Habitación 300: Cómo irse lejos en un momento y soplar un plato caliente

Paisaje senegalés.
Paisaje senegalés.

Nunca tendremos tiempo para perdonar a quien herimos por orgullo ni los crímenes de guerra, y trabajamos tanto que necesitamos que nos gobiernen para que no nos robe un senegalés.

Habitación 300: Cómo irse lejos en un momento y soplar un plato caliente

Alegra salir a la calle y tener a quién dar los buenos días, que los parques estén verdes, percibir su frescor invernal al doblar las esquinas y que los transeúntes animen las calles con pasos seguros, un sitio adónde ir, el frío en las orejas y la mirada dispuesta a la ciudad que trabaja y brilla a los pies de sus construcciones, sobre todo cuando esta mañana ha llovido por primera vez después de una Navidad de cielo azul como no recordaba en mi región, en mi ciudad.

Así que esta mañana me he dado un paseo por la ciudad, en la que todos los caminos llevan a la plaza de Galicia. Tenía una mínima ansiedad a respecto de mi vida sentimental, me lo recuerdan miradas que me siguen, me motiva la quietud de un país tranquilo.

Pero, de vez en cuando, en todo lugar, pasa algo que arrasa con la paciencia de sus gentes y las azota como un aguacero.

Yo quería ir a Zara, yo no quería que los ángeles llorasen la tristeza que me suscitó un joven, quizá de mi edad, que mendigaba ante las puertas de un banco. Él, de aspecto occidental, no sé, inmigrante del desierto, permanecía fundido en sus rodillas al suelo. Estaba arrodillado, pidiendo una limosna, pero sus ojitos estaban muy asustados: él miraba a su alrededor sin decir nada, nadie oyó su idioma, aunque no era la súplica milenaria de su genuflexión la que indicaba el dinero que le hace falta, sino el susto que le estábamos dando los pobladores de mi ciudad.

Al principio pasé de largo, vi ropa bonita, pero al salir él seguía allí, ansioso, con su corazón en las manos, así que le di toda la calderilla que pude sostener casi apartando a la viejecilla que seguramente luego iría a comprarse un boleto del Euro Millón.

Después me tomé mi segundo café de la mañana. Había dos señores hablando de su pasado. Nombraban bestias increíbles, uno la había visto en Senegal, ¡África! Quise interesarme, me aclaró que no había entendido: se refería al buey de su aldea gallega, en esta comarca, del establo de sus padres.

La muerte nos lleva, el trabajo nos esclaviza. Nunca tendremos tiempo para perdonar a quien herimos por orgullo ni los crímenes de guerra, y trabajamos tanto que necesitamos que nos gobiernen para que no nos robe un senegalés. Aunque un hombre luzca una alianza en su mano, siente el deber de pensar en las otras a las que desprecia al aire libre, y aunque una mujer esté felizmente casada, nunca dirá que cree en los ángeles.

Estas historias cotidianas nos las llevamos a la tumba. Algunos mueren por la patria, otros como esclavos, pero ninguno ha caído del cielo como para obrar milagros

Estas historias cotidianas nos las llevamos a la tumba. Algunos mueren por la patria, otros como esclavos, pero ninguno ha caído del cielo como para obrar milagros, de modo que sabemos pensar fuera de aquí, liberar la mente en un rincón, pero dejar que los países sean petróleo o unas vacaciones.

He vuelto por la tarde a comprar en el Zara. Él ya no estaba. Miré hacia el reloj del obelisco mientras atravesaba la plaza, segura de que en Vilagarcía de Arousa nadie sangraría por los ojos sin que a alguien le pareciese que puede ser que cuando la pena ruge puede que tengas sangre.

Ese chico está ahora en casa, está en Galicia, un país humilde y maltratado. Espero no verle nunca más, que se quede, que cuando vuelva a verle no le reconozca. Sin su vasito, yo sin mi pena, y el mundo en el extranjero. Ojalá que mi café siga siendo bonito, que la vida siga, que leer sea gratis y el sol me pinte una sonrisa mañana, quiero encontrar algún titular risible en la sección diplomática del periódico…


 

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