Una Iglesia católica flanqueada

Plaza de San Pedro en el Vaticano. / Mundiario
Plaza de San Pedro en el Vaticano. / Mundiario
Creo que a la institución confiada al pescador Pedro le quedan aún numerosos días. Ningún movimiento secular, ningún hecho histórico, ninguna persona, ha influido tanto en la filosofía, el arte y la ética como el catolicismo.
Una Iglesia católica flanqueada

Mientras el mundo gira rápido y se pierde en el torbellino de la publicidad, los medios masivos de comunicación y las perenes disputas políticas y económicas, sucede en nuestros días un hecho de importancia mayor: la Santa Iglesia Católica se ve acosada, atacada y hasta sitiada. Pero, mejor habría que preguntarse: ¿cuándo la Iglesia Católica no se ha visto en apuros, o bajo amenazas de cisma, o en crisis severas de diversa índole?

La Iglesia ha estado entre ceja y ceja de sus enemigos desde siempre (sin exagerar nada, desde los tiempos de Pedro, cuando se le encarceló y el pueblo oró hasta que se lo liberara). Además, ¡son sus mismos ministros, jerarcas y feligreses quienes más daño le hacen y quienes más bienes de ella reciben! Y es que creo que la Iglesia es como un creyente: para obtener la dicha e ingresar después en el Reino de Dios debe pasar primero por sufrimientos y amenazas de muerte, fruto del pecado. Entonces, la situación en que se halla actualmente no debería llamar tanto la atención de los columnistas ni avivar tanto la alegría de los incrédulos o escépticos, quienes desde el siglo XIX porfiaron en profetizar que las comunidades feligresas y el mismo espíritu vivo de la Iglesia sucumbirían ante los adelantos tecnológicos, la ciencia moderna y el progreso de las máquinas. Esos pronósticos, al día de hoy, claramente no se han cumplido.

Algunos medios de prensa europeos (con la mirada puesta un poco más en los asuntos del Vaticano que los medios latinoamericanos, por cuestiones obvias) hablan de un supuesto peligro de cisma. Las razones son, según ellos, corrupción, abusos sexuales y la no aceptación de algunos grupos marginados, entre los cuales se halla el de los homosexuales. Lo curioso es notar que las pequeñas olas que azotan al catolicismo provienen de países de Europa, región que históricamente es un bastión católico (junto con Latinoamérica, el Caribe y el África subsahariana), y no así de las regiones orientales o de los Estados Unidos, lugares con preeminencia de otros cultos religiosos. La razón creo que es obvia: los pequeños focos de resistencia se rebelan más ahí donde el catolicismo es más fuerte.

Ahora bien, yo pienso que hay claramente elementos dogmáticos que deben ser repensados, reformados y transformados, conforme no a las apetencias de la carne o el posmodernismo, sino conforme al nuevas interpretaciones serias de los Textos Sagrados y al espíritu vivo, y por tanto mutable, de la misma comunidad creyente. Uno de estos elementos es el de la aceptación de los homosexuales, por ejemplo. Pero hay otros que no, pues tocan lo más profundo de la concepción espiritual de la vida, los designios divinos y la filosofía de la causalidad; uno de ellos es la eutanasia. La eutanasia es, más allá de las fundamentaciones y validaciones jurídicas que se le quiera dar, la deliberada interrupción humana de la vida de un ser humano. Y ella choca frontalmente con la aceptación de los planes divinos y con la posibilidad de que la oración ferviente y disciplinada pueda sanar, por la obra del Omnipotente, la vida de las personas enfermas que pasan por dolores físicos. No me atrevo a ingresar en temas de derecho, pero pienso que si la eutanasia y su fundamento jurídico fueran aceptados por la Iglesia, se estaría cayendo en una relativización de la doctrina más profunda de aquel campo del saber (cuya fuente principal siempre será la ética, ¡hija directa de la religión!), pues ella podría ser de alguna manera análoga al suicidio, el cual no puede ser tomado como un derecho dado que todo derecho supone una relación de por lo menos dos personas. Y el derecho no debería aceptar la eliminación de la vida. Así, desde el lado espiritual y también jurídico, esa posibilidad se desploma.

Pero la Iglesia también viene enfrentando la batalla por su solidez en otros flancos. La pedofilia y la pederastia han encendido incontables repudios contra ella. Los curas violan, se casan, beben. Sin embargo, debo decir, desde ya, que yo siento una profunda admiración por los seminaristas y futuros prelados, que entregan sus vidas en pro de una vida de guía espiritual para el servicio de la comunidad. Para ello se requiere valor. Pero no por ello justifico nada de los extravíos en los que algunos de ellos incurren en su vida sacerdotal. Evidentemente, esas acciones nacen de la represión de los instintos y, en algunos casos, de la soledad. Valga decir que esto no ocurre solamente en la Iglesia Católica, sino en todas las iglesias del mundo. Lo que sucede, como es entendible, es que las faltas de quienes prometieron vivir en celibato y ajenos a los placeres del mundo son más vistas que los extravíos de los demás.

Es por eso que pienso que la Iglesia también debería comenzar a repensar las limitaciones que representan el sacerdocio, la vida monástica, el claustro, etc. Muchos vehementes hijos de Cristo que están entre la espada y la pared en cuanto a entrar o no en el seminario, deciden finalmente por no hacerlo porque entienden que luego no podrán amar profundamente a una mujer o ver la sonrisa de un hijito. Pero quedan con el sueño frustrado de servir a Cristo, lo cual es lamentable. Lo mismo ocurre con muchas potenciales monjas. Estoy casi seguro de que si esas limitaciones fueran un poco suavizadas, la Iglesia se fortificaría cualitativa pero sobre todo cuantitativamente hablando, en desmedro de las denominaciones protestantes. Y es que muchos creyentes con vocación de liderazgo pastoral se terminan decidiendo por el protestantismo más por un deseo de tener una familia que por las características de alabanza, prédica y oración (más encendidas, vivas y menos ritualistas y dogmáticas, evidentemente) que tiene éste.

Pero ni aun así, ni veinte siglos de historia preñada de sangre y luto han podido socavarla. No son los grupos que se le oponen fieramente, sino sus mismos hijos, con su miseria y corrupción, quienes más daño le hacen. Pero como parece que lo que la sostiene tan bien parada es el amor (y el amor, el verdadero, duele), no se ve que la piedra de San Pedro vaya a agrietarse. Y ya que el amor, como escribe Pablo a los corintios, es paciente, espera, lo entrega todo y perdona, yo pienso que las posibilidades de transformación positiva son grandes. No se trata de hacer declaraciones papales, sino de promover algunos cambios doctrinarios profundos.

En conclusión, creo que a la institución confiada al pescador Pedro le quedan aún numerosos días. Ningún movimiento secular, ningún hecho histórico, ninguna persona, ha influido tanto en la filosofía, el arte y la ética como el catolicismo. Ello es prueba de que sus cimientos son sólidos (su piedra angular es el mismo Cristo) y de que muchos de sus postulados teóricos y teológicos deben tener algo de verdad, si no mucho de ella. Habría que hacer caso, aunque no se sea creyente, al mandato de no ver tanto la paja en el ojo ajeno, ya que, al fin de cuentas, es un buen consejo tanto para la vida de creyentes cuanto para la de ateos. De esa forma podremos ver que es la Iglesia Católica la mayor proveedora no gubernamental de servicios de educación y salud corporal y espiritual en todo el mundo. Finalmente, lo que más hoy necesita el mundo es misericordia. @mundiario 

 

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