George Sand, invitada a nuestro siglo

George Sand. / Wikipedia
George Sand. / Wikipedia
La autora imagina una entrevista ficticia con Geroge Sand, pseudónimo de Amantine Aurore Lucile Dupin de Dudevant, escritora, periodista y revolucionaria francesa.
George Sand, invitada a nuestro siglo

Desde mi última entrevista con la marquesa de Merteuil, paso por mi biblioteca y el booknook (*) me atrae como un imán. Espío: hileras infinitas de libros viven —de verdad, viven— bajo un filtro de luz amarillo ocre, y si asomo la nariz y huelo, mis bronquios son invadidos por  el mejor perfume del mundo: el del libro viejo.

Entro. Tropiezo con un tomo gigante, mal emparejado con los demás. Leo :  “Lettres d´une vie”  (Cartas de una vida) , de George Sand. En el momento en que lo acomodo veo venir,  caminando en dirección opuesta, una mujer vestida con pantalones negros, chaleco con botones,  y redingote.  Al cuello, un echarpe rayado, sin sombrero. El pelo desaliñado.

— Perdón, lo dejé así para poder volver a encontrarlo — me dijo, en un francés que envidié— ¿quién es usted?

— Vicky Rego. ¿Usted es Aurore?¿O prefiere que le diga George?

— ¿Me conoce?, ¿de dónde salió?

— Si le cuento, no me va a creer. Digamos que vivo en América del Sur y que mi francés es aprendido. Que soy lectora suya y que la admiro. Fue el icono de mi juventud.

— Perdóneme, pero usted es mayor que yo.

— En un mundo de ficción todo vale, George. Nunca creí poder conocerla.

— Me halaga, madame. Termino mi tarea y, si quiere, tomamos un trago juntas.

— Nada me gustaría más. ¿Qué está buscando?

— Una carta que le escribí a Alfred Musset. Fui a buscar el original. Dejeme comparar…

Aceptó mi ayuda y confrontamos. No faltaba ni una coma. Todas las expresiones de amor más sentidas, “mon ange, mon petit enfant…”  estaban ahí, tal como yo las había leído hacía años.

— Es una invasión a la intimidad insostenible. Pero no puedo hacer una demanda a una edición…¿de qué año es?

—Esta es de Gallimard, 2004, pero hubo otras anteriores, como por los sesenta.

—Noventa años después de mi muerte. Cuando quería publicar mis novelas no podía porque era mujer, por eso adopté el seudónimo de George Sand. Y ahora,  sin mi autorización, mi intimidad es vendida como una novela.

—Hoy todos exponen su intimidad en público.

—¿Las mujeres también?

—Casi le diría más las mujeres que los hombres.

—¿Y se venden esos libros?

—No son libros. Si nos vamos a tomar el trago prometido, le cuento.

La seguí por un pasillo hasta llegar a un bar con una insignia muy vistosa en la entrada. Quería preguntar todo, pero George no paraba de hablar:

—Aquí jamás podría entrar una mujer de mi clase si no fuera vestida de hombre. Nos juntamos con amigos, los tragos alargan nuestras tertulias, me escapo un poco del trabajo.

Nos sentamos en la barra. Encendió una pipa larguísima, aspiró con placer y, entre una nube de humo, le dijo al barman:

— Dos brandys, por favor. Ah, perdón, no le pregunté. ¿Con soda o hielo?

— No, prefiero solo —y me quedé mirando el sifón que había sobre la barra.

Como leyendo mi pensamiento, me explicó:

— El sifón es todo un emblema literario, le da color al lugar, ¿no? Es explosivo y se puede vestir de bailarina con toda libertad, envuelto en  esa malla. Es un revolucionario de la tertulia.

—Yo tengo uno muy parecido en casa, lo compré en una tienda de antigüedades. Pero no usa malla.

—Jaaaa, hay que atreverse. Me interesa saber cómo publican sus vidas tan fácilmente en su mundo.

—La tecnología avanzó muchísimo. A fines del siglo XX, las comunicaciones cambiaron de tal manera que le sería difícil entenderlo. Pero imagínese que usted me escribe en un teclado una carta, hace clic en un botón y a mi me aparece, al instante, en una pantalla.

— ¿Una pantalla?

—Es como una pizarra iluminada.

Trajeron las copas de brandy. El aire se hacía pesado por el humo, las voces  tapaban nuestra conversación.  Nos fuimos a sentar a un apartado con una mesa y un velador. Tuve que  explicarle lo del teléfono, que no llegó a conocer por muy poco. Por suerte, siempre llevo mi libreta y un bolígrafo conmigo. Cuando lo vio, abrió los ojos enormes, me lo pidió y empezó a escribir.

— Todo suyo, pero después de que lo usemos — y le dibujé teléfonos, ordenadores y finalmente teléfonos móviles, mientras tomábamos nuestra segunda copa de brandy.

—Bueno, cuestión que todos tenemos acceso a publicar en un lugar que se llama Facebook y cualquiera puede leerlo.

—¿Gratis? Y entonces ¿de qué vive un escritor?

— Es que no es sitio para escritores. Nadie publica allí una novela, sino lo que siente,  lo que le pasó en el día, noticias de periódicos, pensamientos de famosos, muchas veces falsos. Otro lee y pone “compartir” y se vuelve a publicar en el muro de otro usuario. Es como un basurero sentimental, mezclado con noticias y alguna que otra cosa interesante. Pero público, como los baños de la calle. No sé si me sigue…

—Más o menos, no entiendo la finalidad, si no se publica una novela,  un cuento, un poema, ¿para qué es? ¿Y quién paga todas esas publicaciones de tan poca calidad?

—Hay anunciantes que promocionan los productos que quieren vender, pagan por eso, entonces cuanto más usuarios tenga Facebook más anunciantes habrá. Es un gran negocio. También hay otro sitio, se llama Instagram. Es solo para fotos. Lamento no haber traído mi celular, porque nos podríamos sacar una juntas y mañana la subiría a Instagram, si me diera permiso, claro.

—Se lo daría, con gusto. Es más, le puedo regalar una pequeña reproducción de un retrato mío. Y puede publicarla si quiere. Lo que no concibo es que se enriquezcan con mi intimidad.

—George, tengo malas noticias. No conozco a nadie que haya leído este libro de su correspondencia que tanto la indigna. ¿Vio cuantas páginas tiene? Mil trescientas seis! ¡Y el tamaño de la letra! Mi querida George, ya no hay lectores para eso, están todos leyendo frases hechas, lugares comunes, titulares en Facebook. Hoy la vida va muy rápido, el tiempo no alcanza. Tenemos una epidemia de mediocridad imparable. Olvídese de esa invasión a su intimidad, porque nadie la ejerce.

Hablamos de su vida, de sus amores, de su libertad. Le conté que un autor americano —Joseph Berry— escribió, en 1982, un libro sobre ella: “George Sand ou le scandale de la liberté” ( George Sand o el escándalo de la libertad).

— George, vivimos en un momento de eclosión del feminismo. En su siglo la mujer fue desplazada, hoy hemos logrado mucho: podemos publicar con nuestro nombre lo que escribimos, usar pantalones es tan común como salir a trabajar, tener nuestra independencia económica, tenemos derecho a votar... Pero estamos lejos de la igualdad con el hombre. A ellos les cuesta entenderlo. Vivimos en un momento de violencia que no creo que lo padecieran las mujeres de su siglo. El femicidio es una plaga mundial que afecta a países ricos y pobres. Miles de mujeres sufren agresiones de sus parejas, son quemadas vivas, o golpeadas con frecuencia. No se atreven a denunciarlo, por vergüenza, porque creen que su pareja va a cambiar, o porque las convencen de que sin ellos no serán nada.

—¿Me puede llevar con usted cuando se vaya de aquí? Siento que tenemos  mucho  que hacer.

— Eso es lo que dice Berry. Que usted es una apasionada por todo lo que nos apasiona y que osa lo que nosotras apenas osamos, actuando, luchando, viviendo su libertad, no predicándola, con una plenitud que no alcanzan las mujeres de nuestro siglo. Se va a reír, pero este libro ha desencadenado una corriente de fans…

— ¿Perdón?

— Fans, fanáticas, seguidoras revolucionarias de sus ideas. Se llaman “sandiens”.  Hasta se venden gorras — del estilo de ésta que yo llevo— con su nombre en la visera.

—Claramente, me equivoqué de siglo.

—¿ Y con la maternidad cómo le fue, George?

— Creo haber sido una buena madre, mis hijos siempre estuvieron pegados a mi vida, los amé, me ocupé de ellos. Pero no sé qué pasó. Maurice ha sido un chico malcriado y Solange me odia.

—No debe ser fácil ser hijo de George Sand.

—Posiblemente. ¿Pero usted no cree que a las mujeres se nos exige una entrega en la maternidad que ni se espera de los hombres?

—Es un tema que da para largo, George. Este humo me está matando. Le prometo volver, deje siempre el libro hacia fuera, así la encuentro.

—Por favor, déjeme su… ¿cómo se llamaba? ¿Boligraffe?

—Bolígrafo, aquí tiene. Se lo cambio por su retrato.

(*) Booknook : es un recoveco que se ubica en las bibliotecas, entre los libros, como pequeñas puertas o espacios imaginarios. @mundiario

Comentarios