La hija extranjera, de Najat El Hachmi, revela el ignorado mundo de la inmigración árabe

La escritora Najat El Hachmi.
La escritora Najat El Hachmi.

“No seré más para vosotros. Desde ahora seré para mí. Para mí o para quien quiera. Pero no para ninguno de los que me queréis sesgada, escindida”.

La hija extranjera, de Najat El Hachmi, revela el ignorado mundo de la inmigración árabe

“No seré más para vosotros. Desde ahora seré para mí. Para mí o para quien quiera. Pero no para ninguno de los que me queréis sesgada, escindida”.

La mayor parte del público elige los libros por el interés social o histórico de su contenido más que por el valor estrictamente literario o por la profundidad intimista. La hija extranjera acabó entre mis manos porque, por casualidad, escuché una entrevista con la autora en la radio. Después la vi en un debate del excelente programa de La 2: Millenium. Me pareció interesante acercarme a ese mundo cerrado de los árabes que habitan nuestras ciudades, un mundo que tampoco tenemos mucha intención de conocer directamente y al que intuimos tenemos vedado el acceso. Al fin, nos conformamos con vivir en compartimentos estancos y entramos en comunicación solo en situaciones ineludibles. Elegí este libro por el tema, pero luego me alegré de que también fuera una buena novela, de que esta autora marroquí, Najat El Hachmi, pudiera ser leída por méritos propios más que por sus circunstancias personales.

En La hija extranjera, la autora no hace precisamente una reivindicación de la cultura de sus compatriotas. La crítica al mundo opresivo de su país de origen, una sociedad fuertemente machista, basada en unas tradiciones irrespirables, es absolutamente implacable. La protagonista no recibe una violencia declarada, pero sí que sufre una agresión discreta, casi silente, pero imborrable. Ahí está la violación instituida del marido de la protagonista, cada noche, encontrando un triste desahogo en un cuerpo inerme. Así vemos la presión que ejerce la madre, en aras de un supuesto bien común, de un estatus de relaciones desiguales, basado en un sometimiento de las mujeres que ellas mismas consienten o incluso, derrotadas de antemano, promueven.

El epígrafe del libro es contundente: “No seré más para vosotros. Desde ahora seré para mí. Para mí o para quien quiera. Pero no para ninguno de los que me queréis sesgada, escindida”. Y es que esta novela es la historia de una liberación, muy lenta, costosísima, sangrante. El camino que sigue la joven protagonista nos recuerda al de muchos adolescentes que se rebelan contra la dirección que les imponen los padres. Pero estamos en siglo XXI y, entre los miembros de nuestra cultura, las imposiciones culturales son pocas. La lasitud de las costumbres se ha instaurado y los choques paterno-filiales se reducen a otras controversias más particulares. Pero, entre la joven protagonista de esta historia y su madre, y su entorno familiar, vecinal, hay una brecha muchísimo mayor, como de siglos muy distantes que conviven dolorosamente.

La hija es una joven marroquí que llegó siendo una niña a Cataluña, y que ha asimilado en buena medida la cultura del país de acogida. Es una buena estudiante, una interesada conocedora de los filósofos europeos. Es alguien que quiere integrarse plenamente, pero no puede conseguirlo del todo. El color de su piel, su pelo, su nombre, la delatan, la proscriben para una adaptación plena. Le molesta que algunos españoles bienintencionados valoren sus buenas notas como si fuese un hecho extraordinario, impropio de una persona que pertenece a un pueblo limitado. La solución es difícil. O la indiferencia, el desprecio; o la adulación puntual, igual de hiriente, por conllevar una motivación extraordinaria.

A la protagonista – no sabemos su nombre, la narración es un largo monólogo en el que apenas se inserta la reproducción de diálogos - la obligan a llevar el velo. Ella, en principio, se resiste, pero es una de tantas cosas en las que cede. (Hace unos días vi por casualidad, en TV3, una entrevista a una joven magrebí que vivía en la provincia de Girona. Hablaba perfectamente el catalán, formaba parte de una asociación de vecinos. Llevaba velo, decía que le gustaba, que usarlo era un derecho que ejercía). Las imposiciones formales existen en todas partes, pero algunas son más severas, más denigrantes. Hay que saber qué hay detrás de cada signo: las gravedades no reconocidas o la inocencia que no nos creíamos por estar confusamente alertados.

La protagonista tiene un conato de romance con A., un chico español. No prospera, probablemente, porque ella no presenta los requisitos étnicos adecuados. Debilitada por la falta de amistades afines, tanto de una cultura como de la contraria, por compasión hacia su depresiva madre, va cediendo a las sutiles imposiciones. La mayor es de la casarse con su primo, un hombre del que no está enamorada. Según la madre, según su cultura, el amor ya nacerá y crecerá con el tiempo. Lo urgente es habilitar una relación práctica: el casamiento favorecerá la venida de su primo a España. Toda su vida se irá haciendo en contra de la naturaleza cultural que había adquirido. Dejará de leer, se relacionará con las amigas de su madre, asentirá a esa boda humillante, cohabitará con un marido vago que le da asco y al que está obligada sexualmente.

A lo largo de la novela, la seguimos en ese calvario, y sufrimos por ella. No comprendemos muy bien cómo no se escapa, cómo, en una especie de suicidio, se funde con ese mundo impuesto, hasta acercarse a la locura. Pero tal vez nuestro error sea esa tentación de achacarle, en esos momentos, una falta de verosimilitud a la novela, porque lo que nos confunde es la distancia que nos sigue separando de un mundo tan distinto.

De una novela así sacaríamos la conclusión de que la cultura marroquí debe ser prontamente erradicada, como han sido superados muchos rasgos de la cultura de nuestros abuelos, de los pueblos de la España profunda, de los recalcitrantes nostálgicos de actitudes represivas. No sé cómo se sentirán los compatriotas de Najat El Hachmi, si es que llegaran a leer esta novela. Lo cierto es que la crítica a las discriminaciones que ejercen los españoles también está presente, aunque de una manera tangencial.

“Si no es por él, hazlo por tus tíos que ya son mayores, y estos disgustos…” le dice su madre, en aras de proteger la estabilidad de ese falso matrimonio. La hija intuye que no es eso lo que debe hacerse, aunque, muchas veces, debilitada, dice de sí misma: “Estoy aprendiendo a conformarme con la vida que me ha tocado”.  Mucho antes, había hecho un intento de huida pero lo abandonó a medio camino. Si lo hubiera cumplido, se habría ahorrado muchas torturas, el dramático consentimiento, la estupidez de consentir la sinrazón de quien se ama, colaborando en la perpetuación de errores que sufrirán otras y que ella está sufriendo ya, en su propia carne, en su estrujada alma.

La protagonista se mueve entre dos mundos que apenas se comunican. Se da cuenta al intentar traducir las palabras del idioma de su procedencia. A muchas de ellas no les encuentra traducción. Algunas no existen. La palabra violar, por ejemplo. Allí dirían: jugaron con ella y la estropearon. Porque el drama no era la violación en sí, sino la pérdida de la virginidad, cuya preservación es imprescindible para el matrimonio, algo que se comprueba en la noche de bodas y que, de confirmarse, da lugar a una celebración con fuegos artificiales.

La presencia de la madre es como una sombra permanente. El afecto que siente por su hija no es amor, porque no es verdadero amor exigir sacrificios que no sirven para nada más que para contentar exigencias que merman el potencial de la vida. La hija la quiere, pero finalmente decide que quererla no es consentirle que dulcemente le imponga un sometimiento a reglas absurdas: “Quería poder ser de ella sin tener que renunciar a nada, poder ser de mi madre sin tener que convertirme en algo diferente de lo que soy”.  Su deseo es escribir su historia para liberarse: “Y así podré ser yo sin ser para ella, pero también poder ser yo sin ser contra ella”. Cuando el amor y la cultura oprimen hay que deshacerse, sin contemplaciones, de las ataduras. Es más fácil si se vive en un ámbito más liberal, aunque luego haya que lidiar con los desprecios, con la xenofobia. Pero eso es otra historia que aquí solo tocaba tratar de soslayo.

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