Experiencia de una anoréxica: yo

Vicky Rego.
Vicky Rego.
Relato real sobre una enfermedad crónica y cómo encontrar un camino para sobrellevarla.
Experiencia de una anoréxica: yo

He sido anoréxica. Tal vez lo correcto sería usar el verbo en presente. Es una enfermedad crónica. Vivimos los que encontramos un camino para sobrellevarla.

Fui la tercera hija de un matrimonio ejemplar, hasta que empecé a crecer en la panza de mamá, ella enviudó y se negó a vivir. Pero lo hizo —infeliz— hasta los ochenta y tres.

Nací fuerte, segura, admirada por mi hermana mayor, celada por mi hermana del medio. Siempre creí que nada me había afectado.

Pero la fuerza de destrucción de mamá hizo raíces.

Supe ponerla en práctica. En cuanto tuve trece o catorce años y vi que mi cuerpo cambiaba, dejaba de ser una niña andrógina, engordaban mis piernas, crecían mis tetas, se enrulaba mi pelo, aparecían granos en mi piel, hice todo lo posible por seguir siendo el ser asexuado que todos adoraban. Medía un metro cincuenta y cinco y pesaba casi cincuenta kilos. Tenía que terminar con esa situación. Robé pastillas para adelgazar, no comí más. Nadaba, nadaba, caminaba cuadras y cuadras. Descubrí la anfetamina —droga mágica que me permitía estudiar toda la noche, abrir la memoria como Funes, el memorioso, hacer brillar mi mente por muchas horas, y sacarme el hambre.

Porque las anoréxicas somos autoexigentes, perfeccionistas, necesitamos ser aprobadas. Llamar la atención.

Sentía —inconscientemente, ahora lo sé— un placer especial cuando mamá se preocupaba por mi alimentación, o me veía flaca. Hoy pienso que tal vez quería castigarla por su falta de felicidad. Me sentía poderosa cuando superaba el desafío de pasar días de ayuno. Me premiaba con un chocolate los sábados por la mañana.

Todo un éxito: llegué a los treinta y siete kilos. No crecí un centímetro más. Si subía a la balanza y marcaba treinta y nueve o cuarenta, entraba en crisis. Entonces, aumentaba mi exigencia. No dormía, no comía, y mis éxitos intelectuales iban en aumento. Empecé a perder el pelo; tenía tanto que tener menos volumen me gustaba.

Mi cuerpo iba desapareciendo.

Como quiso mamá cuando se vio sola, con dos hijas de ocho y doce años y una pobre desgraciada que iba a nacer sin padre.

Como no menstruaba, el ginecólogo me recetó corticoides. No lo relacionó nunca con mi peso, se ve que en sus estudios, la anorexia no había tenido lugar.

Me fui a estudiar a España. Nadie miraba mi plato. Los corticoides me hicieron subir de peso. Volví a Argentina, sin menstruar, pero con cuarenta y dos kilos. Me reencontré con mi novio y esa misma noche quedé embarazada.

Lo supe cuatro meses después.

Estaba convencida de que  se había producido el milagro, eso hacía de mi niña un bebé sobrenatural. No quería que nadie la tocara. Yo tenía veintiún años. La hacía tomar sol conmigo y evitaba los alimentos que la hicieran engordar.

Luego vino mi segundo milagro y después me busqué el tercero.

Mi medida límite pasó a ser los cuarenta, cuarenta y un kilos. Porque ya era madre.

Me llené de psoriasis. La traté de mil maneras. Con los años apareció el asma.  Hipereosinofilia . Todos los estudios al alcance. No había causa. Sólo respondía bien a los corticoides. De lo contrario: alergia, asma hasta casi no poder respirar.

Necesito tomar la dosis fisiológica necesaria de esa hormona porque mi hipófisis ya no la produce.

Deambulé por varias endocrinólogas. La última, una médica de ochenta años, que se especializó en anorexia, me explicó:

“Cuando se deja de comer, el organismo no absorbe nutrientes, la hipófisis deja de funcionar y empiezan los trastornos: del humor, alergias, asma y, si no se trata, problemas cardíacos que llevan a la muerte”

Mi hipófisis dejó de funcionar hace tiempo. El ginecólogo que me indicó corticoides en lugar de buscar la causa, de alguna manera me ayudo a sobrevivir y a tener tres hijas.

Hoy, en vez de fijarme en las calorías, me obsesiono por la alimentación sana, cambié la anorexia por la ortorexia. Me exijo en el gimnasio. En el trabajo. Con mi familia. Es una enfermedad que se trata, muta, pero no se cura.

Debo admitir que siento orgullo por tener fuerza, poder controlar y responder a las máximas exigencias. Me ha dado buenos resultados laborales e intelectuales. Tal vez porque mi impulso de vida es más fuerte que el de muerte.

En mi novela Fefo, la protagonista dice: “Me probaba a mí misma hasta cuánto podía: cuánto estar sin comer, cuánto sin dormir, cuánto sin respirar debajo del agua, cuánto estudiar. Esa fuerza de voluntad fue el motor par mi proyecto más importante: cazar una beca que me llevara a Europa.”

Tuvieron que pasar muchos años para poder decir la palabra anorexia: me rechinaba en los oídos. Una vez admitida, tomé el toro por las astas. Amaba la vida, y amaba a mis hijas.  Cuando las cosas tienen un nombre, se las puede mirar de frente. Así empezó mi recuperación.

Una noche, vi en TV5 una entrevista que le hacían a Amélie Nothomb. Yo no la conocía. Acababa de editar su libro Biografía del hambre. Me identifiqué con todo lo que decía. Quedé hipnotizada. Compré el libro. “El hambre soy yo”, dice Amélie en la contratapa. Se confiesa una campeona en ese tema. Lo entiende en el sentido más amplio: “la falta terrible de todo el ser, el vacío desolador, esa aspiración no tanto a la utópica plenitud sino a la simple realidad. Ahí donde no hay nada, imploro que haya algo.”

Ve al hambre como un querer, como un deseo mayor que el deseo, que no conoce la pasividad. El hambriento es alguien que busca. Cuenta su adicción a los dulces desde pequeña y la sensación de no recibir nunca la ración que la satisficiera. Su madre se la negaba, por temor a que fuera igual a su padre, bulímico.  Sin embargo, la identificaba siempre con él. Ya se sabe, la bulimia y la anorexia son las dos caras de la misma moneda.

No hay novela de Amélie en la que la alimentación, la obesidad, o la anorexia no estén presentes en alguno de sus personajes.

En Diccionario de nombres propios cuenta la historia de Plectrude,  una chica que a los trece años entra en una escuela de danzas clásicas con una disciplina tremendamente rigurosa. Les exigen una delgadez extrema que ella, por amor al ballet, cumple al principio por obediencia y después por placer. La única que no se horroriza es su madre, que sueña con verla volar en el aire en L´Opéra. Antes de lograrlo, a los quince años y con treinta y dos kilos, totalmente descalcificada, tuvo que dejar de bailar para siempre. La respuesta de su madre fue: “Me decepcionaste”.

Hace unos años cayó en mis manos la primera novela que leí de Delphine de Vigan: “Días sin hambre”.  

La narradora cuenta, en tercera persona, aunque se la sospecha autobiográfica, la historia de Laure, una chica que a los diecinueve años es internada al borde de la muerte, con treinta y cinco kilos en un metro setenta y cinco de estatura.

Estuvo en el hospital cuatro meses con un tratamiento extremo: alimentación por sonda más ingerir alimentos gradualmente, con gran dificultad para tragar. Moverse lo menos posible. Se enamora del médico que la trata y, aunque el afecto de él es sólo de médico a paciente, le sirve como motivación para llegar a los cincuenta kilos necesarios para volver a su casa.

Su recuperación es lenta. En realidad no quiere curarse para no perder el control. Sólo sabe existir a través de esa enfermedad “que comparte con otras, anónimas y titubeantes cómplices de un crimen silencioso en contra de sí mismas”.

De muy buena posición social, hija de una madre con una enfermedad psiquiátrica y un padre alcohólico y violento con quien tiene que convivir cuando internan a su madre, dice que en lo más hondo, al desaparecer desea destruirlos a los dos.

El médico le explica que el cuerpo desnutrido experimenta cada vez menos la sensación de hambre, los músculos no realizan su trabajo y el cerebro deja de recibir alimentos.

Lo leía y pensaba en mi hipófisis.

Cuando cuenta cómo empezó, me parece que está contando mi experiencia: fue eliminando cada vez más alimentos. Se encontraba cada vez mejor, más ligera, más fuerte que la  necesidad. Cuanto más adelgazaba, más buscaba esa sensación de dominio. Pero cada vez tenía que pasar un poco más de hambre para recobrar el poder. En esa cadena se reconocía como toxicómana.  Adelgazar era la prueba tangible de su fuerza.  Cuando se miraba en el espejo, no veía lo que realmente reflejaba. Había dejado de verse.

Cuando ella era niña, su madre quería morirse, como la mía. Hablaba siempre del suicidio.  En cambio ella, como yo, tenía demasiado hambre de vivir.

“Era como una boca enorme, ávida, dispuesta a engullirlo todo, quería vivir de prisa, que la amaran mucho, hasta la muerte, quería llenar aquella llaga de la infancia, aquel hueco nunca colmado.”

Cuando llegó a los cuarenta y ocho kilos se aterró: empezaba a ser una joven de formas imperceptibles, una adulta —brutal palabra.

Cuando le faltaba un solo kilo, se consiguió una bolsa de arroz y la escondió dentro de un cinturón y así pudo falsear la medida de la balanza.

Llena de miedos, volvió a su casa.

Por suerte la novela da un salto hacia un último y oxigenante capítulo  donde vemos a Laure jugando con sus dos hijos pequeños.

Me gustaría que Amélie y Delphine supieran cuánto me han ayudado.

Y poder decirle a Delphine que el parecido de las palabras inexorable y anorexia al que ella alude, hace a la segunda invencible. Pero no a nosotras vencidas. @mundiario

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