El cáncer y sus metáforas

Silueta de una mujer joven haciendo ejercicio. / Archivo
Silueta de una mujer haciendo ejercicio. / Archivo
Parece adecuado adaptar las metáforas a la idiosincrasia y sensibilidad de los enfermos.
El cáncer y sus metáforas

Las enfermedades cancerosas despiertan en quienes las padecen temores varios y, entre ellos, el más antiguo: miedo a lo desconocido, a una realidad que en ocasiones puede hacerse insoportable y abocar a una soledad para la que, a diferencia de otras, no ha existido aprendizaje; inermes frente a una situación de evolución y final inciertos… No es pues de extrañar que los especialistas sean también intermediarios de quienes se espera algo más que un tratamiento apropiado: sintonía, apoyo emocional e información asequible, veraz y continuada.

Tales requerimientos confieren al médico un poder añadido al de su conocimiento científico, porque será también, en buena medida, responsable del modo en que se asuma e interiorice la dolencia. Para ello, y con el fin de situar al paciente en un contexto de mayor inteligibilidad, siquiera en el inicio del proceso, es frecuente el uso de metáforas que a menudo surgen del propio afligido cuando quiera referirse a un acontecer que ha truncado sus expectativas y le aboca, aunque sea temporalmente, a un horizonte de infortunio.

Se trata de recursos retóricos para facilitar la comunicación, si no es factible debatir sobre genómica o alternativas terapéuticas, por un decir, y de gran complejidad para quien no está avezado. a 6Así, por lo general, se suele apelar a metáforas marciales: el cáncer como enemigo causante de la guerra; una lucha en la que evitar la derrota supondrá resistir con valor y en la confianza de que se cuenta con aliados poderosos (ciencia, personal sanitario…) que disponen de abundante arsenal con el que contraatacar hasta la victoria final. Otras veces, se acude al terrorismo para ejemplificar una agresión que no podía preverse y ejercida de modo solapado sobre un inocente…

En cualquier caso, las metáforas pretenden situar el conflicto en un ámbito que permita al afectado/a la expresión de sus cavilaciones, asumiendo molestias o toxicidades como consecuencias de su voluntad por superar el trance con una actitud activa. Bajo ese prisma, la asociación con una guerra puede ser oportuna aunque no siempre, ya que se trata de una pugna con tintes masculinoides, a más de que, en los casos de peor evolución, el implicado podría concluir que su esfuerzo no fue suficiente y, en consecuencia, sumar al deterioro un plus de culpabilidad. Por tales reflexiones, entre otras, parece adecuado adaptar las metáforas a la idiosincrasia y sensibilidad de los enfermos; a su edad, sexo y talante, procurando que sean ellos/ellas quienes las construyan a tenor de sus querencias o vivencias anteriores, y evitando el profesional, en lo posible, la exclusiva autoría de unos recursos dialécticos que pueden facilitar el diálogo pero también mediatizarlo, dado que las palabras, a más de ser ventanas a la realidad, pueden a veces fabricarla.

Metáforas menos binarias

Los marinos profesionales (médicos, en este caso) no ven el mismo cordaje que los pasajeros del barco, decía Borges, y tal reflexión permite entender la conveniencia de que sean los segundos quienes elijan el modo de relatar. En esa línea, habrá quien prefiera un escenario distinto al de la batalla; tal vez una partida de ajedrez, la carrera de fondo en que lo importante es conservar las fuerzas, proponerse la curación como algunos coronar un ocho mil o quizá apelar a un imaginario viaje para una comprensión fluctuante que se lleve mejor con el camino por descubrir, cuajado de sorpresas y a veces atajos que convendrá explorar. En suma, metáforas menos binarias que la de un combate donde sólo es posible ganar o perder.

Sea como fuere, se antoja obvio que una adecuada elección de las similitudes puede servir, siquiera temporalmente, de alivio frente a la incomprensión o insuficiencia del lenguaje para expresar los sentimientos. Pero no quiero terminar la digresión sin referirme al uso metafórico en sentido inverso, es decir: así como padecer una enfermedad cancerosa precisa para algunos de comparaciones que faciliten la asunción diagnóstica o expliquen el esfuerzo que habrá de hacer para plantarle cara, también se viene empleando la palabra cáncer, en los medios de difusión, para etiquetar lo peor de nuestro entorno. Y va siendo hora de denunciar, por enésima vez, la inoportunidad de semejante recurso porque ya está bien de tildar de cáncer la corrupción, la incultura, el nacionalismo, ruido ambiental o la burbuja inmobiliaria, los desahucios o contratos a tiempo parcial, por iniciar una lista que sería el cuento de nunca acabar.

Tanto a los enfermos de cáncer como a la población general, podría evitárseles la identificación de la dolencia con cuanto de malo nos rodea o es percibido como tal, y es que, en otro caso, nada de lo dicho antes conseguirá lo pretendido: evitar el dramático determinismo de una palabra identificada como condena sin vuelta atrás, procurando promover actitudes que puedan cimentarse en fundadas esperanzas. Y para conseguirlo, no parece que designar a un Partido político, cualquiera de ellos, o a la creciente inmigración como cánceres sociales según he leído recientemente, pueda ser de ayuda. Convendrá en este tema, como en tantos otros, asumir que el lenguaje puede ser –evidentemente, por usar la muletilla de moda-  camino de luz o disparadero hacia un infierno que nadie merece. Y menos los enfermos. @mundiario

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