En alma, corazón y vida; los primeros, los de Filipinas (II)

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Paisajes de Filipinas. / XA

Atracar en el imaginario muelle de Zamboanguita es volver a los orígenes de la aldea, pero en blanco y negro. Allí está la felicidad. Y sus habitantes, como Roy, no necesitan salir nunca de la isla que les ha adjudicado el destino.

En alma, corazón y vida; los primeros, los de Filipinas (II)

Llevaba ya más de una semana en el pequeño y, nada frecuentado por los turistas, pueblo de Zamboanguita cuando conocí a Isay. ''Es muy triste'' me dijo después de las preguntas de rigor sobre mi situación sentimental. Lo hizo mirándome con profunda compasión. Me engancha su franqueza y su simpatía y nos hacemos inseparables. A sus 22 años vive felizmente con su novio y futuro marido en una chocita de bambú de unos siete metros cuadrados que han construido ellos, donde una simple esterilla los aísla del suelo, que es de tierra. Una cama y un televisor antiguo y mal sintonizada son sus únicas pertenencias. Comparten el baño, que esta fuera, con toda la familia, ya que lo habitual es vivir todos juntos. “Mi madre ha ido a comprar para que cenes con nosotros”-, me comenta. Hacemos fuego para cocinar mientras los animales -que están en el terreno lindante-, victoriosos por sobrevivir una noche más, no nos dan tregua con su cacareo y sus gruñidos.

Su madre vuelve con una bolsita con carne y unas mazorcas de maíz. Y yo, que hace más de 15 años que no pruebo la carne, enmudezco una vez más. Igual hasta me gusta pienso, debatiéndome internamente sobre si decir la verdad y quizá ofenderles, o probarla.  Cocinan varios platos y compartimos todo, por lo que no se nota demasiado que apenas cojo dos pedacitos de la bandeja. No paro de preguntarme con qué ínfima frecuencia comerán carne.

Abismo entre dos mundos

Durante la cena se interrumpen los unos a los otros a la hora de preguntarme todo lo que se les ocurre sobre mi familia, mi trabajo, el precio de la vida en España, sobre que dicen las noticias sobre su presidente en el exterior, pero especialmente sobre mi vida y situación económica. No suelo entrar en detalles pero Isay -que me presenta a todos como su hermana- sabe la verdad, sabe que no estoy de vacaciones. Son una familia muy humilde, ninguno ha salido -ni probablemente lo hará nunca- de la isla. Ciertamente no sé cómo explicarles mi realidad, pero no me gustaría hacerles sentir impotentes, desdichados, desafortunados, desgraciados, si se lo cuento. Quizá si les explico que para estar esta noche allí con ellos, he tenido que hacer muchos sacrificios y renunciar a todo lo que había construido hasta entonces... Pero es que la madre de Isay trabaja en un puesto de comida ambulante en la carretera principal. Tendría que trabajar durante las próximas 50 vidas para poder hacer algo parecido a lo que yo estoy haciendo. No soy capaz de explicarles como era mi vida antes. Me siento una farsante, irreal, una impostora, una mentirosa, una simple actriz. Quiero ser sincera, pero no logro dar con las palabras para explicarle a personas que no ganan ni 200 euros al mes, que a pesar de que tenía una vida de catálogo, todo lo que podía necesitar multiplicado por 2 y prácticamente todo aquello que podía desear, nada parecía satisfacerme.

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Amigos de Zamboanguita. / Xantia Alonso

Una de ellos

Quiero ser una más entre ellos, que me traten de igual a igual como hasta ahora lo han hecho. Quiero seguir comiendo sentada en el suelo y bebiendo de vasos sucios como si fuese lo normal para mí.

No quiero que se note que es la primera vez que me ducho con cubos de agua porque no hay agua corriente. No quiero que sepan que me molesta que otra vez se haya ido la luz.

No quiero que se note que es la primera vez que me ducho con cubos de agua porque no hay agua corriente. No quiero que sepan que me molesta que otra vez se haya ido la luz, y ni mucho menos me gustaría que pensasen que tener que caminar 2 kilómetros para conseguir algo de cobertura para el móvil era algo impensable para mí. Y es que en realidad, nada de eso ya me importa.

Pero me temo que si les cuento de dónde vengo puedan envidiarme, juzgarme, o acercarse a mi por  interés. Me da miedo de que no vayan a acogerme en sus familias con los brazos abiertos como hasta ahora. No consigo ser honesta y tengo la sensación de que esa barrera económica siempre va a estar ahí, separando nuestros mundos.

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Sin electricidad, de nuevo. / Xantia Alonso

La noche tapa el llanto

Recuerdo otra ocasión cuando Roy, uno de los chicos de Zamboanguita que, intuyo, quería ''arreglar'' mi situación sentimental, me había llevado a dar un paseo por las montañas de Valencia (también tienen otras localidades como Pontevedra, Valladolid o Murcia). Me pregunta por qué he dejado mi trabajo. Contesto -sin pensarlo demasiado-, que tenía que dedicarle muchas horas y que el salario no era muy bueno. “Te entiendo –responde-, a mí me pasa lo mismo. Cobro 3.000 pesos (unos 55 euros al mes), y como no es suficiente, he tenido que buscarme otro empleo; así que trabajo 12 horas cada jornada, 6 días a la semana. Por eso estoy buscando otra cosa, como tú”. Me mira buscando mi complicidad. Agradezco que sea de noche y no pueda ver que se me inundan los ojos de lágrimas.

Le pido que me acompañe a la isla de enfrente, Siquijor, a una hora de trayecto, e intento que no se note mucho que quiero invitarle. Roy me explica que le encantaría pero que no puede. “Tengo una vaca-, me dice. No puedo dejarla sola”. “Entonces ¿nunca vas a salir de esta isla?”-, le pregunto. “No. Me encanta mi isla, aquí soy feliz y tengo todo lo que necesito”.

Desdichas y despedidas

Tras escuchar historias semejantes de diferentes personas y siempre con la misma conclusión -la de no querer salir de su isla a pesar de que pudiese significar una oportunidad de progreso-, me doy cuenta de que en realidad la desdichada soy yo. Que he buscado la felicidad durante tantos años en los lugares más inhóspitos y gélidos, en lo fariseo, en las personas más histriónicas y en la inacabable lista de bienes materiales que inundaban mi vida. Y, que todavía a día de hoy, después de todo lo vivido y aprendido en esta larga temporada en Asia sigo pudiendo llegar a pensar que ellos, con una vida tan humilde, modesta y simple, quieren, envidian o necesitan para ser felices, una porción siquiera de lo que yo tenía antes en abundancia. He tenido que venir a la otra parte del mundo para ser consciente de algo que ya sabía pero que la verdad, no me terminaba de creer.

He buscado la felicidad durante tantos años en los lugares más inhóspitos y gélidos, en lo fariseo, en las personas más histriónicas y en la inacabable lista de bienes materiales que inundaban mi vida.

Me despido de todos, entre abrazos e intercambio de número de teléfono, y les digo que volveré. “Lo sabemos”-, me contestan. “Este es tu sitio, no importa de dónde vengas, tu perteneces aquí”-, me dice Isay. Me subo al jeepney y otra vez rompo a llorar como la primera vez que me fui de casa.

Caminando por Manila, por las murallas tras las que una vez se refugiaron los colonos españoles y donde fueron duramente asediados durante meses y sin apenas víveres, me detengo a rendir homenaje a José Rizal, mártir civil, héroe nacional e inspirador del nacionalismo filipino, y me pregunto qué hubiese pasado si él no hubiese existido. ¿Sería Filipinas una provincia española más, como Rizal deseaba? Y más aún, ¿podría aprender tanto de ellos como lo he hecho en este último mes de haber ocurrido así las cosas?

Así que el taxista que me recogió en el aeropuerto el primer día tenía toda la razón en su advertencia: Al final me han robado lo más valioso que tengo.

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