Dialogando con las citas de El monstruo ama su laberinto, de Charles Simic

El poeta norteamericano de origen serbio Charles Simic
El poeta norteamericano de origen serbio Charles Simic

La intimidad de dos personas que escuchan juntas la música que aman. No hay unión más perfecta.

Dialogando con las citas de El monstruo ama su laberinto, de Charles Simic

La intimidad de dos personas que escuchan juntas la música que aman. No hay unión más perfecta.

El poeta ve lo que el filósofo piensa

El poeta extrema su mirada, establece lo que ve y mucho más tarde, atónito, lo piensa. Se sorprende de lo que su visión le revela, eso apenas concebible, eso que no intenta ordenar lo absoluto sino respirar la imagen absorbente, en una tensión recíproca, en una fusión de proyecciones. El poeta procura no mentirse con una explicación convincente, ahonda en lo real con la honestidad del fracaso.

Mi ambición es arrinconar al lector y hacerle imaginar y pensar de otra manera

Sí, el sueño de un escritor – y más en estos tiempos – es encontrar al lector entregado, por unos momentos ausente de la futilidad de sus búsquedas compulsivas, atento como un ser antiguo. Una vez allí, expectante, mantenerlo en esa posición que excluye la creencia pero comprende el afán alimenticio. Y que él mire el escenario que el escritor ha creado, que piense que esa imagen que le es ofrecida es suya, aunque alguien se haya adelantado a mostrársela.

Entre la verdad de lo oído y la verdad de lo visto, prefiero la silenciosa verdad de lo visto.

Lo que se oye suena a la perversión de las ideas, al emplazamiento de la verdad en la desvirtuada cárcel de las intenciones. Lo que se oye, en lo que reparamos, es en el trajín de las palabras, en su ostentosa organización en pos de un espejismo indubitable. ¡Qué  ligereza la de la muda visión de un detalle o la aún más callada sugerencia sonora de un pacificado paisaje!

Esta es la definición de “lo bello” que da el moralista: no la vida como es, sino la vida como debería der.

Hay que saber encontrar lo bello en lo que es. Restituir a la belleza su condición diversa. Alcanzarla a través de capas disuasorias. Reconocerla en la verdad de las asimetrías. Despertarla de su sueño sumiso. Desvelar la valía de su imprecisión. Acoger su sentido expectante. Afrontar un alcance que desdiga las convicciones escuetas.

Mi alumno Jeff McRae dice: “La vida en el mejor de los casos es una hermosa tristeza”

Jeff es un ser melancólico, un ser sensible que ha sabido conferir una hermosa paz a la reincidente derrota. La vida, en el mejor de los casos, para cada uno, es distinta. No todos alcanzan la misma altitud, aunque hay plataformas intermedias en las que es factible un indudable placer de vivir.

Hasta cuando tenía ochenta y ocho años y se alojaba en una residencia de ancianos de Dover, Nex Hamphsire, mi madre seguía perpleja. ¿Qué sentido tiene todo? Lo que la aterrorizaba era la probabilidad de que no tuviera ninguno.

Craso error en las postrimerías. La muerte es una pared que se interpone en el camino, un final abrupto que no por retrasarse deja de haber existido antes. Cada minuto de nuestro recorrido contiene un final que, menos una sola vez, se desborda. Avanzamos impelidos por un señuelo oscuro. Perseguimos una sucesión apasionada. No hay meta sino la voluntariosa perfección de los esfuerzos.

El propósito de las ideologías étnicas, nacionalistas, religiosas o de género es extirpar la sensación de fracaso asociada a nuestras propias limitaciones individuales y reemplazar el “yo” por un “nosotros”.

Siempre he pertenecido a un colectivo a regañadientes. Bastante difícil me resulta ya identificarme conmigo mismo, que soy muchos resumidos en una cauta presencia. Ser considerado perteneciente a lo que otros pretender ser, más allá de sí mismos, de su agotada distinción, me causa una inquietante alergia. Sé que fundido en otros grupos humanos me ahogaría de incomprensión mutua, de soledad llegada de esa inoperante confluencia, y entonces “los míos” – esos que, después de atraerme, me repelerían con alevosía -  intentarían darme una lección de humildad, a mí que habría querido ser aparte, suficiente. Y yo respondería entonces con mi propuesta de pertenecer a un grupo altamente contradictorio,  que se formulase en lenguajes; si no precisos, al menos, inteligibles.

A fuerza de rozarte con tantos extraños en tantos sitios y de remedar sus costumbres haciéndote pasar por un lugareño, te has vuelto incomprensible hasta para ti mismo.

Uno no siempre va siendo lo que había imaginado. Las servidumbres son muchas. A veces se disfrazan de amabilidad, de lealtad, de condescendencia. A veces, ha sido más inteligente imitar, no denunciarse a uno mismo o a los demás con una supuesta genuina presencia. Uno va siendo otro y acaba por despreciar al que fue. Pero nada asegura que quien fuimos primero fuera el más puro. A menudo es al revés. El ser original camina por un camino que es el de todos. Inquiere con su panorámica mirada todos sus pasos. Al final, hay que ser un lugareño trazado por la criba de tantos resortes que contribuyen a una insípida unanimidad. De lo que se trata es de preservarse haciéndose mínimamente compatible.

La intimidad de dos personas que escuchan juntas la música que aman. No hay unión más perfecta.

Entonces, la música ocupa su lugar sin reticencias, llena el espacio sin posibles resquicios a la digresión, se enlaza en infinita anuencia. Dos que escuchan lo común miran a un mismo infinito, regresan a las mismas confluencias, se reinventan en lo próximo, débilmente conscientes, se sumen en el distante atardecer que se prodiga por la ventana.

La esperanza es que el poema termine siendo mejor que el poeta.

El poeta es siempre defectuoso, no persigue lo perfecto en él porque no le interesa tal mentira. Se sale de sí para instalar un hálito propio en la ordenación de unas palabras. En ellas, sí sueña la posibilidad de un resultado excelso, de una verdad que no sirva para nada más que para desmentir su impronta imposible. El poeta es siempre decepcionante, el poema puede que no, puede que se aposente en lo cerrado dentro de lo cual perviva un escueto e intenso ámbito de iluminación. El poema debe alejarse del poeta, atreverse a avanzar, hasta preceder inalcanzablemente al ser provisional y dubitativo que está condenado a ser el hombre.

Históricamente, solo la poesía es capaz de hacer audible la soledad humana.

La soledad dice mucho porque es diálogo inextinguible entre el desdoblamiento del ser. La soledad nos recluye en la voz que transcribe las variantes de nuestro latido. La soledad descarta las respuestas y se agarra a las afirmaciones preguntadas.

La ambición secreta de cualquier obra literaria es que los dioses y los demonios le presten atención.

Escribir es un acto temerario. Nuestras palabras, fuera del secreto de nuestra mente, campan hacia las distintas miradas. Si me leyese un dios, tal vez me recriminaría mi pérdida de tiempo en rebuscar lejos de lo sencillo, de lo eterno. Si me leyese un demonio, consideraría insuficientes estas digresiones de mi vida sentimental, estas pretensiones de ampliarme lejos de mis comparecencias  en lo que nos afecta. Pero me daría unas palmaditas en la espalda y me diría: “Sé oculto, Javier. Sé otro.”

Hasta donde me alcanza, no es una contradicción decir al mismo tiempo que Dios existe y no existe.

Dios es un personaje muy interesante - hasta necesario, tal vez -, como modo de confrontarnos con algo notoriamente disímil. Creer en Dios depende de una lograda limitación de nuestro pensamiento. Tal vez existió y existe algo capaz de programar bastante bien esta concatenación de causas. O solo es fruto de nuestra exigida imaginación, que lo quisiera revivir para, con rezos, intentar ablandarlo. @mundiario

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