'Caso Asunta': Entre el cineasta Billy Wilder y la parábola del fariseo

Carátula de la película 'El gran carnaval'.
Carátula de la película 'El gran carnaval'.

Con sucesos tan preñados de titulares como el asesinato de Asunta Basterra, surgen los feriantes mediáticos, pero también los fariseos con sus golpes de pecho y sus pedradas deontológicas.

'Caso Asunta': Entre el cineasta Billy Wilder y la parábola del fariseo

Soy doctor en Periodismo con una tesis sobre ética profesional y he sido, durante dieciocho años, entretenedor televisivo (a veces, de la peor especie): "A los palacios subí, a las cabañas bajé…"

Por eso coincido en que, cuando surgen crímenes como el de Asunta, debe ser obvia para todos la presunción de inocencia. Pero también es obvio que quien está convencido de que tiene derecho a la información o paga por ella, exige ¡más madera! Y entonces, es verdad, se llenan minutos y resmas de prejuicios, juicios y sentencias. También es verdad que, ahítos de sangre y chismes, el espectador –y sus ángeles de la guarda, inquisidores del periodismo sensacionalista– señalan, indignados, a los medios.

Y ahí caigo yo en que hay una corriente, seductora y engañosa, según la cual, quien recibe la información –amarilla o ajustada a ética– no es responsable de lo que elige leer, ver u oír. Según esa tendencia beatona y maternalmente manipuladora, el ciudadano es como un menor de edad al que los periodistas enseñamos a decir tacos en el patio del colegio. Más o menos, lo mismo que piensa Rajoy cuando hoy nos dice "Digo" y mañana nos dice "Diego": que somos unos críos.

Así por lo grueso, los críticos del periodismo y nuestros gobernantes piensan que el ciudadano, en general, se chupa el dedo. Lo ven como una criatura y, demagógicamente, alejan de él todo rastro de responsabilidad –es decir, de dominio de sus propios actos– en cuanto el sensacionalismo o la protesta asoman su fea cara: la culpa es del amarillismo para los críticos o de los antisistema para el Ministro de Gobernación, digo del Interior.

"O todas monjas; o todas putas"

Pues no, queridos. Si yo les doy sangre y ustedes corren a lamerla, o corre su vecino (ustedes verán por qué viven en el mismo edificio), aplíquense el refrán: "O todas monjas; o todas putas". Y no se me solivianten, que yo sí creo que ustedes son adultos.

Y aquí es donde meto a Billy Wilder. Este colosal cineasta fue cocinero -tribulete chafardero– antes que fraile: guionista y director. Por eso pudo dirigir Primera plana, con Jack Lemmon y Walter Matthau, pero también El gran carnaval, con Kirk Douglas. Puede que esta última no les suene tanto: fue un fracaso. Y no por falta de calidad, sino porque retrataba a un periodista tan corrupto como la sociedad en la que vivía y, naturalmente, los americanos de posguerra no lo soportaron.

En esa película, Kirk Douglas me recuerda a Jorge Javier Vázquez, al que nunca he visto como la enfermedad, sino como un síntoma. Por eso escandaliza, indigna y repugna, porque no es un extraño, sino un espejo de un país que va perdiendo el alma, la responsabilidad, el valor y los valores por el camino. Y encima gana fama y dinero con lo que, en propiedad, es tan suyo como nuestro.

El gran carnaval

En El gran carnaval, Douglas consigue retrasar el rescate de un herido para conseguir una exclusiva. Pero con él van el sheriff en año electoral; una empresa de perforación en crisis; unos feriantes que vagan por el desierto con sus tómbolas, norias y tiovivos; un cantante country que consigue su oportunidad; unas señoritas que vivían de ser malas pero estaban criando telarañas; cristianos en busca de conversos, y la ministra Báñez si hubiera pasado por allí y hubiese visto tanto trabajo temporal.

Tal preámbulo me viene al hilo de la destreza televisiva con la que el profesor de piano de Asunta se desenvuelve ante la cámara contando lo aplicada que era; de la perspicacia de las profesoras de música y baile que ahora resulta que se venían oliendo algo; de los bares inmediatos al domicilio de la madre encarcelada, que hicieron su agosto el día que la detuvieron; del baile de abogados defensores; de la personación en calidad de acusación particular de la Asociación Clara Campoamor, cuyo representante declara, ante un bosque de micrófonos, que si no hay culpable, lo habrá, y que, más o menos, la ocasión la pintan calva…

Gran carnaval social

Lógicamente, pienso también en que a todo gobierno en apuros le vienen mejor titulares sobre Gibrartá ezpañó y sobre víctimas como Asunta que sobre el copago hospitalario; y más cuando el año se encamina sin pausa hacia el ecuador del mandato e Rajoy y en pos de las largas precampañas que nos gastamos por aquí. ¿Saben ustedes cuándo comenzó en España el debate sobre la manida telebasura? Pásmense: cuando Aznar nos metió en Irak. En fin, que en el gran carnaval social hay muchos disfraces, pero no todos nos los colgamos los periodistas.

Por eso lo de la parábola del fariseo, que se da golpes de pecho con la cabeza erguida y desprecia, en el fondo su corazón seco por la soberbia, al pecador sinceramente arrepentido que hinca su frente en el suelo. Si tengo que elegir, prefiero, sin duda, al humilde penitente, porque, cuando surgen sucesos como el de Asunta, se colma la bóveda celeste con el retumbo farisaico (y sensacionalista) de los golpes de pecho.

Comentarios