Muchos debates de opinión se han convertido en espacios vocingleros

Ciertos debates de opinión ya no son tales, sino que se han convertido en espacios en los que todos hablan a un tiempo y quien más grita más razón tiene.
Si uno enciende el televisor al azar, es probable que no sepa en qué canal está. Todos ellos han tenido alguna vez los mismos presentadores —aunque no simultáneamente, claro—, los cuales van rodando de unos a otros según sea el último contrato que hayan firmado.
Pasa lo mismo con los tertulianos, que acumulan tertulias y alternan emisoras impidiendo que éstas acaben por tener una imagen diferenciada unas de otras: el mismo señor que opina por la mañana en una de ellas, hace lo propio al mediodía en otra y por la noche en una tercera, con lo que seguimos sin saber dónde nos encontramos.
Bastantes de esos contertulios dicen que son periodistas; algunos, incluso, directores de periódicos: pero, ¿cuándo trabajan en sus empresas respectivas si se pasan el día yendo de un lugar a otro, echando el bofe para llegar a tiempo al debate de turno?
Luego, claro, pasa lo que pasa: que sus comentarios son predecibles y repetitivos y que da lo mismo oírles en un programa que en otro. Lo último de las tertulias es que han pasado a ser un show más de la tele, como esos programas que ponen como un pingo a los famosos o aquellos realities en los que un camionero encuentra a su madre después de 40 años o una adolescente elige entre varios candidatos al guaperas con quien pasar el fin de semana.
Los debates de opinión ya no son tales, sino que por exigencia de la audiencia se han convertido en espacios vocingleros, en los que todos hablan a un tiempo y quien más grita más razón tiene: en vez de servir para la reflexión y el análisis, sólo sirven para la bronca u el espectáculo.
Pero, ¿es que alguien se creía que la televisión era otra cosa?