mira de todo el mundo. Por una parte, en el de sus enemigos, especialmente encarnados en la figura de Ronald Reagan, el representante de un país imperialista y de una política económica ultraliberal que, para cumplir con su sed infinita de crecimiento, necesitaba un entorno sumiso. Pero, por otro lado, atrajo una serie enorme de insignes admiradores de todo el planeta, seducidos por lo que prometía ser la emergencia de una sociedad más justa y más bella. Las opiniones de estos no podían ser más entusiastas. El teólogo brasileño Leonardo Boff dijo que Nicaragua era el único país en donde había visto verdadera alegría. “Lo mejor de nosotros”, definió el norteamericano Bruce Cockburn a ese experimento social. Y es que contemplar aquella revolución era una forma de adquirir una fuerte fe en la humanidad, de creer en ella casi por primera vez, después de tanta maldad instituida, de la constatación de lo corrupto, lo injusto, lo insolidario. Y muchos se acercaron a ayudar. Cantantes famosos de todo el mundo actuaban gratuitamente, intelectuales viajaban para ver y para contar, desde sus púlpitos, las bondades de aquel régimen.

Los ejemplos que se citan de abnegación, de riesgo, de amor al pueblo, son innumerables. La gente se transformó y dio lo mejor de sí misma. Cada ser humano era para el otro un compañero, palabra que quedó proscrita una vez fue vencido en las urnas el proceso revolucionario. Y compañero significaba ser alguien merecedor de una vida digna, de una cultura, una libertad, una mínima suficiencia económica. Una de las primeras tareas que se acometió fue la de la alfabetización. Un ejército de profesores se puso en marcha y recorrió hasta los lugares más recónditos del país para, con toda la humildad, proporcionar al más del cincuenta por ciento de población analfabeta, una posibilidad de igualación con ese resto hasta aquel momento privilegiado. Esos alfabetizadores se exponían a condiciones durísimas - las mujeres, incluso a violaciones - ante unos paisanos sumidos en el primitivismo. En aquellos  lugares inhóspitos, no iban de superiores sino que se dejaban enseñar por los campesinos, se integraban en sus duras tareas. Nicaragua tenía en esos momentos tres millones habitantes, y de ellos, un millón estaba estudiando, lo que no había sucedido antes en la historia del país.

En 1985, el Papa Juan Pablo II llegó a Nicaragua. En el aeropuerto, saludó a diferentes miembros de las autoridades del país, formados en línea. Al llegar a Ernesto Cardenal, creyó que había llegado su gran momento, la ocasión de la venganza, del correctivo, de mostrar ante las cámaras que retransmitían las imágenes a medio mundo, a ese sacerdote rebelde, revolucionario, marxista, humillado, de rodillas bajo su dedo admonitor. El Papa nunca había aceptado a esos sacerdotes que estaban de verdad implicados en ayudar a los más desfavorecidos. La Teología de la Liberación siempre se vio como sospechosa por el poder de la Iglesia, tan afín a los gobiernos más reaccionarios. Según Cardenal, lo que más le molestaba a Wojtyla, era que esa fuera una revolución que no persiguiera a la Iglesia. De hecho, acudieron 700.000 fieles a su misa. La gratitud que recibieron fue una reprimenda indisimulada. El Papa cumplía así perfectamente con su cometido de ser el mayor propagandista de la ideología que abrazaban Reagan y su amiga Margaret Thatcher, precursores de tantos males económicos como aquejan hoy a nuestro mundo.

Al pueblo nicaragüense le gustaba repetir: “Entre cristianos y revolución no hay contradicción”. Y es cierto que los teólogos de la liberación aplicaban una religión basada en los mensajes más solidarios de Jesús, en contra de la perversión que destilaba la iglesia de Roma. Frente a otras concepciones marxistas que tachaban a la religión como enemiga de la liberación del pueblo, Ernesto Cardenal había llegado incluso a convencer a Fidel Castro de la necesidad de una unión entre cristianos y comunistas, aunque el cubano reconociera que no tenía la fe religiosa. Los comunistas se beneficiarían de una fe más profunda que la puramente ideológica, de una fuerza más sentimentalmente ética, fortalecida por el amor, porque el cristianismo, desvestido de las infames adulteraciones promovidas por la Iglesia, podía originar sentimientos de hermandad, de igualdad, fundamentales para crear una sociedad justa.

La cultura era subsidiada en Nicaragua como una cosa verdaderamente útil. El arte que gozaban exclusivamente los ricos pasó a ser accesible para todos. El régimen revolucionario actuó para resolver el machismo altamente imperante en el país. Se pretendían cambios en la gente que se consolidarían en las generaciones futuras, en un país donde estaban muy arraigadas costumbres muy reaccionarias. Y es que no hay revolución que pueda consolidarse si no sucede a la vez en cada hombre y en cada mujer, y, sobre todo, en cada niño. Pero, en esos momentos, frente a tantos ciudadanos implicados en un proceso de limpieza ética y de dedicación solidaria, había elementos distorsionadores que obstaculizaban un proyecto tan puro. Rosario Murillo, la esposa de Daniel Ortega – el que fuera presidente del país desde el año 1984, sustituyendo a una Junta de Gobierno transitoria – era conocida por muchos como la  bruja. Esa mujer no hacía más que poner zancadillas a la genuina revolución, buscando un avieso protagonismo.

Pero la revolución tenía afuera enemigos poderosos. Los Estados Unidos subvencionaron a la contra, esos grupos guerrilleros que socavaban la moral de los ya pacíficos revolucionarios. El embargo económico fue decisivo para que, en las elecciones de 1990,   triunfase la oposición. Desde 2006, gobierna de nuevo el Frente Sandinista, presidido por Daniel Ortega, pero, según lo que responde Cardenal en una entrevista de 2014, su país se ha convertido en una dictadura. También habla en ella de la santificación de Juan Pablo II. La califica de horrorosa, pues él apoyó a los horrorosos legionarios de Cristo. Y no dice más, pero se le adivina. Aunque tampoco se podría poner en ningún altar laico a los muchos dirigentes revolucionarios que se corrompieron al perder el poder.

La revolución supuso un momento en la historia que propició el que lo mejor, aquello que estaba latente en la mayoría del pueblo, emergiera poderoso, derrotando las recalcitrantes fronteras humanas. “Entre los hijos y los padres se entendían perfectamente, cosa que no era así entre los que se mantuvieron burgueses”. Había un proyecto ilusionante, una tarea común cuyos objetivos habían de ser alcanzados por todos o no eran válidos. Hoy, parece ser - habría que indagar mucho para afirmarlo - que Nicaragua está secuestrada por Daniel Ortega, en un régimen bajo sospecha, y que, en ese país, desde las instituciones se  alienta el que la religión, que sirviera como motor solidario, vuelva a ser una herramienta de manipulación. Ernesto Cardenal lo ve así, y algo sabrá de esto.

Comentarios