Sobre la guerra contra el coronavirus y otros lobos

Personal sanitario pidiendo la ayuda que puede ofrecer la población
Personal sanitario pidiendo la ayuda que puede ofrecer la población.

No habíamos pensado en la posibilidad de este desbordamiento de los centros hospitalarios,  las cifras dramáticas, y, aún menos, habíamos imaginado este insólito confinamiento.

Sobre la guerra contra el coronavirus y otros lobos

Cuando Einstein llegó a Princeton, dijo: “En esta pequeña ciudad universitaria apenas penetran las voces caóticas del afán humano. Casi me avergüenzo de vivir en semejante lugar mientras los demás luchan y sufren”. Cuando me adentro en los relatos de las guerras mundiales siempre me llaman la atención esos personajes, masculinos y suficientemente jóvenes, que permanecen al margen del combate, desarrollando una vida casi normal, dentro de lo  que se podía en aquellas circunstancias. Siempre pienso que se sentirían señalados, avergonzados por no arrimar a los demás jóvenes la empuñadura de su arma; por no tener, en algunos casos, más que una débil excusa para no hacerlo. No es este el caso de quienes estamos confinados, pues, del modo tal vez más útil, estamos colaborando, pero sí siento algo parecido a esos seres exentos de vivir la máxima crudeza, probablemente porque hay algo ingénito en el hombre que lo aboca a la acción cuando siente que la lucha se hace precisa.

Ahora, de pronto, imprevistamente, nos vemos inmersos en otra guerra mundial, en la que todos combatimos contra el invisible ejército de los coronavirus. Y aquí no caben pacifismos, aunque algunos hayan objetado alguna teoría imprudente, como la de que la solución sería quedar todos infectados. Aquí, una minoría de héroes y heroínas, capacitados por su profesión, han sido llamados a combatir al enemigo en primera línea, expuestos a él, muchas veces sin disponer de suficiente material para pertrecharse; extenuados, abatidos, extrayendo enormes fuerzas de flaqueza para, después de llorar, aún sonreír a los demás, para infundirnos ánimo y confianza. Ojalá ese portentoso cometido les deje un duradero rastro de satisfacción.

Por otra parte, estamos los demás, a quienes se nos asigna otra función, la de quedarnos en casa. Nuestro más valeroso acto es detenernos frente a la puerta. Pero, ¿cómo es de meritorio? No será lo mismo para cualquiera. Hay quienes, como yo, a pesar del dolor de no poder abrazar y besar a algunos seres muy queridos, al fastidio de no poder pasear o mantener una relación social, podemos teletrabajar, mantener un salario, ahorrarnos engorrosos viajes, y luego dedicarnos a tantas pasiones y goces como hallamos posibles dentro de las paredes de nuestra casa. Pero hay casos muy distintos. Los más graves, aquellos que afectan a las mujeres maltratadas, los de quienes padecen enfermedades mentales o los que requieren cuidados esenciales. Pero también los de aquellas casas en las que habitan personas incapaces de resistir serenamente un encierro.

Esta es una guerra, sí. Una guerra que no supimos ver en toda su virulencia. En los gobiernos, es habitual no tomar medidas drásticas si no son apremiantes y, sin embargo, sí resultan impopulares, porque la gravedad no es palpable aún en el ambiente. Un buen argumento que se apresuran a esgrimir es que no es bueno crear pánico en la población. Muchas cosas se vieron venir y no se hizo nada: la burbuja inmobiliaria, las consecuencias de los recortes en sanidad, esta pandemia que ya se veía como seria posibilidad hace mucho tiempo; y, hasta que no padezcamos hambre, sed y asfixia, no nos pondremos a trabajar seriamente contra el cambio climático. Es muy duro suspender la fiesta, tanto para los que la gobiernan como para los que la estamos disfrutando. Seguramente, unas fuertes medidas a tiempo nos hubieran indignado y rebelado. Pero, en este caso, teníamos la ventaja de tener otros países como precedentes, que nos indicaban el camino a seguir (aunque es cierto que, aún, recientemente, se han venido constatando algunas ocultas argucias de este virus). Las medidas tomadas con impopular prontitud se podrían haber reconocido después, por comparación con otros territorios, como el éxito de un visionario.

Aunque es verdad que nosotros estamos acostumbrados a que las grandes desgracias no nos toquen, a verlas lejanas, a ser indiferentes ante ellas, como ante esas guerras que aparecen brevemente en los telediarios o esos millones de refugiados que malviven a la intemperie sin “contaminarnos”. Y es cierto que la mayoría habíamos infravalorado la capacidad arrasadora de esta epidemia. Yo mismo, hace menos de un mes, mantenía una conversación con un amigo en la que ambos poco menos que nos reíamos del alarmismo que estaba empezando a prosperar. Sabíamos, sí, que podíamos enfrentarnos a una epidemia más contagiosa y letal que la de la gripe común, pero pensábamos que ello iba a ser así dentro de unos límites controlables. No habíamos pensado en la posibilidad de este desbordamiento de los centros hospitalarios, las cifras dramáticas, y, aún menos, habíamos imaginado este insólito confinamiento que va a propiciar, finalmente, una posguerra cuyas consecuencias son terroríficamente imaginables; un tiempo que, dada nuestra reciente experiencia con la última gran crisis económica, sabemos que va a volver a golpear a los más débiles y a favorecer esa pretensión de esclavizarnos que siempre alienta la clase más poderosa. Será, para ellos, otra hermosa ocasión.

Cuando nos dirigimos a un lugar desconocido, vagamente indeterminado, siempre se nos hace largo el camino. Más largo que lo que realmente es, y eso lo sabemos a la vuelta. En este trayecto, emprendido por los desorientados senderos del confinamiento, algunos hemos perdido, también, la habitual percepción del tiempo, y nos parecen los días de nuestra última normalidad más lejanos de lo que nos indica el calendario, pese a que hayamos podido aprovechar numerosos momentos. (Otros, los científicos que buscan contra reloj una posible neutralización de este virus, tendrán una sensación muy distinta). Pero también se ha modificado la percepción del espacio. Ahora, ese corto trayecto, que ubicaba a nuestros seres queridos en la cercanía, ha desaparecido y los sentimos desterrados en un lugar remoto.

Ayudan las tecnologías, para que haya menos paro, para vernos las caras; aunque también nos invaden algunas excesivas frivolidades, cuando no malévolos bulos que nos harían descreer definitivamente del hombre si no fuera por otras muestras de solidaridad que estos días nos están emocionando. Pero nos falta el calor humano y nos sobra ese doloroso avance de la pandemia, y esa enorme incertidumbre sobre su más allá, sobre sus devastadoras y duraderas consecuencias. Y necesitaríamos saber que los cuerpos y las mentes de esos esforzados conciudadanos nuestros resistirán heroicamente, aunque no podamos ayudarles más que quedándonos en casa. Confiemos en que los investigadores que corren en pos de la solución tengan un éxito temprano. Mientras tanto, nosotros, disciplina, paz y creatividad. Y a esperar, preparados, a todos los otros lobos que discretamente nos anuncian, porque, si los seguimos obviando, acabarán por llegar. @mundiario

  

Comentarios