Comer en la escuela en verano, un paliativo a la asimétrica crisis actual

Un plato infantil.
Un plato infantil.

Nunca pensamos que algunas pesadillas que todavía pueblan nuestras noches podrían volver, pero son malos tiempos. La creciente hambre infantil no concuerda con las bondades que se pregonan.

Comer en la escuela en verano, un paliativo a la asimétrica crisis actual

Nunca pensamos que algunas pesadillas –que todavía pueblan nuestras noches- podrían volver, pero son malos tiempos. La creciente hambre infantil no concuerda con ninguna de las bondades que se pregonan.

 

La primera vez que comí en un comedor escolar era octubre de 1954. No pertenecíamos a la Unión Europea. No teníamos ni medio Estado de Bienestar. Muy buenos profesores que nos hubieran debido atender habían sido depurados o estaban en el exilio. Diversos decretos que se habían ido sucediendo desde el inicio de la sublevación militar -confirmados al término de ésta-, habían cerrado muchas escuelas e institutos públicos. En aquella España todavía autárquica, “depurada” y de Concordato recién estrenado –igual que el “Pacto de Madrid” con EEU-, cuando la gente humilde y trabajadora –sobre todo, en la España predominantemente rural- quería que sus hijos estudiaran, o no podía o los internaba en alguna institución de corte religioso. Por tal motivo, fuimos de los primeros en beneficiarnos de la mantequilla, leche en polvo y queso de bola americano –igual que las instituciones de Caridad y Beneficencia y unas mermadas escuelas nacionales-, mientras Foster Dulles lograba nuestra inquebrantable adhesión como vigías de Occidente. Pese a lo cual, el nivel de calorías con que nos nutrían –aunque un poco más redondeado- todavía continuaría siendo deficitario hasta los sesenta. Prueba fehaciente de ello es que, entre las prohibiciones más reiteradas y al mismo tiempo más conculcadas en aquella casa, estaba el que en las visitas de familiares abundase el trasiego de complementos alimenticios. Distinguidos narradores, como Carlos Casares en Xoguetes para un  tempo prohibido (Galaxia, 1975) o Luis Mateo, en “Vidas de insecto” (en: La cabeza en llamas, Círculo de Lectores, 2012), han dejado irónica constancia documental del galimatías de aquellos espacios tan arbitrarios y tiempos tan contumaces.

En el curso 1968-69, volví a aquel internado como profesor novato. Andábamos con los Planes de Desarrollo, los López controlaban la parte más sustanciosa de aquel desarrollismo, emigrar a Europa despoblaba el mundo rural, la OCDE empezaba a marcar la hoja de ruta de los españoles desde 1961 y, dentro del Project International Mediterranée, concretaba en 1963 Las necesidades de la educación y el desarrollo económico en España. En esa misma secuencia, el “Libro Blanco” que precedió a la Ley General de Educación de 1970 señalaba –entre otras cosas dignas de relectura- el enorme déficit que teníamos de puestos escolares, las naderías que validaban aquellas reválidas y lo obsoleto de que las chicas tuvieran muchas menos oportunidades que los chicos. Nuestros emigrantes, de aldea en su mayoría, seguían llenando aquellos internados de hijos, con el señuelo de que les atenderían mejor que los tíos y abuelos.  Había mejorado bastante el menú, pero no tanto que hubieran desaparecido –en aquella institución concreta- las escuetas pautas de dieta rudimentaria, todavía complementada en demasía con aditamentos caseros subrepticios. La diferencia principal respecto a la experiencia de 1954 radicaba en que no tenía obligación de compartir la comida de aquellos chicos. Pero solía hacerlo si me tocaba estar de guardia y ahí surgió el problema: una aguachirle con fideos y unos equívocos cachelos impulsaron a un grupo de alumnos a pedir permiso para comprar un bocadillo fuera. No era la primera vez que lo hacían, pero el hambre que yo mismo tenía me indujo a justificar su demanda.  Y tal comprensión trajo la expeditiva sanción de los rectores del establecimiento: no fuera que se repitiera el gesto e indujera una mala imagen en ciudad tan quieta y pecuaria como aquella. Enseguida quedé  “entre la indefensión y la subversión”: sólo un colega se lamentó de no haber sido solidario con mis protestas; cuando saliera de aquella casa –dijo-, quería hacerlo por la puerta y no por la ventana.

Curso 2013-2014: las exigencias democráticas  y las ubicuas tecnologías de la información hacen cuantificables y visibles las continuidades de aquellas carencias, nunca del todo ausentes de muchos entornos educativos en tantos años transcurridos. Desde “la crisis”, especialmente, ha saltado a la opinión pública que, ahora mismo, muchos niños pasan hambre en España. El Sindic des Greuges catalán destacó varias veces en 2013 cómo cerca de 50.000 niños catalanes tenían severas privaciones alimentarias y que había muchos casos de malnutrición (Ver: http://www.sindic.cat/site/unitFiles/3505/Informe%20malnutrici%C3%B3%20infantil.pdf) Desde 2010, venía alertando de las dificultades de muchas familias para el acceso a este servicio socioeducativo. El Sindic de la Comunidad Valenciana, que también ha hecho recomendaciones sobre esta cuestión, ha recibido desplantes de los responsables de buenas prácticas en este terreno. En unas y otras partes se han venido sucediendo noticias y denuncias similares, con reacciones dispares; en algunos casos, negando la realidad o induciendo a pensar que sólo eran denuncias desmoralizadoras, intolerables cuando España iba tan bien. Particularmente vergonzante es que no quisieran oír a instituciones de solvencia acreditada como Save the Children, Cáritas, CEAPA o UNICEF y Cruz Roja, que hablaban de dos millones y medio de niños españoles en riesgo de exclusión: tan sólo Rumanía estaría detrás en un posible ranking europeo. Andalucía y el propio Ministerio de Asuntos Sociales y Sanidad se han mostrado más abiertos a becar determinadas plazas, pero ni siquiera esto ha sucedido en Madrid. También a los Sindicatos, como CCOO, ha llegado esta preocupación y son múltiples sus denuncias al respecto: ha participado en la Plataforma por la Escuela Pública en una campaña contra la malnutrición y otros problemas alimentarios de la infancia  (http://www.fe.ccoo.es/ensenanza/Condiciones_de_Trabajo:Mujer_e_Igualdad:Inicio:618317) (También: http://docpublicos.ccoo.es/cendoc/040025.pdf),  y , en un video colgado el pasado día 23, reclama que los comedores escolares no se cierren este verano -a imitación de lo que se hizo el año pasado en Canarias-, porque el 27,5% de los niños españoles –menores de doce años- está en riesgo de pobreza y pasa hambre, como confirma EUROSTAT. Según los planteamientos ultraliberales, estos niños desatendidos serían el excedente del sistema: los que “se han pasado” en el gasto alegre de los recursos.

En el recién publicado libro póstumo de Carlos ParísEn la época de la mentira-, puede encontrarse una plausible explicación de esta repulsiva cara de la polifacética crisis actual, inducida por el despotismo de un capitalismo especulativo improductivo en combinación con la vanidad de una sociedad egoísta. Con la permanente enseña de “la calidad” en la boca –a que se atiende eminentemente en la LOMCE-, sólo ansían la descomposición creciente de los lazos colectivos y la construcción de individualidades competitivas, depredadoras de las posibilidades rentables científico-técnicas que, en tales manos, amplían las posibilidades de sometimiento de las mayorías sociales e inducen al miedo y al desasosiego hobbesiano. El hambre infantil de los niños españoles de hoy -evolución última de la pobreza de nuestra infancia- no es sino una plasmación actual de las desigualdades crecientes. Según datos de 2006, el 0´0035% de la población poseía ya el 80% del PIB español y, además, muestra constantemente -como decía hace tres años Vicenc Navarro- su poder de clase, ejerciendo su influjo en el subdesarrollo del Estado de bienestar y, concretamente, en las disparidades patentes de nuestro sistema educativo (Ver: Hay alternativa, Sequitur-Attac, 2011, pgs. 39 y 105-112). Visto el resultado –sostenía El Perich en 1981-, parece ser que el dicho evangélico de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos, “ha preocupado más a los camellos que a los ricos” (Desde la Perichferia, Planeta, p.46).

Nuestra propia Constitución de 1978, símbolo democrático especialmente invocado estos días, puede y debe ser analizada –ahora que el ilusionismo circense del fútbol ha sido aminorado por Chile- desde la perspectiva del pan de todos –el presupuesto público-, que muchos ciudadanos tienen la sensación de que no está siendo bien defendido como tal cuando los más pequeños pasan hambre. Quedan disponibles, suponemos, las primas que nuestros futbolistas iban a cobrar, probablemente capaces por sí mismas de solventar gran parte del problema. Pero, además, ahí están –para algo más que meras declaraciones- las exigencias de convivencia en igualdad de trato que prescribe la actual Carta Magna, desde el propio Preámbulo y en el art. 1, 9.2, 10.1, 14, 31, 33, 39, 40, 43, 86, 128, 130, 135 y 149 -limitando el derecho de propiedad privada, según la doctrina que ya Santo Tomás propugnaba, con los intereses del bien general (Summa Theologica, IIª-IIae, q.32, a.6). El propio artículo 27, garantizando el derecho de todos a la educación y un determinado género de libertad electiva, resultaría profundamente contradictorio  si no indujera a nuestros gobiernos, central y autonómicos, a tomar como primera obligación evitar el hambre de sus ciudadanos más endebles.

En este trance de la historia española y con una riqueza que la posición bursátil del exclusivo IBEX-35 delata, sería indecente que –como en el siglo XIX-  se replicara que tan sólo de un “derecho imperfecto” de los ciudadanos se trata: ¿De quién deberían decir en tal caso que es este Estado?   En tiempos tan duros como este, en que todo está a prueba, más nos valdría trabajar por construir personalidades e instituciones inclusivas, empeñadas en eliminar formas de dominación de diverso calibre. Esta es la única forma de protegernos y proteger a la humanidad; la misma que manejaba Juan de Mariana, en 1599, cuando decía: “El poder corrompe a los ricos, siendo pocos los que pueden hacer fortuna y ser felices… En una república en que unos rebosan de riquezas y otros carecen de lo necesario no puede haber paz ni felicidad posible; debe guardarse en esto cierta medida y establecerse una bien entendida medianía” (MARIANA, Juan de, Del Rey y de la institución real, Madrid, Doncel, 1976, p. 339).

 

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