En Función de noche, Lola Herrera denunció la injusticia sufrida por las mujeres de su tiempo

La actriz Lola Herrera, en un fotograma de Función de noche.
La actriz Lola Herrera, en un fotograma de Función de noche.

Lola Herrera les hace un favor a todas las mujeres de su generación – y no digamos de las anteriores – exponiéndose ante las cámaras, desnudando sus enquistados y dolorosos sentimientos.

En Función de noche, Lola Herrera denunció la injusticia sufrida por las mujeres de su tiempo

La otra noche, en La 2, tuve la oportunidad de revisar una película, Función de noche, que está entre las más imprescindibles de la historia del cine español, tanto por su valor intrínseco cinematográfico como por tratarse de un documento de manifiesta importancia sociológica.

Lola Herrera les hace un favor a todas las mujeres de su generación – y no digamos de las anteriores – exponiéndose ante las cámaras, desnudando sus enquistados y dolorosos sentimientos – e incluso su cuerpo- en un acto de honestidad absoluta, de generosidad impagable, de reivindicación de una enorme valía arrasada por un hombre más libre, más cómodo y feliz, instalado en una sociedad que le es favorable desde una imperante posición discriminatoria.

La directora de esta película documental, Josefina Molina, encerró a Lola Herrera y a su exmarido, Daniel Dicenta, en un decorado que representaba un camerino, como si fuera un ring donde tendría que tener lugar una pelea largamente esperada, una definitiva puesta en verdad de un tiempo enmarañado en la mentira. El decorado quedaba totalmente cerrado y las cámaras grababan a través de lo que para ellos eran espejos. En ese clima de aparente intimidad podía desarrollarse un ajuste de cuentas, una catarsis definitiva. No hubo guion para esas escenas, pero no por ello la pareja dejó de actuar, aunque esta vez fuera para representar la imagen más necesitada de sí mismos. Esa acción central la envolvió con fragmentos de la interpretación teatral de Cinco horas con Mario, una obra muy afín a la historia personal de Lola Herrera, quien la interpretó durante nada menos que ocho años; y con alguna escena en la que aparecen sus hijos, como demostración de que un nuevo ámbito cultural podía generar un ser más feliz por más libre.

En el camerino, el combate dialéctico es desigual porque las poses, las motivaciones, son distintas. La necesidad imperiosa de hablar es la de ella. Es una ocasión para lanzar el grito de una mujer a la que no se había escuchado nunca (el suyo y el de muchas como ella). Lola se describe a sí misma como una mujer tardía en todo, aún no liberada. (Esta película me recuerda mucho a El desencanto, a Felicidad Blanc cuando, ante los reproches de sus hijos, se defiende diciéndoles que ella había vivido disminuida en su visión del mundo por la mordaza de una cultura opresora. Ambas películas están rodadas en los primeros años de la democracia y pertenecerían al género del destape, pero no al de la piel, sino al de los sentimientos atenazados socialmente).

Lola ha sido una mujer valiosa que, durante muchos años, solo ha podido demostrar sus aptitudes desde un papel que requería un sacrificio personal muy castrante. “Yo no he vivido para mí”, dice. “Lo he descubierto hace muy poco”. Ha vivido preocupándose por todo el mundo – sirviéndoles, sacrificada o dócilmente - , honrada y decente, pero de esa manera coartada, reprimida, que se esperaba de una mujer, en aquellos tiempos. “He sido recatada, estrecha, y ello me ha dado muchos disgustos”. Cuando se separa de su marido, es ella quien se hace cargo de los hijos, a los que acaba considerando una carga -  aunque maravillosa -, mientras él estaba en otras cosas.  

Lola Herrera ha sido una mujer valiosa que, durante muchos años, solo ha podido demostrar sus aptitudes desde un papel que requería un sacrificio personal muy castrante.

Lola Herrera se considera una mujer condicionada por su generación. Sí, el entorno influye muy poderosamente, pero en qué exacta medida, con qué fuerzas irrefutables. Para no omitir la posibilidad liberadora, la película introduce algunos contrastes. Por ejemplo, una pequeña conversación con una amiga, separada y actriz como ella, pero mucho más fuerte, más libre. “Lo primero que hay que hacer es perder la reputación”, le dice convencida de la necesidad de romper con las amarras del pasado. Pero Lola sufre la permanencia de sus males, no se desprende del todo del efecto de sus orígenes, del modelaje de sus sentimientos, de sus creencias, de la falta de cultura que la acompleja; todo ello construido en una ciudad de provincias, Valladolid, en la oscura época del franquismo.

Su posición ante los hombres es contradictoria. Por una parte le dan risa, por su pavoneo que pretende ocultar su inmadurez, por la simpleza de sus sentimientos; pero, por otro lado, no puede evitar que su presencia le imponga; aun sabiendo que, en el fondo, son más débiles que ella. En la conversación con Daniel Dicenta hay una intensidad visceral y decisiva. Ella la fuerza, pretendiéndola definitivamente aclaratoria. Ambos están nerviosos. Los dos fuman mucho pero él, además, bebe, se pasea continuamente frente a esa mujer, doliente y serena a la vez. Parece molesto por estar siendo sometido a una encerrona más fuerte de lo que posiblemente él hubiera previsto al exponerse a ella. Intenta disimular, quiere dar una buena imagen, de hombre un poco tarambana, sí, con ímpetus egoístas, también; pero, en definitiva, afable, comprensivo, atractivo. Ella estalla varias veces en llanto. Es demasiado grande el dolor que se siente al repasar, con tanto valor, con palabras que pretende finalizadoras, los puntos más hirientes de su vida. Él se acerca a consolarla, pero más como aquel al que le importuna el dolor del otro que como al afligido por una empatía verdadera. No hay cercanía entre ellos. Ella permanece adherida a su sillón, llorando hacia abajo, hacia sus adentros, mientras él permanece de pie o agachado, acariciándola, pero sin encontrarla, perdido en el irreversible alejamiento que, durante tantos años, ha construido.

Si la defensa de ella es su incultura, su entorno, su procedencia; la de él es su inmadurez. La recalca innumerables veces. Por lo que se deduce, alegar esa tardía adolescencia es la posibilidad de quedar absuelto de su egoísmo. Pero tampoco ella había madurado, y su actitud era muy distinta. Desde luego, demasiado sumisa, producto de sus complejos, de sus debilidades no resueltas. Cuando estaban casados, le había dicho a él que le podía engañar con otras cuanto quisiera, pero sin que ella se enterase. Él le dice que se casó porque estaba muy enamorado, a lo que ella le responde que pensaba que había vivido el amor, pero ahora se da cuenta que no (tal vez, tan solo, cierto servilismo) y que no lo va a descubrir nunca.

La confesión de Lola Herrera va avanzando en unas palabras que van desmontando la arrogante seguridad en la que él ha estado instalado, hasta llegar a las que él siente como más ofensivas: “No he tenido un orgasmo en mi vida”, le espeta. Aquí, él, que se había mantenido nerviosamente amistoso, incómodamente comprensivo, estalla, se siente con el pleno derecho de recriminarla. Se siente estafado. Lola reconoce que esas situaciones han sido las únicas en que ha sido actriz fuera del escenario. Él siente el prestigio de su hombría amenazado. “Siempre que me han preguntado he dicho que la mejor mujer que he tenido en la cama ha sido Lola” Lo dice gritando, con chulería y, esta vez sí, acordándose de la existencia de la cámara, mirándola. “Yo inexperto no soy. Tu pegabas unos gritos que las paredes temblaban”. De nada le sirve saber que esa frigidez la ha sentido con tres o cuatro parejas más. Su ego se basa muy principalmente en su capacidad para satisfacer a las mujeres que solo esperan de él una felicidad frívola.

En ese intenso combate, él domina la palabrería, los recursos argumentativos de defensa; mientras que las palabras que pronuncia ella no le salen de una ocurrencia inmediata, sino de una larguísima meditación, de un doloroso descubrimiento. Lo que pretende él es salir ligeramente culpable de ese enfrentamiento, con muchos atenuantes, entre ellos, la perniciosa debilidad de ella. Lo que pretende ella es poner el dedo en las llagas, construir la luz capaz de despejar las brumas de una irresponsable autoindulgencia, situar los hechos en el lugar propio de las verdades, aunque para ello haya uno de confesar su esclavitud, su menudencia. De la idea de él, se desprende una exigencia de fortaleza hacia el otro, que si no la tiene, explica el indeclinable poder que se ejerce, en una exculpación general de la que ambos salen muy disparmente parados.

“Quiero tener paz, mi vida ha sido una guerra”, grita Lola Herrera, en la plena conciencia de una vida maniatada por un entorno poderoso, frente al que no se ha sentido con armas para poderlo vencer. “Nos han educado muy mal… “, se lamenta, llorando, hundida por ese trayecto en el que actuó como todos esperaban de ella, manteniendo en pie el ego de ese hombre que se suponía maravilloso, aun a costa de sentirse disminuida como persona, como mujer.

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