Las fiestas de agosto son una práctica de cohesión social

Romería y fiesta en honor de la Virgen de la Consolación, en un pueblo de Cuenca. / Mundiario
Romería y fiesta en honor de la Virgen de la Consolación, en un pueblo de Cuenca. / Mundiario
La industrialización del país, cuyos inicios datan de los años sesenta del pasado siglo, constituyeron la quiebra familiar en pequeñas localidades. Las fiestas de verano potencian aquella unión antes rota.
Las fiestas de agosto son una práctica de cohesión social

Bien está que, de vez en cuando, dejemos a un lado el comentario político para ofrecer tiempo a otros desempeños más sugestivos. Sería conveniente, incluso saludable, acotar la frecuencia del tema político para dedicar impulsos e inventivas a otros contenidos menos ponzoñosos. Es sabido que cualquier exceso produce cansancio, hastío, abandono. Asimismo, los acontecimientos que nos depara la clase dirigente (denominada por alguien, empachado de cinismo, casta) constatan tercamente una indigencia generalizada. Si intentáramos discriminar alguna sigla del resto, ensalzando la excepción prodigiosa, comprobaríamos con plena certidumbre cómo tal apetencia se convierte inexorablemente en misión imposible.

Me propongo encomiar con precisión, justeza y justicia las fiestas patronales que se celebran por todos los rincones de esta España semiabandonada (de este vocablo elijan ustedes, estimados lectores, el sentido que les atraiga). El verano se ha convertido en gigantesco crisol, nunca mejor dicho, donde cristalizan dichas fiestas. Mi pueblo de la Manchuela conquense celebra el uno de agosto la festividad de San Pedro Advíncula. La víspera, con nocturnidad y alevosía, se realiza esa tradicional presentación de majas y majos -en realidad quintas y quintos- advirtiendo todo un boato multitudinario, solemne y distinguido.  Al día siguiente una imagen del santo (tocado con racimo de uva inmaduro, verde-morado, como corresponde a nuestra vieja tradición iconódula) procesiona junto a vecinos y banda local.   

“Todo cambia” deja de ser una frase empírica para convertirse en realidad inmutable. Recuerdo mis años infantiles y adolescentes cuando se celebraban dos festividades principales, liberadoras, inactivas, relajantes: San Marcos, el veinticinco de abril y San Antonio de Padua, el trece de junio. Ambas ocupaban tres días de festejos pobres, casi míseros. Algunos matices, uno todavía vigente, se me grabaron con persistencia: el reparto de caridad (pequeña torta conformada con anisillos como ingrediente característico, diferenciado) y zurra (mezcla fresca de vino, gaseosa, azúcar y frutas variadas) en San Marcos. También aquellos espectáculos libidinosos consumados por bellas animadoras (hoy gogós) comunes a las dos fiestas. Vicentillo y su local multiusos -bar, pista de baile e incluso salón- de forma invariable acogía a estas chicas vivarachas, pícaras, bordando su papel, que ocasionaron ciertos incidentes desatinados, groseros, donde siempre se juzgó culpable al salido de turno.  

Dentro del ahogo definido por aquellos tiempos infelices, irritantes, lóbregos, las fiestas constituían una escapatoria excelente. Rememoro aquella vestimenta multicolor, remendada con variopintos retales, que -propia de inacabables e infecundas jornadas agrarias- se convertía prodigiosamente en otra pulcra, unitaria, reservada exclusivamente para domingos y fiestas de guardar. Todo el pueblo, grandes y pequeños, celebraba con armonía ya desaparecida, con entusiasmo, tales momentos de exaltación social. Escasos feriantes que procedían casi siempre de Ledaña, pueblo aledaño, montaban en el extrarradio sus viejos armatostes manuales. Se hace preciso destacar aquellas “voladoras” donde los chicos más expertos, o menos pusilánimes, hacían girar su asiento trabándolo con el módulo anterior o posterior. Al momento se llevaban la regañina del individuo que giraba la manivela para abrir en círculo los asientos de madera sujetos con cadenas al prominente eje central. Era muy divertido.

Como digo, allá por los años sesenta del pasado siglo, la miseria acentuada potenció grandes movimientos migratorios hacia zonas que empezaban a industrializarse. Lugareños rendidos, desanimados, buscaron hábitats favorables mientras los pueblos iban quedándose vacíos sin remedio. Madrid, Barcelona, Valencia, junto a otras industriosas ciudades, acogieron las primeras avanzadas preparándose para recibir las siguientes escalonadas, al menos, durante varios decenios. Familias enteras se fraccionaron quebrando afectos, rompiendo el hilo invisible que los cohesionaba y permitía una vida feliz en aquella España oscura y que, extrañamente, muchos henchidos de años y experiencia echarán de menos. Porque, si bien se ha ganado bienestar material, por el camino se han ido abandonando valores esenciales para converger, aproximar, modos y existencia.

Había que buscar formas de encontrar la argamasa precisa para juntar lo separado. Los pueblos -su gente reflexiva, innovadora- como núcleos vivificadores, unionistas, debían dar el primer paso, intentar definitivamente unas fechas que sirvieran para reunir aquellas familias rotas. He aquí la auténtica razón por la que, a lo largo y ancho de nuestra geografía patria, se concentran las fiestas anuales en un agosto veraniego, vacacional, que permite volver a quienes el azar, tal vez necesidad, obligó a sacrificar sus raíces. Por esto, dicho mes se consume vertiginoso, con algazara familiar. Todo el país se ve envuelto en un ir y venir emotivo, casi febril, copando los diferentes días de fiesta. Solo quien, metropolitano toda la vida, ayuno de cimientos aldeanos, veranea solitario, consumiendo (entre playa, a lo peor cemento, y sol) jornadas sin aliciente, compungido el corazón. 

En esta feliz coyuntura destacan como protagonistas absolutos las entidades locales que con esfuerzo y tesón han sabido aunar voluntades e intereses haciendo de la gratuidad un aldabón eficaz. Esta medida permite no solo el encuentro masivo de paisanos diseminados por distintas ciudades sino también la afluencia de amigos y conocidos procedente de poblaciones contiguas. Sin embargo, hubo una época primigenia, inicial, en que cada uno se costeaba sobre todo los bailes, probablemente el pasatiempo menos aglutinante bajo esta circunstancia de saldo personal. Asumiendo un objetivo -algo injusto, pero solidario- de hermanamiento, las corporaciones asumieron el desembolso total contribuyendo así a manifestaciones ingentes, que desbordan cualquier activo popular.

Este artículo, además de renegar de los políticos y sus fechorías, tiene como finalidad mostrar una reminiscencia, un gesto pleno, hacia esta sociedad átona, acomodaticia, infeliz, con la pesimista ilusión de que -pese a claros intentos educativos en contra- sea capaz de arrojar las innumerables cadenas mentales que intentan atarlo a la esclavitud política y social mermando derechos presuntamente inviolables. “El conocimiento es poder” reza una sentencia de Bacon. Yo añado, la reflexión sosegada también. @mundiario

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