De androides y replicantes

Cartel de la película Blade runner, de Ridley Scott
Cartel de la película Blade runner, de Ridley Scott

Tal vez, el mayor logro de la película sea la ambientación angustiosa, esas calles perpetuamente lluviosas, de agobiante nocturnidad, como en un mal día eterno.

De androides y replicantes

La película Blade Runner explora, desarrolla o reconduce, algunos de los temas que apunta la novela de Philippe K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, aunque esta —favorecida por la extensión permitida a su género— es, tanto en temáticas como en personajes, bastante más prolija. La trascendencia de Blade Runner, su valor, la propuesta reflexiva que ha originado tanta literatura, no se basa en una servil traslación de la obra literaria, sino en la elección de caminos propios, en la búsqueda de su expresión peculiar. Por su parte, la novela fundamenta su valía, no en el puro virtuosismo de la escritura - del que prescinde -, sino en la poderosa explotación de su amplio continente en aras de desarrollar diversas, interesantes y arraigadas hipótesis sobre un futuro que nos concierne.

Reconozco que las horas de inmersión que he pasado en ambas obras me han producido momentos de cierto extrañamiento de mí mismo, una distancia con respecto a mi habitual sentimiento de la realidad, una aminoración de la conciencia de mi propio yo biográfico, haciéndome sentir más como una pieza del universo que como una fundamental ventana hacia el mismo. A ello contribuye esa sugerencia de indefinición, de dificultad en la distinción entre los seres humanos y sus muy perfeccionadas réplicas, esa duda sobre la identidad, el propio origen, que se esparce por ambas historias. Los androides de la novela —llamados replicantes en la película— han sido creados para ser esclavos. Encontramos en ellos una similitud que nos afecta, pues sentimos que nosotros también podemos considerarnos sometidos, prisioneros de las preguntas que hacemos y no nos son respondidas, rehenes de un tiempo siempre amenazante en el que al fin nos convencemos de no poseer nada sostenible.

La ciencia ficción es un género que exige mucho a los cineastas que lo eligen. No es sencillo traducir a imágenes que resulten verosímiles las imaginativas anticipaciones sobre el entorno futuro. Esos lúdicos pronósticos científicos a menudo yerran, enseguida resultan anticuados, pero, cuando las predicciones nacen de la proyección de las peligrosas derivas de nuestra sociedad, aciertan en su denuncia y, desafortunadamente, de alguna manera, en las degeneraciones previstas.

Tal vez, el mayor logro de la película sea la ambientación angustiosa, esas calles perpetuamente lluviosas, de agobiante nocturnidad, como en un mal día eterno; pero también lo es la tácita reflexión que va más allá de la trama policiaca, de esas muertes violentas que se suceden; y esos personajes dotados de una apariencia muy singular, como inesperados especímenes de una humanidad que contrasta con una réplica más perfeccionada, más homogénea.

La película introduce el elemento de la angustia temporal, de la conciencia de una muerte indeseable; y, por otra parte, la sospecha de estar viviendo con una memoria ajena, generando un limitado pero intenso haz de cuestiones filosóficas esenciales, como la de la rebelión contra Dios, aquí representada en la venganza de Roy – el replicante más inquieto – contra su creador, un poderoso científico al que no le importa originar seres convertidos, con indiferente crueldad, en sufridores instrumentos.

Philippe K. Dick, en su novela, plantea temas diversos, aunque, en el que más incide, es en el de la empatía. Es más explícito que la película en las referencias de sus personajes. Así de Rick Deckard - el perseguidor de bonificaciones, el exterminador de replicantes - conocemos su ubicación y su sentimiento social. Sabemos de su mujer, Iran, una mujer ociosa, conectada a un aparato llamado Órgano de ánimos Penfield, capaz de infundir automáticos y concretos estados anímicos. En ese mundo catastrófico y sombrío, resultado de una Guerra Mundial Terminal, existen símbolos de identificación, a través de los cuales la población sintoniza con una espiritualidad analgésica. Por una parte, una especie de religión denominada mercerismo, representada por el personaje de Wilbur Mercer, y por otro lado, El show del Amigo Buster, personaje que parece tener el don de la ubicuidad, pues está de forma diferente y casi ininterrumpida en las ondas de la televisión y las de la radio, motivo por el que se sospecha su posible condición de androide. En torno a  esos programas confluyen unos ciudadanos crédulos, prisioneros de la consensuada estupidez que se propugna. Finalmente, El Amigo Buster denuncia a bombo y platillo el fraude del mercerismo, pero sus seguidores, necesitados de diluirse en alguna creencia, no parecen darse del todo por enterados.

Wilbur Mercer es un anciano a cuya contemplación se accede a través de una denominada caja de empatía, aparato que dispone de unas asas a las que agarrarse para que se produzca la visión de ese hombre infinitamente ascendiendo la ladera de una montaña desértica, como si fuera un Sísifo espectacular, aquí convertido en detonante de la empatía, en catalizador de un sentimiento de fusión humana que derrota momentáneamente la soledad y se convierte en una cálida desesperanza. Mercer no promete la salvación – él mismo no se salva -, sino solo compañía en la dificultad. No es más que un héroe pasivo, un ejemplo de burdo estoicismo. Como concluye Iran: “Lo único que puede hacer es moverse al paso de la vida, e ir adonde ella va, a la muerte”.

Los múltiples mensajes finales de ambas obras resultan bastante coincidentes. De ellos destacaría, en la novela, esa desorientación final del protagonista, esa confusión con sus víctimas, ese descubierto desamparo. Wilbur Mercer le dice a Rick: “Te obligarán a hacer el mal. Esta es la condición básica de la vida, soportar que violen tu identidad”. Rick se siente un ser programado, tal vez no un androide, pero sí un hombre con una vida delimitada por fuerzas ocultas. De la película —aparte del famoso monólogo final de Roy—, lo que me impresiona es esa última contradicción: Rachel ha salvado a Rick, en un intento de identificación humana; y este es nuevamente salvado in extremis por Roy. Demasiado para alguien al que le han sido encomendados los asesinatos de unos seres a los que no se les había asignado la empatía. Y también esa extensa conciencia de la muerte; ese inquietante presentimiento de que nuestra vida es algo esencialmente ajeno, un proyecto misterioso o un insondable azar. @mundiario

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