La didáctica de los consejos de un abuelo

Mano de abuelo y nieto. / Pixabay
Mano de abuelo y nieto. / Pixabay

Gracias a él supe del temple del hombre, de la necesidad y capacidad de entender, de la honradez para hablar y apalabrar..., también del amor, de la humildad...  De él aprendí mucho de cuanto sé hoy.

La didáctica de los consejos de un abuelo

Cuando tuve conciencia real de su existencia, aun me parecía un completo desconocido. Claro que yo era todavía pequeño para entender ciertas cosas. Solo que aquella figura suya, antes un tanto desdibujada en la ignorancia de mi razón, cada vez fue cobrando más fuerza en mi vida juvenil.

Borrando aquellos primeros encuentros, lo cierto es que su proximidad se hacía por minutos más próxima. Recuerdo aquel lejano mes de mayo de 1965, cuando creí que mi abuelo nunca vendría  a la ceremonia de mi primera comunión y, de repente, al volver la cara lo vi sentado allí, a dos bancos separados del mío, y pillé una alegría que para qué contar. Muchos sonreían creyendo que yo estaba así de contento por la comunión. Y no se equivocaban, es cierto, pero lo que sin duda me había llenado de felicidad era la presencia de mi abuelo, sentado tan cerca de mí. Y sin esperarlo.

Años después, en una de esas tarde en que sol ya solo alumbraba la calva de los cerros, de repente me sentí tan deprimido y me encerré en mi habitación, lejos del mundo. Poco tardó mi abuelo en darse cuenta de mi repentina huida. Me buscó, y enseguida dio conmigo

— Carlos, abre — dijo golpeando la puerta de mi habitación.

— No, abuelo —le respondí—. Mejor no hablamos hoy. Lo siento. Vete, por favor.

— Hijo, sé que hoy me necesitas más que ayer, creo. Anda, abre. solo  es un minuto.

Y le abrí. Aunque volví corriendo a la cama, sin siquiera mirarlo. Luego, sí: luego me tumbé –con las manos detrás de la cabeza- y lo miré fijamente a los ojos, a la vez que observé aquella costumbre suya de  meterse el pulgar en bolsillo del chaleco mientras hablaba; en eso estaba yo cuando gritó:

— Qué demonios te pasa, Carlos.

— Nada, abuelo; solo que estoy un poco enfermo, eso es todo. Así que déjame.

— ¿Ves?, ya empezamos. Si tuvieses dos dedos de frente escucharía a esa persona que tiene serias cosas que contarte. Yo sé muy bien lo que a ti te pasa, creo, y por supuesto que no es el fin del mundo ni nada que se le parezca. Ves fantasmas donde no los hay. ¿Me entiendes? Así que has de aventar de tu cabeza toda esa maraña de inventos que te están envenenando la existencia.

— ¿Qué?

— Que te martirizas, hijo. ¿Acaso crees que fuiste tú quien inventó esas desgracias inexistentes? Ya hace mucho que el mundo es mundo, hijo. Así que escucha atentamente a tu abuelo, que nunca te llevará por mal camino. Al grano: a mí me da el pálpito de que lo tuyo no es sino esa bendita enfermedad que se llama amor. ¡Sí: amor! ¿Qué cómo lo sé? ¡A ver si tú te creer tú que yo nunca fui joven! Y ese dulce dolor es muy propio de los que tienen más o menos tu edad. O sea, que todos padecéis la misma enfermedad.

Lo oí con atención. Luego me recliné. Y luego, sentándome en el borde la cama, y lo seguí escucharlo, con interés creciente, aunque sin decir esta boca es mía.

— Sé que ya soy viejo, y lo acepto. Pero no permito que tú, tus amigos, tus padres..., en fin, todos...  me tomen por tonto y viejo chocho. ¡Ah, eso no! Solo veis en mí a un carcamal, un viejo trapos de cementerio. Pero, fíjate, con un puñado de neuronas que trabajen bien, este viejo sabe más que todos vosotros juntos. Solo que no interesa que se note demasiado. — Acabó diciendo, no sin cierta sorna. Y añadió: — En cuanto a tu asuntillo..., te diré que incluso lo conozco antes que lo conociera tu padre. Y te lo cuento. Carlos, tú estás enamoradito de Marta. (¿Me equivoco? ¿No? Pues sigo.) Pero la mala suerte ha querido que esa linda chiquilla sea, precisamente, la hija de Juan Fulgencio Ruiz, el comunista más comunista de este municipio. (¿Vuelvo a acertar? ¿Sí? Pues sigo). Y tú sabes bien lo que tu padre siente por los pobres comunistas. (Ahora no sólo no me equivoco, je, je, sino que, además, te sorprendes que esté tan al corriente del tema).

De repente noté que un calor me quemaba las orejas. Callé durante segundos. Luego rompí el silencio diciendo, con cierta furia contenida:

— O sea que tú, viejo zorro del desierto, ya sabías...

— ¡Claro que lo sabía! Y más: a ti te inquieta es Marta. Y lo que te preocupa es lo que tu padre piensa del padre de Marta, por lo que desea “que te alejes de ella”. Pero claro,  resulta que ni Martita ni tú estáis dispuestos a separaros, algo del todo natural. Pues sé bien que cuando la sangre se inquieta y el corazón se oprime,  aparece un encantador “fantasma” que se  llama amor... Bien… ¿Voy bien? 

— ¡Sí! Viejo sabelotodo!-chillé, entre triste y alegre. Pero con cierta ansiedad.

— Así las cosas, de ser tú, yo no perdería ni un segundo en salir corriendo en su busca, chaval;  que lo de tu padre y ese tal Fulgencio me encargo yo. ¡Así que, arrea, vete ya! Y si haces fácil lo que tan difícil te resulta, pronto te darás cuenta de que los monstruos no son tan grandes ahora como te parecían antes.

Pasaron meses. Años. Y cuando murió mi abuelo, nunca antes  yo había llorado tanto. Sé que el llanto sólo sirve para sacar afuera el dolor, pero yo no podía controlarlo.

Días antes de que mi abuelo nos dejara para siempre, me llamó para que le guardara unas cosas suyas en una caja. Eran muchas. Algunas tan interesantes como sus cuadernos de poesías. Solo que yo ignoraba que escribiera poemas.

— Toma — me dijo. — Guárdalos. Te pertenecen por derecho propio. Y no te creas, ¿eh?, que algunos valen la pena. Mira, con éste gané un primer premio de hace unos años. Léelo.

Y eso hice; aunque las lágrimas me impidieron leer más allá de la tercera estrofa.

Mi espíritu de viejo está desierto

de ilusiones. Muerto ya aquel imperio

de juventud, que a recordar no acierto...

(...).

Fue todo un modelo de hombre para mí. Fue mucho lo que aprendí de él. Pero la joya de su corona fue siempre “la didáctica de sus consejos”, consejos sobre los que yo senté los pilares que poco a poco fueron fraguando en la pequeña personita que ahora soy. Gracias a él supe del temple del hombre, de la necesidad y capacidad de entender, de la honradez para hablar y apalabrar..., también del amor, de la humildad...  De él aprendí mucho de cuanto sé hoy. Fue importante en mi vida. Por eso lo llevo siempre tan dentro.

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