En Instrumental, el pianista James Rhodes refiere el relato de su vida traumatizada

El pianista británico James Rhodes.
El pianista británico James Rhodes.

Al leer esta autobiografía sabemos cómo acabará (¿bien? ¿Hay alguna seguridad de no retorno al abismo?), pero nos intriga la evolución de su salud mental en todo momento.

 

En Instrumental, el pianista James Rhodes refiere el relato de su vida traumatizada

Instrumental, la autobiografía de James Rhodes, es una historia gritada en los oídos del envidiado lector que no ha padecido traumas importantes y al que le es difícil comprender la gran variación y el largo recorrido de sus efectos, pero también es una forma de visibilizar el problema de los abusos a menores, un intento de ayudar a muchos que son silentes víctimas de sus gravísimas y duraderas consecuencias.

El lenguaje que emplea este músico es contundente, procaz. A menudo, huye de lo literariamente correcto, aunque también es capaz de demostrar respetos importantes. Narra la desgracia que acabaría marcando su vida hasta aún no sabe cuándo. En el momento de escribir su dramático periplo vital, tiene cerca de 40 años. Con algunos detalles escabrosos que no callan la brutalidad de los hechos, pero sin abundar en un planteamiento que pudiese resultar morboso, nos refiere los años de su infancia en los que sufrió una reiterada violación por parte de su profesor de gimnasia. Las secuelas resultaron ser muy graves: el alcoholismo, la drogadicción, los intentos de suicidio, las autolesiones, los ingresos psiquiátricos, y la fuerte tendencia a la infelicidad a pesar de una vida que remontó hacia disposiciones teóricamente muy satisfactorias.  Su situación económica pronto fue desahogada. Tenía una mujer hermosa, un precioso hijo al que amaba intensamente, y una gran pasión y habilidad para tocar el piano.

Tardó en emerger como pianista reconocido a causa de que, a pesar de haber descubierto muy pronto esa vocación, la abandonó durante muchos años de gran inestabilidad emocional y desorientación en una vida en la que menudeaban sus reiterados hundimientos psicológicos. La narración de todos esos años de infancia, de adolescencia, de juventud, es la expresión de esas numerosas recaídas. Rhodes no confía en la vida, no se siente seguro en su propia mente. Todo le resulta inestable y no le sirve de mucho el ascender a altas cotas de felicidad cuando está seguro del inmediato descenso, aún más doloroso. Si su hijo es uno de sus puntos de apoyo, también es un motivo para su paranoia. A medida que se va acercando a los cinco años – la edad en que empezó su tortura – más teme que a él le pase lo mismo. Cuando hay que matricularlo en un colegio, recorre todos los de Londres, en busca de una seguridad excepcional, a prueba de todo tipo de pederastas.

La narración es extremadamente vigorosa. Diríase que ello es una estrategia comercial para llegar a mucha gente, pero el contenido de su discurso parece lo suficientemente honesto y profundo como para no pertenecer a la categoría de los relatos premeditados que se valen de una indispensable fluidez que, en realidad, es simpleza a la que se añade la voluntad de escandalizar para atrapar a los lectores perezosos. Al principio de cada capítulo, se incluye un breve comentario sobre una de sus obras musicales favoritas, siempre pertenecientes a la música clásica. Yo no le encuentro una concreta relación con el desarrollo posterior, pero es una interesante forma de intentar explicar y contagiar su pasión por la música. Rhodes, de hecho, es un gran divulgador, un pianista muy popular en el reino Unido, que llega mucho más allá de los círculos de los sibaritas de la música, un concertista que traspasa las líneas rojas de sus colegas snobs, y que - entre pieza y pieza - conversa con el público, al que le permite y agradece el espontáneo e incorrecto aplauso entre dos movimientos. Por supuesto, le importa muy poco de qué modo vayan vestidos sus oyentes y así lo declaran las camisetas con que aparece en los escenarios. La música lo salva, es su mejor droga, la que no tiene efectos secundarios, la que nunca decepciona.

Durante todos esos años, la consideración que tiene de sí mismo no es muy favorable: “Un ególatra con rasgos psicopáticos”. Claro que tampoco es optimista en cuanto a lo que le pueda suceder: “Hay un terror incorporado a mi interior que me dice que todo lo bueno va a desaparecer”. Y es que “los abusos te convierten en un superviviente de por vida”.

Desde sus siempre precarias épocas de estabilidad observa - no sabe si curándose - su problema: “Me gustaría haber podido conformarme con el aspecto que tenían las cosas, en vez de quedar con la sensación que me transmitían”. Mientras tanto, están sus dos puntos de apoyo, su hijo: “Mi hijo es y fue un milagro. No voy a experimentar nada en la vida que pueda equipararse a la incandescente bomba atómica de amor que estalló en mi interior cuando nació” y la música: “La mía iba a ser un existencia dedicada a la música y al piano. Lo supe sin cuestionármelo, feliz, sin el dudoso lujo de poder elegir”.

Su vida siguió siendo un sube y baja por los niveles extremos y absolutos de la sensibilidad más predominante. Cuando baja, cuando vuelve a caer “no queda un nivel más bajo de vergüenza y desprecio por ti mismo al que bajar”. Cada cierto tiempo, inesperadamente, pierde lo ganado: “Se me fue la olla. Volvía a la casilla de salida. Aterrado, caí de nuevo en abismo”. Fue en un psiquiátrico de lujo en Estados Unidos cuando aprendió que, aunque era responsable de su vida, no tenía que cargar con ninguna culpa. Como ejercicio de redención, se le instó a pedir perdón a todos aquellos a los que había infligido algún daño: “Me alivió mucho permitirme dimitir del puesto de director general del puto universo y, por una vez, ir por ahí sin ser más que una parte de él. Creo que a eso se le llama humildad”.

 Al leer esta autobiografía, sabemos cómo acabará (¿bien? ¿Hay alguna seguridad de no retorno al abismo?), pero nos intriga la evolución de su salud mental en todo momento. En cualquier caso, Rhodes nunca se desprenderá del todo de las persecuciones de su pasado: “Quizá algún día perdone al señor Lee. Hay más posibilidades de que esto suceda si encuentro el modo de perdonarme yo. Pero la verdad es que el abuso sexual de niños casi nunca termina en perdón. Solo lleva a la culpabilización, a una rabia y a una vergüenza viscerales y autoinfligidas”. El mayor valor  del libro es una verosímil sinceridad, un desprecio declarado por la hipocresía, a la vez que un respeto debido a los que aparecen como compañeros de su vida, incluso aquellos que no lo supieron tratar. Instrumental es un relato muy visceral, muy intenso, aderezado con esas anotaciones musicales que sostienen, como un esqueleto necesario, la inconsistencia de un ser que se agarra a la indómita existencia con una pasión, en última instancia, salvadora.

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