Hablando de los personajes de Insumisos, el último libro de Tzvetan Todorov

Alexander Solzhenitsyn.
Alexander Solzhenitsyn.

Todos, salvo que no tengamos conciencia de la actuación abusiva de nuestro entorno – que también hay bastantes casos de ceguera –, estamos inmersos en situaciones denunciables, en ámbitos de iniquidad.

Hablando de los personajes de Insumisos, el último libro de Tzvetan Todorov

Solzhenitsyn se convenció de la idea de que debía utilizar sus dotes literarias para dar testimonio de los horrores de aquel régimen brutal, el soviético. Eso le conduce a llevar una vida ascética. Su vida verdadera se desarrolla en la clandestinidad: “Mi estilo de vida en Riazan es de no tener absolutamente ninguna relación, ningún amigo, no recibir a nadie en casa y no ver a nadie”. Procura “no esbozar un gesto que oliera a rebelión”. Su mujer intenta suicidarse y para él es solo una molestia. Está entregado a su solitaria revolución. Esconde sus manuscritos o facilita copias a sus poquísimos amigos de confianza. Publica cuando se produce el deshielo. Luego, envía microfilms a Europa. Antes, había publicado clandestinamente. Poco a poco, va venciendo las imposiciones y ya se atreve a sacar la cara. En 1970 se le concede el Premio Nobel. En 1974 tiene que instalarse en Alemania. Allí, libre en su expresión, también critica las democracias occidentales, su putrefacción a través del comercio. Solzhenitsyn realizó una decisiva denuncia describiendo minuciosamente los campos de concentración. Su arriesgada labor, su empecinamiento, iluminó las inmundicias de un régimen que, a los ojos de muchos ignorantes, parecía modélico frente a las clamorosas injusticias del capitalismo, la limitada libertad que ofrecen las democracias.

 

Por su parte, otro ruso, Boris Pasternak, tuvo el reconocimiento como poeta desde su juventud, convirtiéndose en una de las glorias del régimen soviético. Desde un primer momento, tuvo una relación muy especial con Stalin. Sin embargo, no había hecho méritos concretos para ello, su literatura no estaba politizada. Ese gratuito favoritismo lo utilizó para permitirse ciertos lujos, como los de no firmar algunos manifiestos oficiales. Pasternak amaba la contemplación en detrimento de la acción. A su hijo le dijo: “Si algún día escribes sobre mí, recuerda que nunca he sido un extremista”. Toda su vida vio en el régimen soviético aspectos que no le gustaban, excesos imperdonables, pero solo los combatió tangencialmente, midiendo todos sus pasos. En su madurez, escribió una excelente novela: Doctor Zhivago, en la que retrataba, a través de un personaje – su alter ego - , su familia, y su amante, la evolución de la Unión Soviética, deslizando no pocas críticas a través de los diálogos de los personajes, aunque ninguna enteramente frontal, radical, sino como quien no cuestiona enteramente una forma de gobierno sino algunos de sus métodos. Por esta novela, recibió el Premio Nobel. Las autoridades se lo reprocharon. Renunció a él. Se humilló, pidió disculpas, casi renegó de su obra. No quería que lo desterraran. Su familia y su entorno dependían de él. Ante eso Solzhenitsyn decía: “Siempre me ha parecido imperdonable e incomprensible que el cariño fuera más importante que el deber”.

Ya en nuestros días, otro activista, en Israel, aspira a métodos parecidos a los de Mandela. Se trata del judío David Shulman. De él se dice que es un “extremista de la moderación”. Pertenece a los dominantes y defiende a los dominados. Es profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Forma parte de un grupo de palestinos e israelíes denominado Vivir juntos. Shulman es un activista contra los abusos de su propio pueblo. Dice: “Un bando es infinitamente más fuerte que el otro, pero no más generoso”. Trata de que impere una visión ecuánime del conflicto: “Ninguna de las dos partes tiene el monopolio de lo verdadero, y tampoco de lo falso”. Ve a sus conciudadanos como a “extraviados a los que querría ayudar a recuperar su plena humanidad”. Más allá de sus escasas victorias, está convencido de que debe seguir: “actuamos porque debemos actuar en nombre de lo justo”, o: “Lo hago porque hace que me sienta un ser humano”. Es el hombre cabal, de miras amplias, que ama a la humanidad y cumple con su deber. Otro buen ejemplo de ciudadano.

Todorov también habla de Edward Snowden, un estadounidense que se ha enfrentado a un poder nuevo, al totalitarismo que se expande a través del control de Internet. Este hombre, que trabajaba para la CIA., no se pudo callar aquello que veía y le parecía denunciable: “No quiero vivir en un mundo en el que se graba todo lo que digo y hago”. Snowden sacrifica su carrera, su bienestar y acepta vivir en el exilio, en Rusia. Sus descubrimientos, las infracciones cometidas respecto a la Constitución estadounidense, su denuncia de las intromisiones de sus gobernantes, los publicó en su día The Guardian. Estados Unidos lo espera para denunciarlo por traición. Da igual que este activista denunciara métodos claramente anticonstitucionales. Eso no importa.

De todos los ejemplos que aborda Todorov, solo uno consiguió subvertir directamente la relación establecida: Nelson Mandela. Los demás tuvieron que conformarse con grados distintos de influencia, muchas veces reducida a radios muy recortados de acción. Hay quienes se lanzaron a poner en marcha tareas temerarias porque se creían desligados de ataduras morales y sentimentales, como fue el caso de Solzhenitsyn, o bien, quienes hicieron todo lo que pudieron, pero teniendo que aceptar incluso alguna humillación y anteponiendo muchas veces la preservación de la seguridad económica y física de sus allegados. Boris Pasternak no tenía vocación de mártir, pero supo aprovechar el malentendido con las autoridades soviéticas, la devoción que le tenía Stalin, para interferir a favor de sus amigos, para publicar escritos no directamente disidentes pero sí en los que cometía el grave oprobio de no mostrarse ni adepto ni entusiasta ante el régimen dominante.

Lo que uno se pregunta al leer estas historias es por su situación personal. Todos, salvo que no tengamos conciencia de la actuación abusiva de nuestro entorno – que también hay bastantes casos de ceguera –, estamos inmersos en situaciones denunciables, en ámbitos de iniquidad. Estos espacios pueden ser los de la proximidad, los laborales especialmente; o los más distantes, los políticos. Nuestra obligación ética sería actuar siempre, pero no todo el mundo está en la misma posición, no todos tienen lo mismo que perder. Como mínimo, hemos de procurar ser conscientes de los abusos, intervenir en la medida de lo posible, ser lo menos sectarios y lo más integradores para ir en pos de soluciones consistentes. Esta sería una posible conclusión, después de leer Insumisos, este aleccionador libro de Tzvetan Todorov.

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