La guerra de Afganistán, en ‘Los muchachos de zinc’, de la Premio Nobel Svetlana Alexievich

Portada de ‘Los muchachos de zinc’ de Svetlana Alexievich.
Portada de ‘Los muchachos de zinc’ de Svetlana Alexievich.

Donde divergen más esos jóvenes es en el modo de relacionarse con la violencia. Ya, en su origen, en el reclutamiento, muchos van obligados, pero otros ansían la aventura.

La guerra de Afganistán, en ‘Los muchachos de zinc’, de la Premio Nobel Svetlana Alexievich

Los muchachos de Zinc es una exhaustiva recopilación de testimonios sobre la guerra de Afganistán, en la que intervino la Unión Soviética, entre los años 1979 y 1989. Las voces que selecciona y conforma literariamente la última Premio Nobel, la bielorrusa Svetlana Alexievich, son las de los soldados que han sobrevivido, las enfermeras, las empleadas, pero también las de las viudas o de las madres. (Curiosamente no hablan los padres. Tal vez callan su dolor. Sabemos que uno de ellos se ahorca en la cocina).

 

Entre los testimonios hay coincidencias pero también contradicciones. Todos hablan de lo difícil del retorno, de reemprender la vida en un lugar pacífico para el que uno ha dejado de estar preparado: “Allí, hermano, aquello era vida de verdad, y aquí es pura mierda. Allí luchábamos y sobrevivíamos, aquí nunca estás seguro de qué coño pasa”. Casi todos padecen problemas psicológicos. Todos se sienten poco reconocidos, incluso despreciados.: “Intenté compartir con mis amigos lo que me había pasado, pero a nadie le interesaba. A veces odio a la gente con la que me cruzo por la calle. Menos mal que en la aduana nos quitaron las armas”. La falta de empatía de muchos ciudadanos exentos de ese drama es agresora: “Vienen de allí con un montón de cosas y encima aquí no paran de pedir privilegios”.

Donde divergen más esos jóvenes es en el modo de relacionarse con la violencia. Ya, en su origen, en el reclutamiento, muchos van obligados, pero otros ansían la aventura: “Tenían prohibido ir de uno en uno, porque cuando los chicos se enteraron de que los enviaban a Afganistán, uno se ahorcó en el lavabo, otros dos se abrieron las venas”. Pero también: “Por entonces yo estaba estudiando en la Universidad, allí uno no puede comprobar lo que vale, no puede conocerse a sí mismo. Quería ser un héroe, tener la ocasión para serlo”.

Después, hay muchos a los que les cuesta matar: “Los había que incluso vomitaban al recordar cómo habían matado”; otros, disfrutan al hacerlo: “Disparas y te entran más ganas. Toma esta, muérete”. En su regreso, algunos hacen por volver a los campos de batalla, sienten el síndrome de abstinencia de la tensión máxima, de la sangre: “He solicitado me destinen a algún punto caliente. Las oficinas está a rebosar de otros que son como yo, los desubicados por la guerra”. “La proximidad de la muerte lo agudizaba todo. Viví una vida de hombres. Siento nostalgia…Es el síndrome afgano…”

Los combatientes no eluden describir las situaciones más atroces, los sufrimientos que no soportaríamos imaginar. Aunque, en algunos, aquel drama no fuese suficiente para inmutarlos. Así a sus enemigos, los dushmán, que “no temían la muerte, por ejemplo. Sabían que al día siguiente los iban a ejecutar y se reían como si nada, charlaban entre ellos. La muerte es un gran tránsito, deben esperarla como a una novia. Es lo que dice su Corán”.

Abundan en estas transcripciones los puntos suspensivos, lo que denota que la autora ha recogido y ordenado las palabras de los testigos para proporcionarles su voz esencial, sin traicionar el resultado de sus palabras más significativas, sin perder su tono dramático, su existencia viva, no desactivada por su literaria transcripción.

Apenas oímos la voz de la autora, que se limita a introducir cada uno de los extensos capítulos, y aún así, sin significarse excesivamente. Ella prefiere apartarse, dejar que el lector conecte directamente con los personajes. Lo único que hace es proporcionar una selección, su trabajo de campo. Lo que recoge son los testimonios de ese sinsentido que es cualquier guerra, de la degradación moral tan brutal que produce: “Una guerra nunca hace mejor a un hombre. Solo lo hace peor. De eso no cabe duda”. “Solo hay un gramo de humano en el ser humano. Una gota. Es lo que comprendí en la guerra”.

“Debajo de la fina capa de la cultura enseguida aparece la bestia”, dice la autora. La impiedad no es solo con el enemigo, sino también con los compañeros: “Un soldado novato no es más que un objeto. Se le paga, se le veja”.

La vuelta a casa es difícil. Con el regreso, no terminan los efectos de la guerra: “Allí nunca soñé con la guerra. Aquí cada noche entro en combate”. Antes, en los permisos, el combatiente ha podido comprender la relatividad de las formas de existencia: “Qué felices sois. No imagináis qué felices sois. Cada uno de vuestros días es una fiesta”. Luego, alguno regresaría: “Si no fuera por las dos piernas cortadas por encima de la rodilla. Si al menos hubiera sido por debajo…volvería a ir”. Otros, más autocríticos, que aspiraban a una vida más noble, se lamentan de haber pasado por ese trance arrasador: “Si no hubiera ido a esa guerra no me habría decepcionado a mí mismo y no habría descubierto cosas de mí que era mejor no saber”. En la guerra no se aprende nada bueno: “Veíamos a nuestros chicos, torcidos, quemados. Los observábamos y aprendíamos a odiar. Pero no aprendíamos a pensar”. La vida en Afganistán estaba encerrada en su presente, especialmente para aquellos que ya sabían que nunca volverían a estar enteros: “En las salas de los que han perdido las piernas se habla de todo, menos del futuro. Ni tampoco del amor. Morir siendo feliz debe ser horrible”.

Las madres retroceden al momento del nacimiento de sus hijos, o aún más atrás, al de su espera, como si se sintiesen culpables o como si quisieran rehacer el destino, modificar esas vidas proyectadas para una temprana y trágica muerte. Sufren infinitamente, mucho más allá de cuando llegan sus hijos, ocultos en sus ataúdes de zinc, sellados para no que no se descubra su seguro desmembramiento. “En su última carta decía. Si sobrevivo al verano, regresaré. Llegó su ataúd.  Yo le sigo esperando. No estoy loca.” Algunos intentaban volver antes de esa muerte casi segura: Se sucedía una ola de automutilaciones; se disparaban a las rodillas, se lesionaban los dedos. En aquel momento me parecían unos cobardes. Solo después comprendí que tal vez aquella era su forma de protestar, de manifestar su rechazo al asesinato”.

Fue una guerra absurda: “En nuestro país ya se hablaba de error político, mientras que nosotros todavía teníamos que estar allí combatiendo y muriendo”. “Los periódicos se mantenían en silencio o simplemente mentían. La televisión, lo mismo. (Varios de los testimonios coinciden  en desear disparar contra el televisor). “Escribid en las tumbas, tallad en las lápidas que todo fue en vano, dice un Mayor”.

Los excombatientes se sentían extraños en su patria: “Dicen que a nosotros, a los afganos, se nos reconoce sin necesidad de ver nuestras condecoraciones, se nos reconoce por la mirada”. “No logro regresar al mundo normal. En esta vida me siento apretujado. La adrenalina me revoluciona la sangre. Me falta la intensidad, el desdén hacia la vida”.

Fue una guerra absurda, como cualquiera. Una injerencia en otro país de la que resultarían peores consecuencias. El último escenario de la guerra fría entre Estados Unidos y la U.R.S.S., Los soldados soviéticos, mucho más pobres, usaban material de la Segunda Guerra Mundial, comían latas de conservas caducadas en 1956. Defendían una forma de sociedad ya diluyéndose en la perestroika, una entidad nacional que acabaría troceándose en sus múltiples repúblicas. Svetlana Alexievich lo cuenta muy bien, a través de otras voces, aquellas que no escucharon las autoridades, pues les resultaban insignificantes. 

Comentarios