Glosa al Pregón de los Armaos de la Centuria más antigua de España

Los Armaos de Orihuela./ Vegabajadigital
Los Armaos de Orihuela./ Vegabajadigital

Con motivo de la llegada de la Semana Santa, nuestro colaborador de Mundiario glosó el pregón de la Sociedad de Armaos de Orihuela, la Centuria más antigua de todo nuestro país.

Glosa al Pregón de los Armaos de la Centuria más antigua de España

Con motivo de la llegada de la Semana Santa a Orihuela, en Alicante, el pasado sábado 30 de marzo tuvo lugar el “Acto Anual de la Centuria Romana.” En este acto, se llevó a cabo la entrega de las insignias de oro a los cargos honoríficos de Emperador, Abanderado y Capitán, así como, los nombramientos de Armaos de Honor 2019 a la Cofradía de los Azotes y a la Hermandad del Cristo de Zalamea. 

A continuación, se refiere la glosa del pregón de nuestro colaborador, Manuel García Pérez, que formó parte del acto.

A la ciudad de Orihuela

 

Buenas noches, amigas y amigos, que están acompañándonos en este día tan importante para los Armaos y para mi familia.

Si esta noche es importante también es porque nuestro Presidente D. Ramón Sáez está junto a nosotros de nuevo.

Sabes que el año pasado te echamos mucho de menos, reconociendo el empeño, voluntad e interés que dedicas desde siempre a celebrar la memoria y la dicha de esta Sociedad de Armaos. Sabes, además, que, sin tu esfuerzo, sería impensable llevar a cabo un acto como el de esta noche.

Hago también mías las palabras del SALUDA de nuestro mantenedor a autoridades y cargos al comienzo de su presentación.

A muchos de ustedes los conozco desde niño. Otros se han ido incorporando a mi vida conforme ésta ha ido  transcurriendo. Todos ustedes han colaborado de una u otra forma para que yo pueda  glosar este pregón que comienza así:

 “¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención! ¡Vengo a enterrar a César, no a ensalzarlo! El mal que hacen los hombres perdura sobre su memoria. A veces el bien que hicieron queda sepultado con sus huesos. ¡Sea así con César! El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Y gravemente lo ha pagado. Con la venia de Bruto y los demás, pues Bruto es un hombre honrado, vengo a hablar en el funeral de César. Era mi amigo, para mí leal y sincero; pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un hombre honrado. Siempre que los pobres dejaban oír su voz lastimera, César lloraba. ¡ No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado”.

 Siempre me conmovió este discurso de Marco Antonio a través de la soberbia interpretación de Marlon Brando en la película Julio César, dirigida por Joseph L. Mankiewicz.

Si algo caracterizó a Roma, fueron sus buenos oradores. No sé si habéis tomado una buena decisión esta noche, eligiéndome como glosador. Dudo mucho que pueda acercarme siquiera un poco al talento de estos maestros de la palabra.

Sin embargo, debo decir que hubo un hombre en la época de César que supo callar a estos oradores, un hombre que escribió solo una vez, palabras en la arena, cuando una muchedumbre, febril y violenta, trataba de apedrear a una mujer por adúltera.

Ese hombre les exigió que quien estuviese libre de pecado que tirase la primera piedra. Ese hombre, el hijo de Dios, era Jesús, pero, en realidad, no tenía nombre. Fueron los romanos quienes escribieron tiempo más tarde unas iniciales sobre la tablilla de una cruz: Jesús, rey de los judíos. Pero, en realidad, ese hombre no tenía nombre.

Lo explico:

Para los judíos, otorgar un nombre a una persona es poseerla, adueñarse de su espíritu, ser su amo. Dios no puede tener nombre. Yavhé no se puede pronunciar. De hecho, en el Éxodo, cuando Moisés interroga a Dios sobre cuál es su verdadero nombre, este le responde que es ‘Yo soy el que soy’.

De modo que este vendría a ser también el nombre que Dios se da a sí mismo, su nombre sagrado. Yavhé. Por respeto, para evitar nombrar a Dios, la gente decía Adonay (que significa ‘el Señor’) cuando leía los textos sagrados o quería referirse a él entre los suyos.

Solamente los romanos, en un arrebato de burla, le otorgaron un nombre al Hijo de Dios. Rey de los judíos. Y ahí empezó el declive de Roma y la expansión de un cristianismo que, pese a las persecuciones, resistiría como aún lo hace hoy.

Soy un hombre que ha crecido con las palabras, a quien le gusta nombrar cosas, otorgarle un espíritu al escribirlas. Que Roma no entendiese el poder de la palabra que Adonai (El Señor) significaba, era lo esperable: habían conquistado el mundo conocido, mucho más allá incluso de lo que los mapas habían descrito.

Ya he dicho que soy un hombre al que le gusta crear con las palabras. Y, de hecho, hay una palabra que siempre me intriga y esa palabra es “paradoja”: en griego, significaba aquello que es contrario a la opinión y al pensamiento.

Y los Armaos de Orihuela expresan claramente el significado de esa palabra. Aquellos romanos que le pusieron nombre al Hijo de Dios, aquellos que lo crucificaron al lado de Dimas, el buen ladrón, aquellos que fueron testigo del oscurecimiento del cielo y de la resurrección de un cuerpo que creían sepultado, ahora lo acompañan como testigos, tutela y guarnición.

El cuerpo que se inclina en el madero, doliente, con el rostro ajado, roto, el de Cristo, es ahora regido por la compasión y el auxilio de los Armaos. Y la paradoja reside ahí: el dolor del crucificado es el dolor de los Armaos. Y las calles de Orihuela se invisten de esa tradición, donde historia y creencias se funden en un mismo sentido.

Roma cede a la verdad del Cristo.

Los Armaos honran a Adonay, al Señor, que se yergue bajo la emoción visible de quienes, a su paso, miran el madero con la convicción de que fue cierto, que un hombre fue dios y es dios para que no haya temor a morir. Ni temor a amar.

Los nombres. Sí, los nombres.

Mi vida son los nombres. La vida de los Armaos es la tradición y tradición, en latín, significa todo aquello que pasa a través de las generaciones. Mis hijos, Iván y Manuel, armaos desde el mismo momento que nacieron, gracias a su abuelo Ángel, forman parte de esa tradición que inaugura cada año la verdad del Cristo, su sacrificio, su entrega, la fe hacia quien no tiene nombre y no debe tenerlo.

Pero la tradición, aquello que se comparte de padres a hijos, de abuelos a nietos, de maestros a aprendices, sin embargo, no pertenece solo a los vivos.

La tradición de los Armaos, como las tradiciones que otorgan la devoción a nuestra Semana Santa, pertenece también a los que se fueron, a los que dejaron de estar con nosotros. Ahí radica la fuerza del Cristo y del cristianismo; la tradición asegura el recuerdo de los que murieron, pero que siguen estando ahí, con nosotros. Quien los salvó es honrado por los romanos, por los Armaos.

La paradoja. El asombro. Las palabras.

Quienes acompañan a los Armaos, quienes todavía desfilan entre vosotros, son aquellos que nos dejaron, pero que os concedieron el don de ser, por un instante, eternos. La tradición hace eternos a quienes se fueron y a los que están. La tradición recuerda que hay una certeza, que pase lo que pase, hay misterios y ritos que no se perderán nunca, y, en esos misterios y ritos, están los ausentes, además, de los vivos.

La tradición, Armaos, os hace eternos, recordadlo; formáis parte de una herencia que arranca desde aquel Jesús de Nazaret que no ha de tener nombre, de aquel lancero que cruzó el costado del Rey de los judíos, de aquel centurión de Cafarnaún que rogó: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

La tradición, recordad, no solo pertenece a los vivos. Cuando os calzáis las botas y suenan las hebillas, cuando vuestras corazas y mantos os invisten de luz, cuando fanfarrias y cornetas resuenan por callejones, repitiendo su son por claustros y sillares de capillas y santuarios, no estáis solos.

Os empujan aquellos que os dejaron el testimonio de la escolta y de la obediencia a ese hombre, a ese dios,  que perdonó a la adúltera y sanó con su palabra a los leprosos.

Yo os digo, amigos, compatriotas, que ninguno de vosotros puede librarse de los ausentes, de la mueca y del ángel de Antonio García Martínez “Pitoto”, lanza en ristre, sin peligro, y rebosante de un encanto afectuoso y risueño, ni del aura de esplendor y lustre de Luis Boné, ni de la sobriedad y hechura de un Ramón Montero Mesples, o de la humilde compostura de Carlos Sevilla Pascual, cornetín de órdenes.

Ellos son la tradición, quienes desfilan con vosotros y perviven en la eternidad que es vuestro paso, que son vuestros trajes engalanados y fabricados con el brío de la luz y los oropeles, que es vuestra retirada, vuestra paradoja de mostraros humildes, rendidos y, no sin menos orgullo, ante el crucificado.

Mis hijos son también esa tradición, tutelados por su abuelo en cada procesión, vestidos por trajes y ataviados con mantos que su abuela Gloria ha ido cosiendo y bordando durante años como un orfebre que obra y pule en silencio piedras preciosas, una Penélope que cose y descose su manto día y noche a la espera de la llegada de Ulises tras luchar en Troya.

Mis hijos son esa tradición, amigos, compatriotas, y también son aquellos que no han podido verlos  desfilar. Los ausentes, los que nos dejaron.

Mi abuela Fuensanta también es la tradición, una mujer que emigró de Murcia a una Orihuela de los años cincuenta y que comenzó a trabajar en casa del médico Manuel Montijano a cambio de que este operase de oído a mi madre que estaba a punto de quedarse sorda.

La tradición que acompaña a mis hijos es mi abuelo Pepe, el Largo, el primer taxista de Orihuela, el casero y chófer de la familia de Don Paco Lucas, que me enseñó a contar hasta cien, sentado en una silla de anea.

Quien acompaña a mis hijos es mi abuela paterna, Concha, la Monleona, que amasaba monas de Pascua y freía torrijas para sus tres hijos, aprendices de fontanero con su pequeño taller al lado de la Fábrica de Hielo, y sus tres hijas, modistas que bordaban con Guillermo, el sastre.

Quien acompaña a mis hijos es mi padre, Manuel, Manolo, el pescatero, que me subió a un camión por primera vez a mis cinco años para recoger el pescao de la plasa y que fumaba Ducados mientras apuntaba los kilos de morralla en papel de estraza.

La tradición nos devuelve a cada uno de ellos, los ausentes, los que empujan, los que miran, los que callan, pero que están ahí, en el silencio, y también bajo el sonido imperante de las marchas y el relumbrón de las pecheras.

 “¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención! ¡Vengo a enterrar a César, no a ensalzarle! El mal que hacen los hombres perdura sobre su memoria”, gritaba Marco Antonio ante el cadáver del César, sin saber que un hombre de Judea pondría de rodillas la obra de todo un emperador.

Y ya no quedará nada después de mis palabras, solo la tradición, los Armaos, el Cristo, los nombres de los que viven y de los que se fueron, alguien que los recordará, mientras vosotros desfiláis con el orgullo ensayado, exigiendo de vosotros mismos el pundonor y la fuerza para ser eternos, siempre eternos, como los que se fueron y están ahí.

Porque no quedará nada, salvo la verdad del Cristo y nosotros, que no seremos otra cosa que polvo entre los dedos de alguien que mira vuestro paso.

Amigos, compatriotas.

Muchas gracias.

Orihuela, a 28 de marzo de 2019

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