'La escuela de Wallace Stevens', una parábola moralista sobre la vida y la experiencia

Portada de La escuela de Wallace Stevens.
Portada de La escuela de Wallace Stevens.

La literatura participa de coincidencias y esta obra no es ajena a ellas. Juntas forman esta crónica que además es fábula, una parábola moralista sobre la vida y la experiencia.

'La escuela de Wallace Stevens', una parábola moralista sobre la vida y la experiencia

Harold Bloom: La escuela de Wallace Stevens. Un perfil de la poesía estadounidense contemporánea. Edición bilingüe, traducción y notas de Jeannette L. Clariond. Madrid, México. Vaso Roto ediciones, 2011. Colección: Poesía.

Me ha gustado deambular por los lugares de este libro. Yendo y viniendo de los poemas de John Ashberry a los de Jay Wright, de los de Charles Wright a los de Amy Clampitt y de ahí de nuevo a los de Ashberry. Dedicando tardes enteras a leer apenas unos versos, dejando el libro en cualquier rincón de la casa y retomándolo al día siguiente. Alternando poemas en inglés y su versión en castellano, poetas que conocía con otros desconocidos, como uno a veces elige una calle diferente para volver a casa.

Leyéndolo, he imaginado a los poetas norteamericanos de mi generación leyendo a estos mismos poetas. A Curtis Bauer leyendo de niño los poemas de May Swenson y corriendo a imitarlos. A Jeffrey Thomson en unas vacaciones del colegio, a salvo en casa y en su cuarto, abriendo su tomo de Elizabeth Bishop para regresar a Sudamérica. A Tracy K. Smith emocionándose (como yo mismo) con “Father´s Old Blue Cardigan” de Anne Carson y secándose una lágrima. Incluso he imaginado un improbable encuentro entre Li-Young Lee y Julio Cortázar en el que el primero lee en voz alta su poema “The City in Which I Love you” y Cortázar asiente, reconociéndose. En definitiva, he leído este libro (aún no he acabado de hacerlo) intentando atar cabos donde no los hay, buscando justicia (poética) donde no era necesario. Y es que uno se dirige a veces a un lugar determinado para acabar, por lo general, en otra parte.

Ayer, por ejemplo, crucé una de las céntricas plazas de mi ciudad pensando en el CD que iba a comprarme esa misma tarde (The Bridge, de Carter). Había escuchado un fragmento en Radio Clásica y me había encantado. El locutor había dicho que el tal Carter se había inspirado en el poema “To Brooklyn Bridge” de Hart Crane, poeta americano amigo de Lorca hasta su suicidio, a los treinta y dos años, en 1932. Había estado buscando el CD por todas las (escasas) tiendas de CDs que conocía y no lo había encontrado pero ayer, precisamente ayer, volví a intentarlo. Cogí un autobús y me bajé en una de las avenidas de mi ciudad. Había llevado mi Wallace Stevens sobre las rodillas, abierto por el poema de Crane “To Brooklyn Bridge” y lo había ido leyendo, hasta llegar a mi destino. Había ido de las líneas de Crane a la versión en castellano de Jeannette L. Clariond, a veces sorprendido por la fidelidad de la traducción, la mayoría conmovido por cosas que no cuento. Crucé, como digo, una de las plazas céntricas en dirección a la tienda de CDs.

Al entrar, me fui directo al estante de música contemporánea, a la letra C. Había dos CDs de Carter, dos copias de The Bridge, cada una de treinta (y dos) minutos de duración. Cuando tenía una de las copias en la mano un chico, que había estado a mi lado todo el tiempo buscando en el mismo estante, incluso antes de que yo entrara en la tienda, me dijo: “No puedo creerlo, tío. Es el CD que llevo buscando toda la mañana, y no lo encontraba”. Yo, por supuesto, alargué la mano y le ofrecí el CD, como si estuviera ensayado. O eso pensé yo. Como si la mañana leyendo el poema de Crane, yendo de las líneas de Crane a las de Clariond y de vuelta a las de Crane, y luego el viaje en autobús, la plaza que había cruzado en dirección a la tienda de discos, la letra C en el estante de música contemporánea, como si todo eso, digo, no hubiera sido algo espontáneo. Como si esos acontecimientos hubieran estado hilados, coreografiados hasta llegar a ese momento único.

Luego el chico añadió: “Qué curiosa coincidencia, ¿verdad?”. Y yo me limité a añadir: “Sí”, coger una de las dos copias del CD, la que quedó en el estante, pagarla y largarme. De vuelta al autobús, parado en uno de los semáforos, estuve pensando en aquel chico, de unos treinta (y dos) años. Luego me quedé mirando la cornisa roja de uno de los edificios, y no pensé en nada. Por último, me levanté de mi asiento con mi libro bajo el brazo y me dirigí a la puerta del autobús, junto a la cual esperé un rato. En ese momento, sentí que una mano me cogía por la cintura y una señora, de unos cincuenta años, sonriendo, me apartó a un lado, con algo parecido a un paso de vals, y me dijo: “Disculpa” y luego:”¿No parece que estuviéramos bailando?”. Y después continuó su camino, a través del pasillo del autobús, en dirección al asiento que yo había dejado libre.

La literatura participa de esas coincidencias y La escuela de Wallace Stevens, que no es sino literatura, no es un libro ajeno a ellas. Juntas forman esta crónica que además es fábula, una parábola moralista sobre la vida y la experiencia.

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