Una historia distópica que acaba en París

Cuello de mujer.
Cuello de mujer.

Tras el éxito de ‘Una historia distópica que comienza en París’ algunas tradiciones vuelven a surgir en el continente que, hasta muy pocos años antes, alardeaba de ser una isla de libertad y pureza ética. Degusten el final de la historia.

Una historia distópica que acaba en París

Code penal français 1810. Livre 1:
 

ARTICLE 7:
Les peines afflictives et infamantes sont,
1° La mort;
2° Les travaux forcés à perpétuité;
3° La déportation;
4° Les travaux forcés à temps;
5° La réclusion.
La marque et la confiscation générale peuvent être prononcées concurremment avec une peine
afflictive, dans les cas déterminés par la loi.

ARTICLE 12:
Tout condamné à mort aura la tête tranchée.

A lo lejos se percibían las líneas paralelas de luces que delimitaban las pistas del aeropuerto Charles de Gaulle, es extraño cómo todos los territorios habitados, durante la noche, a varios kilómetros de altura, resultan siniestramente similares, en cualquier parte del planeta.

Las prisas por huir de aquella exótica parte del globo hicieron que embarcase en el avión con el mismo traje de noche con el que había abandonado París, ambos escotes (el delantero y el trasero) habían causado una increíble admiración en el azafato que había recogido mi billete a la entrada del avión. Después de servirme la cena, permaneció más de veinte minutos en el cuarto de baño del avión.  

Un aterrizaje normal en uno de los mayores aeropuertos de Europa occidental. Los concorde se encontraban alineados en la terminal, preparados para salir a lugares tan exóticos como aquel del que yo regresaba. Una vez adosado el avión a la terminal, fuimos saliendo ordenadamente del avión. En París hacía un calor terrible y solamente portaba sobre mi cuerpo el traje de noche.  Cinco agentes de la gendarmería, apostados a la derecha de la salida del avión, se acercaron, y el que se presentó como comisario Jean Valjean me preguntó si yo era la mujer a la que buscaban (una mera formalidad, pues sabían perfectamente quién era). Después de ponerme las esposas,  recorrimos la terminal hasta llegar al coche de policía. El escalofrío volvió a la nuca cuando uno de los policías agarró mi cuello para que me agachase y entrase en el coche.

Después de seis horas en la comisaría de Avenue du Maine, fuí trasladada a la prisión de la Santé. Por segunda vez en menos de 24 horas, volvieron las molestias a mi cuello cuando entré en mi celda, ya que encontré tres objetos: 

— La diadema con la flor de lís, custodiada en última instancia por Ben.

— Una biografía de Ethel y Julius Rosenberg.

— Un DVD de la película “Une Affaire de Femmes”, de Claude Chabrol.

Dos meses después...

El día en el que entré en esta prisión y observé aquellos tres objetos, supe cual sería la acusación, el veredicto y la pena. La nueva constitución permitía condenar a civiles por el delito de alta traición.  También había abolido el código penal de 1994 y las leyes que el gobierno de François Miterrand había introducido en el de 1810. El escrito a la presidenta de la república no había recibido respuesta, por lo que me esperaba el mismo destino que a Hamida Djandoubi en 1977 (poco antes de mi nacimiento), cuando el presidente de la época, Valéry Giscard d'Estaing, rechazó concederle el perdón.  

A las 4:30 de la mañana, cinco mujeres me despertaron, portando una de ellas las últimas prendas que me conducirían al cadalso (aunque no lo era como tal, pues la guillotina descansaba en una amplia sala a ras de suelo). En su presencia y ante el espejo de la celda, pude observar por última vez mi cuerpo desnudo, que ya reslutaba ajeno a mí. Solo sentía mi cuello desde que supe que no me sería concedida la piedad de la presidenta, y pasaba los días acariciándolo como un objeto preciado del cual se conoce su futura pérdida.

Después de ponerme la camisa blanca y la falda gris, una de las funcionarias me puso las esposas,  con las manos hacia la espalda. De ahí fuí conducida a lo que en el corredor de la muerte se llamaba la toilette, en donde cortaron mi pelo, dejando mi cuello al aire. Posteriormente, hicieron lo mismo con el cuello de mi camisa, quedando desnuda hasta la parte superior de mis dorados senos (fruto de mi origen provenzal).  

Tradicionalmente, a los condenados a muerte en Francia se les ofrecía un vaso de vino y un cigarrillo. Ambos aproveché moviendo solo mi boca, pues los sujetaban las funcionarias al tener ya las manos esposadas por la espalda.  Ofrecieron taparme los ojos, pero en un alarde de valentía, casi de imitación de aquellos que murieron de la misma manera hacía más de doscientos años, abanderados por la flor de lís, lo rechacé.  

Aquella dama me esperaba, con la cuchilla suspendida a más de dos metros de altura. A su lado, un hombre anodino y neutro, vestido con una bata. Este último junto con las funcionarias, me ataron a la tabla que, al ser tumbada junto con mi cuerpo, hizo que mi cuello quedase a la altura de la cuchilla. Yo ya solo podía contemplar el cubo metálico en el que reposaría, en apenas unos segundos, la base de mi esencia y mi ser, además de los ojos azules heredados del mediterráneo.  Cerraron la tabla que atraparía mi cuello. Un chasquido, un sonido metálico y un fuerte golpe en mi nuca. Oscuridad. Noir.

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