En El cerebro espiritual, Francisco J. Rubia refuta la trascendencia de la espiritualidad

Representación del túnel que conduce a la vida después de la muerte. / Mundiario
Representación del túnel que conduce a la vida después de la muerte.

Rubia reconoce que las verdades científicas son temporales, efímeras, pero, al mismo tiempo, que ello no autoriza a nadie para dar por válidas apariencias, relatos que se interpretan interesadamente.

En El cerebro espiritual, Francisco J. Rubia refuta la trascendencia de la espiritualidad

Al neurólogo Francisco José Rubia lo he ido conociendo a partir de las entrevistas que he visto en televisión y también por algunas búsquedas en youtube. Las explicaciones que da sobre lo que se conoce del funcionamiento de la mente me parecen fascinantes. En noviembre, intervino en el programa Millenium, de La 2 (ya desaparecido, como Para todos la dos, que también nos ofrecía interesantes debates humanistas. Se pierde lo poco que contrarresta lo mucho infecto de la televisión). El título de ese programa era el poco original Más allá de la vida, y se puede ver en Internet. El tema era la posibilidad de que hubiera vida más allá de la muerte, esa creencia bastante extendida, más allá de una concreta religión, de que el espíritu sobrevive al cuerpo y sigue su periplo, superados los rudimentos de nuestra vida, liberado del cascajo de nuestro cuerpo.

Eran cuatro los contertulios y, de ellos, solo Rubia se mostraba incrédulo, taxativo, serio - a la vez que, por lo bajini, coñón y amistoso -, convencido aunque también condescendiente, no con las ideas sino con quienes insisten en sus acientíficas evidencias. Los tres espiritualistas hubieran vertido feliz y cómodamente los argumentos- o sea los casos, los testimonios que los sitúan en el escepticismo ante la capacidad actual de la ciencia – si no se hubieran topado con este gran refutador, con Francisco José Rubia, que una y otra vez les decía que, sin cerebro, no puede haber ningún tipo de vivencia, de consciencia en ningún ser viviente.

Esa es la principal teoría de su libro El cerebro espiritual. El creyente deduce que los seres espirituales, las imágenes que pueden aparecer muy vívidas en la mente humana, en situaciones concretas, son una prueba o al menos una señal de su existencia exterior, de su  función en un orden total que acabaría explicando todos los misterios de la vida, nuestra razón de ser, la oculta motivación de todos los sucesos. Para el neurólogo, el origen de todas las religiones está en los efectos producidos por diferentes drogas o por situaciones límite que alteran el funcionamiento habitual del cerebro.

La llamada realidad espiritual puede serlo tanto como cualquier realidad que intuimos y que la ciencia nos dice que no existe, como los colores, que son una creación del cerebro; o como la sensación de que la Tierra es plana, o diferentes interpretaciones ópticas. A esa realidad espiritual la llama la segunda realidad. Esta realidad se percibe a través de la consciencia límbica – de la hiperactividad de sus estructuras-, una consciencia más antigua que esa consciencia egoica que está activa habitualmente y donde predomina el yo, o sea, la visión dual. Esta consciencia inhibe a la límbica, por lo que esta solo emerge mediante la injerencia de drogas, en las epilepsias, en las experiencias límite o en el forzamiento de la mente a través de técnicas espirituales. En estas situaciones se da esa sensación de recompensa, pues hay una gran producción de endorfinas y se produce la autotrascendencia, es decir, la disminución del sentido del propio yo y la capacidad de identificarse con el resto del universo. La experiencia espiritual supone acceder a un estado alterado de consciencia que, siendo natural, no resulta muy común.

Rubia refiere la teoría de que hay una tendencia inherente a creer en lo sobrenatural, en Dios y en el alma, lo que podría ser el resultado de razonamientos falaces sobre experiencias mal entendidas. El exceso de dopamina – como en la esquizofrenia y el trastorno obsesivo compulsivo – se asocia a un aumento de la religiosidad.

La autoescopia es la sensación de elevarse sobre el propio cuerpo, algo que, según Rubia, se puede provocar manipulando cierta parte del cerebro. Les ocurre a los astronautas en sus entrenamientos y, por lo tanto, no significa el desdoblamiento de cuerpo y alma, que interpretan quienes oyen referir un caso de ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte). Según Rubia, el estado místico es puramente emocional, está más allá de las palabras, corresponde a la fase preverbal del hombre. El antropomorfismo es una tendencia natural del cerebro, la forma en que este sabe representar un ser desconocido. El hombre solo puede concebir la divinidad en los términos de sus propias categorías mentales. La consciencia límbica es una regresión a los estados arcaicos de la evolución del cerebro y siempre se podrá activar.

Este eminente neurólogo nos lo dice convencido, como si esa seguridad fuese una obligación de científico, una forma de disipar las vanas ilusiones de los demás, de los cándidos que necesitan creerse formas más elevadas de realidad, de ética, que compensen tanta imperfección humana; porque, curiosamente, todo aquello que se vislumbra, se correspondería con una ética superior, con un atisbo de existencia ajena a los conflictos, a los miedos, a los desagrados.

En el citado programa, Rubia mencionaba los errores humanos antiguos, como por ejemplo la interpretación de que la erupción de un volcán se debía a un castigo divino o que el Sol giraba en tono a la Tierra, a lo que la doctora interviniente oponía que la aparición de nuevos aparatos de medición, cada vez más sofisticados, nos descubrían la existencia de elementos que ignorábamos completamente. Podríamos estar rodeados, entremezclados con otros elementos de la realidad que nos resultasen invisibles, inaudibles, inapreciables no ya tan solo desde nuestros sentidos sino desde los aparatos de percepción actuales.

También se aludía a la importancia de la experiencia personal, pero, al autor de un libro que tituló El cerebro nos engaña, por supuesto no le parecía suficiente. Aparte de ser engañados por nuestro propio cerebro podemos engañarnos a nosotros mismos y a los demás, caer en una impostura delirante, como se ha dado en tantos casos. Supongo que ese pueda ser también un argumento de los escépticos, la poca credibilidad de los relatos espirituales, no tal vez por deshonestidad sino por una necesidad psicológica.  

La pregunta es si la capacidad espiritual del cerebro la ha colocado un dios, un ente superior, con una finalidad determinada o es un producto de la evolución del hombre, mediante una selección natural. Rubia reconoce que las verdades científicas son temporales, efímeras, pero, al mismo tiempo, que ello no autoriza a nadie para dar por válidas apariencias, relatos que se interpretan interesadamente. Lo que también parece claro es que muchas veces la ciencia lleva mucho retraso. Hace poco se han producido las demostraciones científicas de conocimientos que ya en Oriente muchos gurús conocían desde hace 2.500 años.

Sería apasionante realizar un viaje hacia el futuro y comprobar las evidencias científicas a las que se hubieran llegado. Tal vez, dentro de cien años ya se conozca qué es la consciencia, dónde está, qué origen tiene

Sería apasionante realizar un viaje hacia el futuro y comprobar las evidencias científicas a las que se hubieran llegado. Tal vez, dentro de cien años ya se conozca qué es la consciencia, dónde está, qué origen tiene. Es posible que el ser humano haya aumentado exponencialmente su inteligencia a través de implantaciones en su cerebro y tenga una visión holística más precisa. A día de hoy no sabemos casi nada. Conocemos un cinco por ciento del universo, no sabemos resolver nuestros problemas sociales, los grandes avances de la técnica se reducen a ámbitos muy concretos, insuficientemente interconectados. Quienes creen en esa beatífica vida después de la muerte merecen un respeto. Se habla de que aquellos que  han tenido una ECM se han transformado personalmente. Al menos, ahí tenemos un beneficio dentro del mundo que queremos. Es cierto que esas historias de beatitud posteriores a la vida parecen demasiado bonitas, demasiado necesitadas, y por ello sospechosas. Se puede creer también en un orden más caótico, en una entropía frustrante, en la madurez de la inmoralidad, pero ¿es eso lo que queremos? ¿Estamos preparados para asumir una realidad en la que la ética no sea más que una estrategia de la debilidad? Yo no, al menos.

Contemplo esa posible “vida después de la muerte” como se puede creer en la belleza, algo que sentimos y que nos da igual saber qué es exactamente o si existe en realidad. Decía el sacerdote y escritor Pablo d´Ors, al preguntársele sobre la existencia de Dios, que no sabría explicar por qué estaba seguro de ella. Lo comparaba con el amor, del que no se sabría cómo probar su existencia, pero ni él ni nadie pueden dudar de su presencia. Luego, Dios sería un sentimiento que se hace idea. Si es así, estoy de acuerdo, y tal vez Francisco José Rubia también. No se pueden negar las creencias ni su validez subjetiva, aunque otra cosa sean sus derivaciones y su imposición, de las que es muy sensato defenderse.

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