Desmontando el mito de la entrepierna: el sexo sólo es sucio cuando se cuenta bien

Disfrutando de la naturaleza
Disfrutando de la naturaleza.

Parafraseo a Woody Allen para reivindicar que el mayor órgano sexual está dentro de la boca y que no hay placer más sublime que darle a la lengua y contar nuestras experiencias sexuales.

Desmontando el mito de la entrepierna: el sexo sólo es sucio cuando se cuenta bien

Parafraseo a Woody Allen para reivindicar que el mayor órgano sexual está dentro de la boca y que no hay placer más sublime que darle a la lengua y contar nuestras experiencias sexuales.

Siempre que estoy sola en la montaña, dejo salir a la filósofa que escondo bajo mi vestido. La otra mañana, en la cima de un monte, reflexionaba sobre una célebre paradoja que ha traído en jaque a muchas mentes brillantes desde que se inventó el aburrimiento: si un árbol cae en medio del bosque y no hay nadie para escucharlo, ¿hace ruido? Con tal bucólico pensamiento me encontraba, que no advertí que un apuesto montañero se había sentado a mi lado y me ofrecía una lata de cerveza. Un rato después, tumbada entre los arbustos, me interpeló otra paradoja: si follamos en medio del bosque y no hay nadie para contárselo, ¿el placer ha sido real?

Seguro que las respuestas a este dilema variarán según el ágora donde lo enuncie. En la cafetería, por ejemplo, mis amigas alegarán que el regusto entre las piernas es la prueba del algodón. Imagino que de ahí debe venir la expresión 'más agusto que un arbusto', pero no me sirve, el placer fue demasiado efímero, si no fingido. En la barra del bar, mis amigos solteros utilizarán el método cartesiano para dar solución a la paradoja, partiendo de la máxima: "Follo luego existo. No follo luego insisto". Tumbada en el diván, mi psicóloga enfatizará que si persiste el recuerdo, aunque malo, será real. Le contestaré que apenas me acuerdo, que la mochila del montañero estaba repleta de cervezas y me emborraché. En el ascensor, mi vecino el científico necesitará conocer todos los detalles (cuanto más guarros mejor) antes de dar su veredicto, aduciendo que el mayor órgano sexual es el cerebro. Supongo que es porque tiene la cabeza muy grande en comparación con su miembro, o porque tiene un historial más largo de pensamientos que de actos sexuales. Pero tiene razón: toda estimulación empieza en las neuronas, y la visión de aquella cerveza cuando estaba deshidratada en la montaña fue tan sugerente como para abrir de par en par los labios. Ya lo decía Artistóteles: "Sólo hay un principio motriz: el deseo". Aunque me temo que Aristóteles no hablaba de sexo, no como Woody Allen cuando confesaba que el cerebro es su segundo órgano favorito. También estoy de acuerdo con el cineasta, pese a discrepar en cuanto a nuestro órgano preferido. El mío, sin duda, es la lengua, y no porque la tenga plagada de zonas erógenas, sino porque lo que de verdad me pone cachonda es soltar por la boquita que he echado un polvo con un fornido montañero.

Como no podía ser de otra forma, esta necesidad de recrearme contando historias la descubrí en la literatura. Siendo muy jovencita averigüé que los escritores eran capaces de despertar mis instintos más sucios narrando escenas de sexo. Desde una de las primeras que leí, el polvo tierno y primerizo de Aliena y Jack en Los pilares de la Tierra, hasta una de las últimas, el truculento y gótico de Santiago y Alicia sobre la tumba de Julio Cortázar que describe la novela Álter ego. Una historia siniestra.

¿Necesitamos contar nuestras experiencias sexuales para hacerlas más reales o placenteras? En la respuesta encontramos importantes diferencias entre hombres y mujeres. Mientras que ellos son conocidos por largar usando el método del parchís (por aquello de comerse una y contar veinte), nosotras somos mucho más sutiles y complejas. Urdimos verdaderas tramas romántico-eróticas para contar a las amigas que hemos echado un polvo, y somos capaces de relatar nuestros diez minutos de gloria con más capacidad oratoria que un sofista griego. Por eso lo normal es que cuando conocemos al galán que abrumó sexualmente a nuestra amiga, nos parezca un piltrafilla. Ellas, donde yo vi a un montañero cachas, sólo habrían visto a un dominguero con barriga cervecera. Mi amiga del colegio, Sofía, cuyo mundo se reduce a ser madre de cuatro criaturas, me recordará la cita de Nietzsche que nos enseñó Sor Teresa, la profe de filosofía: "El sexo es una trampa de la naturaleza para no extinguirse", nos advertía la monja. Pero yo, ¿qué quieren que les diga?, soy inquieta por naturaleza, por lo que me he fijado como objetivo para el nuevo curso serlo también en la naturaleza. Total, que me he apuntado a un club de montañismo. Fue Schopenhauer quien me mostró el camino: "la vida consiste en la repetición constante del placer". Desde entonces ésa ha sido mi filosofía de vida. Gracias Schopenhauer por inspirarme para liarme la manta a la cabeza y echarme al monte en busca de otro montañero (por cierto, lo de la manta no es figurado, es un objeto muy útil cuando una piensa yacer sobre los arbustos). Ahora que mi mente está en plena ebullición filosófica, acabo de entender por qué las monjas del colegio nos enseñaron a Nietzsche y no a Schopenhauer… @susydevoradora

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