El enigma del trapecio

Trapecio. / Pixabay
Trapecio. / Pixabay

El inspector sonrió, en un gesto que delataba su astucia. La respuesta le había complacido. ¿Sabía, sin embargo, el domador a qué hora se había producido la caída de la trapecista?

Al ojo inquisitivo y sagaz del inspector Farrell no se le escapaba nada.

—Hum —dijo, tras echar una mirada al cadáver—. Es una mujer.

Luego fue observando una a una a las personas congregadas en la pista del circo: el partenaire de la trapecista, el domador de leones, un payaso, la mujer de la lavandería y un individuo que pasaba por allí.

Mientras escrutaba sus rostros, el inspector Farrell tarareaba la obertura de Aída. Desafinaba un poco en los instrumentos de viento y no acababa de coger el tono adecuado con el chelo. Pero los otros aplaudieron. Estaban nerviosos.

El inspector se agachó para recoger una colilla de "Player" especial.

—Hum —dijo—. Una prueba. ¿Quién de ustedes fuma "Player" especiales?

El denso silencio que se hizo fue roto por el ayudante del inspector:

—Perdón —carraspeó—, pero usted es el único que fuma esos cigarrillos.

—¿Está haciendo una acusación formal?

—No. Lo que estoy diciéndole es que usted acaba de tirar esa colilla hace un minuto.

Farell no se desconcertó. Conocía de sobra ese truco. Así que preguntó al domador de leones:

—¿Cuándo estuvo por última vez en Mombasa?

—Yo... Este... Estaba jugando al póquer cuando sucedió todo.

El inspector sonrió, en un gesto que delataba su astucia. La respuesta le había complacido. ¿Sabía, sin embargo, el domador a qué hora se había producido la caída de la trapecista? ¿Había sido un accidente fortuito? ¿Se trataba de un sórdido crimen? ¿por qué habría de mentirle el domador? ¿Por qué la hipotenusa al cuadrado es igual a la suma de los cuadrados de los catetos?

Eran demasiadas preguntas. Y todavía no tenía las respuestas.

Su reflexión fue interrumpida por el hermano de la trapecista, el otro Smith brother:

—Ella se cayó —dijo.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió el inspector, arqueando la ceja izquierda, truco que nunca le había fallado.

—Porque ella lo dijo.

—¿Qué dijo?

—Me caigo.

—Hum.

Ella podía haber mentido, claro está. Entonces, ¿por qué se había estrellado contra el suelo?, ¿por qué estaba allí, muerta, con su traje de faena y sus calcetines blancos?

El inspector sabía que si contestaba a esas preguntas habría resuelto el caso.

¿Podría, no obstante, tratarse de un suicidio?

Para ordenar sus ideas, el inspector Farell comenzó a escribir en un papel:

"A.- Ella se cayó.

"B.- Él no se cayó.

"C.- El domador de leones estaba jugando al póquer.

"D.- El payaso tampoco estaba en Mombasa.

"E.- La mujer de la limpieza no sé qué tiene que ver en esta historia.

"F.- Por cierto, mandar mi traje gris a la tintorería, en cuanto regrese a casa. Está hecho un asco."

El inspector releyó sus notas.

—Hum —dijo, para disimular su desconcierto debido a que no había entendido las notas. Las había escrito en inglés y él no entendía el inglés.

El hermano de la trapecista intentó influir en el inspector:

—¿No habrá sido un suicidio? —insistió.

—Hum —fue la aguda respuesta del inspector Farrell.

Claro que podía tratarse de un suicidio. ¿No se había suicidado también Donovan, que apareció con un cuchillo clavado en la espalda? ¿Y Frankie el Cojo, muerto de varias ráfagas de ametralladora?

Cada día son más sutiles los suicidios, reflexionó el inspector, concluyendo su reflexión con un suspiro. La vez anterior que Farrell había suspirado fue cuando Raquel Welch le dijo que no quería ir con él al cine.

—¿Puedo irme ya? —preguntó el señor que pasaba por allí.

—Si no es inconveniente —musitó el domador—, yo tendría que dar de merendar a los leones.

Todos estaban nerviosos. Tensos.

El inspector sabía que tenía la solución del caso a su alcance, que estaba ante sus ojos, aunque no la veía.

Definitivamente, tendría que acudir al oculista.

Se puso a pasear, mirando una vez más al cadáver. Esta vez, algo llamó su atención.

Se agachó a los pies de la víctima.

Se incorporó.

Volvió a agacharse.

Se incorporó nuevamente.

A las veinticuatro flexiones, dijo:

—Por fin.

—¿Qué? —preguntaron todos a la vez. Ansiosos. Angustiados.

—Que por fin he hecho mis ejercicios de gimnasia.

—¿Y el crimen?

—¿Qué crimen?

—El de la trapecista.

—¡Ah, eso! Usted —dijo, volviéndose hacia la mujer de la limpieza--, usted es la asesina.

¿Cómo pudo descubrirlo el sagaz inspector?

Elemental. Los calcetines que llevaba la víctima no eran Punto Blanco, porque la mujer de la limpieza le había dado el cambiazo, al hacer la colada. Cuando la trapecista, horrorizada, se dio cuenta era demasiado tarde. Estaba en medio de una pirueta y, claro, se dio el trompazo.

Comentarios