Un inminente Estatuto docente aspiraría a lograr "buenos profesores"

Un profesor. / blog.idioming.com
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Termina el curso con muchos asuntos pendientes, entre otros el Estatuto de la función pública docente, en que se dirimirá qué calidad de enseñanza se prefiere.

Un inminente Estatuto docente aspiraría a lograr "buenos profesores"

Termina el curso con muchos asuntos pendientes, entre otros el Estatuto de la función pública docente, en que se dirimirá qué calidad de enseñanza se prefiere.

 

La calidad o bondad del profesorado es asunto de largo recorrido. Desde 1857 (principalmente), el prolijo corpus legislativo de la educación española, reitera la importancia de sus agentes principales, profesores y maestros, para cumplir sus variables objetivos. La LOMCE -o Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre de 2013 para la mejora de la calidad educativa-  también, en la medida en que asume el Título III de la LOE (arts. 91-106 íntegros) e insiste, ya desde su inicio, en la “mejora” cualitativa de la educación. Es de notar que en la mención al protagonismo de los docentes en este proyecto, 41 veces aparezca el término profesor/profesora, de las cuales 27 aparece como “profesorado” y ninguna como maestro/maestra o magisterio. Pero la cuestión principal es saber qué promoverá esta ley o sus disposiciones concomitantes respecto a la cualificación de estos profesionales. No sea que todo sea, una vez más, humo inconsistente y entretenimiento vacuo, para despistar y confundir.

En enero de 2014, salía el borrador de lo que iba a ser una pieza clave en la inminente reforma de las Universidades –segmento relevante del reformismo protagonizado por Wert-, en que se hablaba ya del futuro régimen de los rectorados y profesores (http://www.eldiario.es/sociedad/educacion-wert-universidad-reforma-ley_0_212779020.html). A la “desfuncionarización” del profesorado se añadía ya entonces que su verdadero centro decisorio quedaría en manos de un “Consejo de Universidad”, del que el claustro elegiría la mitad, un cuarto sería propuesto por la Comunidad autónoma y el otro lo cubrirían personas “de prestigio internacional”, más o menos a dedo. Ni sería imprescindible que el rector fuera un académico de la propia universidad. Su autogobierno quedaría, de este modo, prácticamente en manos de la injerencia partidista de la Comunidad autónoma y de gentes interesadas en tutelarla por razones económicas revestidas de pretextos benéficos y culturales.

Los planes de Wert para gestionar la interdependencia del sistema educativo  quedaban más claros de este modo y completaban los significados  de la LOMCE. La formación inicial de las diversas profesiones docentes que intervienen en los procesos de enseñanza-aprendizaje de las etapas escolares depende directamente de la Universidad. Sucede así desde 1970 y la Ley General de Educación y, más decisivamente desde que, por exigencias del EEES (Espacio de Educación Europeo) se han redefinido las competencias docentes escolares en sus distintos niveles, con las consiguientes formulaciones formativas que muestran los grados y másteres de las universidades, desde 2009, y condicionan el acceso al trabajo docente. (Ver: http://www.colectivoescuelaabierta.org/Ensayo_form_profesorado.pdf, ). Por tanto, de cómo sea la Universidad y sus objetivos, depende ahora mucho más estrechamente la perspectiva desde la que evaluar la “calidad” de la formación inicial del profesorado de los otras etapas educativas. Indirectamente, también la de los profesores universitarios, especialmente de los concernidos en el proceso. Del núcleo de valores, conocimientos, medios y propósitos que en él se pongan en juego dependerá el constructo del “buen profesor” deseado y deseable. Pero cuando la propia Universidad tiene serios problemas para sostener docentes investigadores de calidad (Ver: Enseñanza FETE-UGT, junio-julio 2014, pgs. 12-21) y los baremos para evaluarlos están en grave riesgo desregulador (Ver: http://www.fe.ccoo.es/ensenanza/Inicio:651240), difícil es que sus Facultades de Educación y Formación se empleen a fondo en detectar y variar las malas definiciones que muchos observadores ven en la estructura formativa de los docentes escolares. Pocos de los mejores alumnos universitarios seguirán captando, por más que se estén disfrazando los sistemas de acceso.

Las repeticiones de incoherencias y limitaciones -económicas y conceptuales- en lo que a formación inicial de este profesorado se refiere, al margen de otras inconsistencias en cuanto a tutorar sus primeros años profesionales,  la formación permanente y dinámicas más colaborativas, son otra de las constantes históricas hasta el presente. Lo más relevante en cuanto a lo primero fueron los ICES y sus CAPS (para profesores de Secundaria) y, en cuanto a lo segundo, los CEPS y sus créditos. Todo entendido –en la enseñanza pública, que no en la privada-  como requisito para oposiciones o sexenios, más que como algo en sí valioso para mejorar el trabajo en el aula. Otras iniciativas de gran consistencia cualitativa, y mucha menor incidencia cuantitativa, como los MRPs, han dependido de la voluntariedad, sin que tuvieran especial reconocimiento oficial.

Cuando la OCDE y su Informe TALIS exhiben ahora proporciones de profesores que nunca han sido evaluados, o con carencias pedagógicas para gestionar la docencia, no debiera olvidarse esta originaria historia carencial, de que en gran medida son responsables las burocracias del Estado. De otra parte, es crucial no perder de vista que la propia serie de preguntas que planteaba TALIS a sus encuestados condicionaba una imagen del “buen profesor” reduccionista y connotada, similar, por otro lado, a la que inducen las competencias que la LOMCE adscribe a profesores y maestros. El apego mecanicista que TALIS y LOMCE  muestran, por ejemplo, hacia las tecnologías de la información -como si de una panacea metodológica o pedagógica se tratara-, unido al papanatismo hacia la anglofonía, más un crédulo voluntarismo que se supone ha de tener cualquier candidato a docente, no será capaz por sí mismo de configurar un bagaje profesional acorde con las necesidades cognitivas, comunitarias, comunicativas y pedagógicas, que hay en este momento. Sin unos muy pertinentes ingredientes relativos a la autonomía e independencia docente, a la funcionalidad democratizadora de la actividad, a un uso humanista del tiempo escolar, y un alto grado de conocimiento de qué enseñar y cómo hacerlo para cambiar esta mutante globalidad contradictoria, desigual y muy propicia a la ignorancia funcional, los modelos que propugnan de  “buenos profesores” no pasarán de entretenidos transmisores de cosas a estudiar, muy en línea con la era anterior a Guttenberg, obsesionada por que los “buenos alumnos” recitaran de memoria “el programa”.

Lo que da de sí la LOMCE, más lo que sus gestores han dicho en público –especialmente cuando al Estatuto Docente se han referido- induce a pensar en un modelo construido sobre la devaluación de la labor docente, con el consiguiente retroceso del aprecio por lo que los mejores profesores hacen. Son demasiadas, en efecto, las contradicciones en que estos oportunistas representantes políticos han caído, desde el desprecio verbal gratuito, e incluso zafio, hasta los contundentes recortes efectivos. Si les interesaran los “buenos profesores”, hubieran potenciado las buenas prácticas para estar a la altura de los problemas diarios de los escolares en la escuela. Pero sólo han degradado su papel democratizador y el trabajo coherente a tal fin. Ya no tienen credibilidad: su contestadísimo proyecto de “regeneracionismo educativo”, amparado en datos sesgados, ha eliminado –sólo en los dos últimos años- 24.000 docentes de la red pública de centros (Ver: http://www.elperiodico.com/es/noticias/sociedad/educacion-3347893). El buen “buen profesor” con que sueñan no pasa de ser un mandado, más o menos tecnológicamente adiestrado para no salirse del carril de lo que la evaluación externa y la vigilancia cercana de su director o directora le impongan. Como si de un asunto económico y laboral sin más se tratara, se atiene a la estricta observancia de las normas que marca el libérrimo mercado y promueve idénticos criterios de rentabilidad, basada en la precariedad laboral, competencias y derechos reducidos, salarios menguantes y ratios crecientes. El buen hacer pedagógico  se apoya así, exclusivamente, en las espaldas del trabajador-docente, mientras se ocultan, no sólo deficiencias existentes  en estos cuidados, sino ante todo los costes de una consistente preparación profesional –inicial y continua- para estas tareas, el sacrificio que imponen los recortes de personal y medios y, de paso, los beneficios que saca una enseñanza privada con muchos menos problemas, por atender menor diversidad de alumnos.  Dicen querer, en definitiva, “buenos profesores” y a coste cero, lo que auspicia una profunda mediocridad, acorde, por otra parte, con trampas exhibicionistas como la de un bilingüismo segregador. Si no hay dinero para aplicar con dignidad su propia LOMCE (Ver: http://www.eldiario.es/politica/-reforma-educativa_0_276472401.html) y han hecho oídos sordos a las reiteradas demandas que el profesorado ha llevado a la calle en estos tediosos años, difícil será que deseen, siquiera un poco, que los agraviados se sientan reconocidos como “buenos profesores”; y menos todavía apostarán por una calidad profesional contrastada de cuantos aspiren a dedicarse a estos trabajos. ¿A quién ilusionará un futuro tan poco prometedor como el de  esta agitprop de apariencias?

Mientras transcurre el verano, y a la espera de lo que nos depare el cronograma político de Wert, relean a Mark Twain (1835-1910). En una recopilación de sus “instructivos” cuentos, titulada El niño malo y el niño bueno (Barcelona, 1943, pgs. 37-47), contrariamente a lo que estipulaban las buenas lecturas, “George, el niño modelo, recibió una paliza y Jim, el perverso, se alegró de ello, porque detestaba a los niños modelos”. Además –ironiza Twain-, “jamás hubo  niños malos de los que pintaban los libros ejemplarizantes, que tuviera una suerte tan portentosa como este pecaminoso Jim con su vida encantada”.  Algún otro referente del buen hacer docente/discente tiene que haber, distinto del que los libros y leyes suelen mostrar como oficialmente ejemplar. De lo contrario, quien no haya disentido de los principios modélicos para docentes de los años cincuenta o  setenta, y se haya empeñado en la fidelidad a tan variable prescripción como el MEC fue imponiendo hasta hoy, más que probablemente habrá caído en la esquizofrenia. Lo notable sería que, si también ahora pretendiera adaptarse a la LOMCE y sus derivaciones,  lograra desenvolver  una personalidad coherente consigo misma y benéfica para sus alumnos.  Alguien debiera explicarlo y responsabilizarse pronto, no en unas memorias futuras, justificadoras de desatinos, cuando los fines del mercado ya nos hayan secuestrado el buen entendimiento colectivo. Que no nos distraigan.

 

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