De exilios y moradas, de José Luis Zerón, el nuevo libro de una gran trayectoria poética

Alberto Chessa, José luis Zerón y Juan José Martín Ramos. / Alberto Zerón
Alberto Chessa, José luis Zerón y Juan José Martín Ramos. / Alberto Zerón

La poesía de José Luis Zerón nunca es gratuita sino que se reafirma en el cálido o glacial temple al que se adhieren las hondas vivencias.

 

De exilios y moradas, de José Luis Zerón, el nuevo libro de una gran trayectoria poética

La lectura del séptimo libro de poesía de José Luis Zerón, De exilios y moradas, que acaba de publicar la editorial Polibea, en su colección El levitador, supone un nuevo reencuentro con una manera de decir muy personal, con unos versos que nunca son floritura sino seria indagación, con unas incursiones en la versátil existencia que elevan a la luz todos sus alborozos y podredumbres. En sus poemas, encuentro expresiones que se ciñen a lo profundo, afirmaciones que contienen en sí mismas una contradicción coherente y que por eso no se arrugan ante la vastedad del mundo. Y es que Zerón siempre ha sido muy consciente de la provisionalidad de cada estado, de la frágil consistencia del presente: “Todo fluye y no hay decadencia/ solo transformación/ y algarabía de inmensidad”.

En este último poemario, José Luis Zerón incide en algunos conceptos anteriores, renovándolos con un acierto ascendente en su elaboración minuciosa. Comprobamos así la potencia creativa, la perpetua matización que supone todo buen decir, la sensación de revelación que alienta cada verso. Pero hay también una originalidad que no se reduce a los pequeños rincones de las palabras sino también a la amplitud de los poemas, y que se concreta en distintos enfoques, en diferentes perspectivas, con la inclusión de nuevas exploraciones sobrevenidas.

Con toda la concordante diversidad que ofrece este libro, yo me he demorado especialmente en el rastro de tres temas que me parecen fundamentales. Por un lado, la persecución poética de una ulterior realidad inalcanzable; por otro, el doloroso paso del tiempo; y, por último, la conciencia de la obligada alternancia entre los exilios y las moradas que dan título al libro.

El poeta, es decir, el hombre sensibilizado por la tenue presencia de lo esencial, quiere ir más allá de sí mismo aunque intuya su última imposibilidad: “Pues no es posible alcanzar la lejanía que toda voz ansía e ignora”, porque: “Busca el águila lo que no está al alcance de su vista”; y reconoce: “Mas no saciará nunca nuestra sed de espejismos”; versos que reflejan la ansiedad por lo desconocido, entendiendo ello no como lo que se rehúye sino como lo que se desea desde un oscuro temor: “El origen de la palabra/ responde a la necesidad/ de aprehender el misterio/ de un baile que abre caminos/ no a la certeza/ sino a los secretos del caos”.

Ese deseo de llegar a lo inalcanzable, esa ansia de lo sobrehumano, se expresa perfectamente en uno de los grandes poemas del libro: Oración a Juan de la Cruz.  “¿Qué había más allá de la espesura?”, inquiere el poeta. “Dime hasta dónde llegaste en tu desacato…y qué palabra nunca antes pronunciada/ sonó en tus oídos/ qué te dejó sin palabras/ para describir tu fecundísimo desvelo”. Está ambición, desnortada pero fecunda, se repite sin solución: “Camino hacia el Todo/ para no ser nada”. Porque no es fácil: “¿Por qué me siento condenado a errar/ en la telaraña del enigma?”. Tal vez, algunos secretos los queremos  - y no - saber: “Y seguimos avanzando obstinados/ persiguiendo una certidumbre/ que nos negamos a reconocer”. Hay que seguir en la palabra, pero la palabra parece infinita: “Babel contiene la agónica hermosura/ del mundo, pero es inalcanzable”.

Cuando sigo el segundo rastro, el del dolor del tiempo, que es también el de la ausencia, me topo con versos muy duros: “Habitamos al raso de un dolor antiguo/ y transitamos heridas secretas/ causadas por las mordeduras del tiempo”; o: “Deseo acariciar la risa/ sin que se marchite en mis manos y amar a un hombre sin sentirlo muerto”. Es la fugacidad de lo que se tiene: “Habláis a lo que florece/ y os escucha lo que se marchita”. Es la caducidad de lo hermoso: “El paso del tiempo corroe el alma, lo sabes”. Uno es arrancado de la supuesta felicidad, de “la vaporosa gloria de la vida”. Y, ¿es que todo era una añagaza?: “Cualquier nombre resulta inexacto/ para definir aquello que nos acaricia/ mientras nos destruye”. No es posible trillar el tiempo.

En esta senda, destacan los poemas dedicados a Ada, que expresan con rotundidad el sentimiento de la incomunicación, de la distancia con el ser amado: “Qué lejos estás teniéndote tan cerca en mis sueños”. O en estos bellísimo versos: “Te miro, pero lo mirado/ se queda atrás”. O en este muro al que se ha llegado: “Pero se impone tu silencio/…/se impone tu figura estática”. Y la dolorosa asunción de que no se pueda volver el pasado: “En mi inquietud/ capto, palpo, hurgo tu ausencia/ y sé todo lo vano que un deseo/ puede llegar a ser”. Muchas veces, ni la nostalgia sirve: “La nostalgia un día/ es bosque acogedor, / otro solar inhóspito”.

Y este último verso que he citado entronca con el tercer discontinuo sendero que recorro, el que avanza entre los exilios y las moradas. “Regresas a la claridad/ y entiendes que no hay guaridas/ en el prodigio de la luz”. Hay un deseo de arribar a otros territorios: “Donde la mirada se encante sin ver nada/ un lugar donde poder descansar/ de mis tercas incertidumbres”. Entroncando con el lema de su libro anterior, el poeta insiste: “No hay lugar seguro/ ni centro, solo fauces/ El mundo habla el lenguaje de la caducidad”. Y quien desmantela sus salvaciones es, casi siempre, uno mismo: “Tu  inhóspita misión/ consiste en arrasar/ los refugios que levantaste/ contra lo desconocido”. Y una forma de exilio es esa imposibilidad de profundizar hasta el fin, de acceder hasta allí donde están la guaridas: “Porque no sabes llegar hasta el fondo/ de las cosas tienes miedo de naufragar/ en los desiertos de la inquietud”.

No responden estos rastros que he seguido a parcelas inconexas, a seguimientos  diferenciados, sino que continuamente se funden, se entrelazan, se contraponen en una suerte de ligazón apretada e irrenunciable. La poesía de Zerón es reflexiva de una forma que no se cierra en sí misma sino que origina preguntas en el lector, le sugiere caminos que solo con sus propios pasos terminará de construir, un entramado de direcciones que no llegan a ninguna parte sino a sus valiosos cuestionamientos, a algunas tercas constataciones, y que sugieren unos puntos de fuga que se resisten al conocimiento. De exilios y moradas es también un libro del desasosiego, una descripción de la sed permanente, del hombre que deviene del carácter de lo insaciable y que desciende de lo sublime a lo trágico a través de su propio extravío, pero también ayudado por esa indómita representación que conforman los otros.

La poesía de José Luis Zerón nunca es gratuita sino que se reafirma en el cálido o glacial temple al que se adhieren las hondas vivencias, aquellas que traspasan las urgencias cotidianas y se plantean los adentros como la última unidad con lo trascendente. Como dice Alberto Chessa, en su excelente prólogo: “Es evidente que el autor no escribe bajo el influjo de rapto alguno, no es ningún encantador, sino un ser muy consciente del lugar (inseguro) que pisa”. Los versos alivian en alguna fulguración conseguida pero siempre contestada, mientras presienten un estadio originario de calma. “Solo quien ha aprendido a mirar/ sabe nombrar el sentido de la vida/ y su oleaje de desechos”. Esta es la tarea de este consolidado poeta, en la que sigue creciendo en cada libro, aunque su hermosa lucidez le cueste la visión de las desintegraciones. Ojalá logre lo inalcanzable, la claridad que ha de llegar más allá de la espesura de las palabras. Pero los poetas contumaces se resisten, prefieren remover sus entrañas para darnos hermosos e implacables libros como este.

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