La fuerza de la honestidad cuando quieres salir adelante

A pesar de su fuerte influjo en mi comportamiento servicial, desde que mamá le concedía la licencia de darme órdenes a su antojo, en su temprano sueño de tiranía- siempre fiel a papá y sus golpes en la mesa- yo nunca me porté mal con mi hermanastra (aunque muy habitualmente me obligase a pedirle perdón por cualquier cosa), no me la planteé como enemiga: solo hasta que, hace unos pocos años, comprendí que se había dedicado a la extorsión sexual entrometiéndose en mi vida amorosa. Fue entonces cuando entendí que sus celos acérrimos habían venido teniendo repercusión.
Sin embargo, su acoso se gestó en nuestra infancia: ella veía impotente cómo sus burlas e insultos me resbalaban, porque no los entendía y era feliz, y mi mundo era gigante, superior a su maniático desprecio.
Ella era la hija favorita, puesto que es hija de sangre, de modo que exigía privilegios, entre los cuales mi padecimiento. Así, tuve muy pobres juguetes y una escasa vida social: me encerraban en el piso para que no alcanzase consciencia de mi esclavitud.
Afortunadamente, gracias a mi mundo interior fui haciéndome mayor, al menos responsable, aunque, quizá intuyendo que la vida no es justa, que debería estar jugando, y que todo estaba demasiado oscuro, a los trece años, ante el vasto umbral del conocimiento y el misterio- y consentida al auto odio- inicié mis prácticas suicidas.
Pero, en mi más tierna infancia, recuerdo que me bastaba el más sencillo gesto de cariño para ser feliz; aunque, a causa de mi extrema timidez, ella les hablaba a todos por mí (yo no entendía lo que decía) y acababa con un "¿a que sí, Paula?", a lo que yo respondía un tierno y sincero "sí".
Dejé de mirar la televisión en familia, puesto que sus risas me hacían daño, ya que se estaban burlando de mí. En aquella época empecé a leer sin parar, en el cobijo y la complicidad de los genios.
Por otra parte, sufrí serios problemas de socialización, junto a una baja autoestima que iba encajando insultos y más insultos, sin saber que estaba siendo ofendida, pero con un temblor en el estómago.
El psiquiatra, que atendió a las recomendaciones de mi familia abusadora, volvió a delegar en ella el devenir de mi vida: fui condenada a permanecer en un segundo plano con sus amigos, en casa y en los recuerdos de infancia que ella malversa.
Hoy en día, somos buenas amigas, a pesar de que no modera su actitud y entro en trance cada vez que estoy con ella. @mundiario