Este 4 de diciembre hay elecciones sindicales en los centros educativos

Aula escolar.
Aula escolar.

Los profesores han de elegir entre los verbos políticos de moda: “ser”, “poder” o “querer”, en primera persona del plural. El presente a conjugar preferible es: “queremos”.

Este 4 de diciembre hay elecciones sindicales en los centros educativos

Los profesores han de elegir entre los verbos políticos de moda: “ser”, “poder” o “querer”, en primera persona del plural. El presente a conjugar preferible es: “queremos”.

Cuentan que había oído hablar en sordina de los sindicatos y de la vida política. Y que en su familia de perdedores de la guerra, procuraban, con la buena intención de que no se contaminara de la desesperación sufrida, ocultarle los carnets residuales que hablaban de cómo les habían machacado. Cierto es que, pese a todo, no se le escapaban los escondrijos de la casa ni, menos, los ejemplos de vida. Como cuando, con una escasez de trabajo asalariado infinita, su padre –jefe de obra- dejó a su patrón pegando gritos, para no empeorar el arriesgado quehacer de los obreros que tenía a su mando. 

¿Una mala educación?

Años más tarde, se vería a sí mismo en una situación parecida en que cortaría con quienes le daban órdenes que poco tenían que ver con lo justo y razonable. Al dejar aquel trabajo casi de señorito, por otro muy inestable y de puro sueldo base, un buen día su padre quiso saber por qué lo había hecho. Y sólo le contestaría que lo había maleducado con aquel gesto suyo en la infancia. Y nunca más se mentaría tan notorio descenso social. Era evidente que el mundo estaba principalmente dividido en dos: señoritos y  currantes, los de arriba y los de abajo, la derecha y la izquierda. Esta división nada aritmética no se la habían enseñado. Sería poco categórica, pero ya desde el patio de recreo habría visto esa dualidad, que los primeros protegían a toda costa y muchos de los segundos aceptaban como natural. Cuando en su aldea los más jóvenes iban a trabajar a Castilla casi todo el verano, a las largas siegas manuales en que les trataban como esclavos –como leería en Rosalía de Castro-, uno de aquellos vencidos por el trabajo ya le había trazado, en  metáfora de herrero, lo que era el plan de vida: –“Cuando tengas que ser yunque, aguanta, pero cuando puedas ser martillo pega fuerte”. Mucho más gráfico que Thomas Piketty. 

Sus pocas oportunidades de hablar algo en público las equivocaría para decir qué imprescindible era que cada cual pudiera expresar su libertad y compartir ideas con los demás. Y por dos veces al menos, a punto había estado de dar con los huesos en la cárcel. Se salvaría, cierto, gracias a la oportuna intervención de un buen conocedor de los compadreos administrativos provinciales. Pero era castrante que cosas tan básicas fueran prohibidas en aquel desarrollismo falso: hasta la ONU –ese organismo internacional tan puro e incombustible- decía que aquello era vital, cuando era notorio que los líderes no verticales de los sindicatos eran enchironados a la más mínima desafección.

Parece que hubiera empezado a perder “la inocencia” algún tiempo atrás, cuando acudió  como voluntario al barrio del Tío Raimundo, de Madrid. Con otros amigos, atendió un verano a niños del colegio que José María de Llanos construía entre chabolas, para acompañarles en los refuerzos de asignaturas y en visitas a zonas donde no hubiera las montañas de basura que lucían encima de sus polvorientas calles. En la de Martos, “el común” era un austero espacio donde habría cursado un máster intensivo sobre cómo cabía otra forma de dividir el mundo o de ayudar a que fuera de otra manera. Contra una televisión grisácea, Llanos sostendría una contabilidad puntillosa: 1-O, 2-0, 3-0…; según avanzaba el parte de rigor, más aumentaría la goleada de una presencia que el Caudillo acaparaba siempre. Pero en aquella perdida competición, el contable de tan desequilibrado recuento siempre estaría allí como testigo de cargo.

¿De qué lado había que jugar?

De todos modos, aquel profe tardaría en afiliarse explícitamente a un sindicato. No lo hizo cuando la universidad era un riesgo continuo -y floreció la universidad “paralela”-, ni tampoco a  finales de los setenta, cuando, aprobada la Constitución, al ser mencionado el sindicalismo como referencia para unir fuerzas en las duras huelgas, un colega dijo: “-Pero, ¿qué tenemos nosotros que ver con los mineros?” El irresponsable poso que le habría dejado la mala enseñanza, todavía le haría ver las políticas educativas -por limitadas que fueran-, como algo en que las cómodas equidistancias… fueran algo naturalizado.

Un asunto aparentemente inocuo le haría reaccionar. La dirección de su centro había planteado una conmemoración fundacional contraria a la documentación histórica. Y un pequeño grupo la consideraría, cuando menos, incompleta por lo sesgada que era: no se entendía la negativa a contar a los alumnos la razón de que aquel centro ostentara un nombre que originariamente no tenía y que, de paso, ocultaba la importancia que había tenido desde los años veinte hasta  abril de 1939, en que se le había impuesto el nombre postizo. Lo único bueno, en tan poco educativo asunto, vendría de los alumnos: entendieron que se debía celebrar el aniversario de modo distinto al oficialmente programado y, para ello, pusieron a disposición sus recursos asociativos. No se usarían, pero el gesto había sido un mandato  de obligado cumplimiento para un sindicato que facilitó la infraestructura básica de la celebración.

  Aquella honesta solidaridad con la verdad histórica habría que pagarla de algún modo y decidiría  arrimar el hombro. Y en ello estuvo, pese a ser jubilado, muy ocupado en dedicar tiempo gratuito a intentar que creciera un poco más el legado que sus mayores y gente como Llanos, pero también Celso, Jesús, Pepe, Julián, Pedro… y muchos otros, le habían transmitido. Debió comprender que lo del yunque y el martillo contaba muy mal qué necesitamos, y solía advertir que, para un mundo más auténtico, menos desigual y más justo, era imprescindible juntar esfuerzos con quienes habían venido luchando por que un sistema educativo digno fuera accesible a quienes más necesitaban superar deficiencias de partida.

Moraleja:

Lo que acabas de leer no ha sido un cuento, sino una de tantas historias como circulan entre docentes. La tuya probablemente sea mucho más interesante. Puede que no te hayas afiliado nunca y que, desengañado, no hayas querido votar a tus delegados por cualquier agravio real o supuesto. También cabe que lleves mucho más tiempo afiliado a algún sindicato y que ahora tengas dudas perentorias a causa de la transparencia, esa razón tan traída y llevada  para que desistas y no te impliques en exceso. Como si lo tuyo se redujera a tu especialidad docente, sin impurezas contaminantes.  

 Es momento, sin duda, de mucho revuelo, en que tal vez convenga no perder de vista que ni todo da igual ni basta con decir “podemos”. Un clásico de la lógica aristotélica diría que del poder al ser no cabe ilación: no es necesariamente deducible el ser de las cosas o el logro de las ideas y condiciones mejores, simplemente por decir que podemos lograrlas. Siempre hay imponderables de difícil solución individual. Es, pues, indispensable algo más: la voluntad activa de que juntos “queremos” sumarnos a la larga historia de cuantos se han empeñado en que nuestra voz contara y han arriesgado para lograrlo. Cabe sumarse a esa larga corriente en que la empatía se convierte en simpatía compartida o limitarse a sufrir acríticamente las carencias que nos haya traído este presente problemático. Tengamos por seguro que nadie nos regalará nada, aunque se disfrace de benéfica amistad. Enfrente, siempre habrá gente organizada dispuesta a defender  privilegios particulares. Los actuales partidarios de la privatización, fundamentalistas de diversas creencias, siempre han estado sindicados para defender lo que consideraban de su exclusividad. Antes de que a finales del XIX empezara a ser tolerada la sindicación obrera, ya tenían sus lobbies: cabildeaban muy bien entre los políticos, a quienes llevaban escritas las leyes y  decretos que debían firmar.

En Educación –como si de una esfera celeste se tratara-, la tradición sindical siempre fue escasa y, hasta la IIª República, no tuvo relevancia. Después, la depuración franquista de los profesores más significados –tan bien estudiada por Jesús Crespo,  Morente Valero, Francisco de Luis Martín, María del Campo Pozo o Carlos de Dueñas-  dejaría prácticamente yermo este terreno hasta avanzados los años sesenta. De entonces a hoy, nuestras variadas historias  docentes –transcritas de algún modo en inacabadas reformas contrarias- son bastante divergentes: pese a trabajar todos en lo mismo, han desarrollado muy bien el aislacionismo adanista.

 En estos tres últimos años de recortes sistemáticos -en este y otros derechos esenciales-, muchos compañeros se han solidarizado con las “mareas” ciudadanas. Bastantes de ellos han contribuido a crear la “marea verde”; a veces de acuerdo con los principales sindicatos y, casi nunca, con la unanimidad de estos entre sí. Y lo que es más novedoso, con la colaboración de asociaciones de madres y padres, y con la de los propios estudiantes, poniendo de manifiesto que la de la educación o es una historia compartida con la ciudadanía o es mera burocracia formalista. Pese a lo cual,  problemas similares siguen generando desacuerdos profundos, visibles en la trayectoria de muchos claustros y departamentos didácticos. La fragmentación sindical los reproduce, a veces incluso bajo larvados encontronazos “de clase” -como solía decirse antes-, cuando se trata de verdaderas “guerras de pobres”. Ya no basta, sin embargo, con pedir consensos y pactos a los políticos de turno -los de la calle de Alcalá 34 y los de las distintas Comunidades autónomas-, para que atiendan a los verdaderos problemas de los centros educativos. Cuestiones sobradas hay en estos que –por encima de toda diferencia legítima- necesitan concordancia a pie de obra: ahí deberá demostrarse la sensibilidad del profesorado para atender a sus alumnos y la capacidad de cooperación para afrontar este trabajo con sentido de comunidad educadora. La bandera de “la calidad”, sin connotaciones precisas en este sentido, por sí misma sólo es un significante vacío para reiterar fracasos solemnes.

Estas elecciones

Este cuatro de diciembre -en que profesoras y profesores de muchas autonomías eligen a sus representantes sindicales- es relevante por este motivo. Mostrarán si quieren implicarse en una educación consistente o en que todo siga como está, en una “desmejora” continuada del derecho de todos los ciudadanos a una educación sólida. Porque en el mundo que nos toca vivir no basta con echar balones fuera. Es demasiado nuevo en muchos aspectos y muy repetitivo en algunos otros: más duro por esta crisis casi sistémica, y más enfrentado por la cantidad de intereses tan intransigentes como los que a diario vemos en nuestro entorno. Los espacios educativos siempre lo han reflejado muy bien, como espejo perfecto de las fobias, frustraciones, prohibiciones, proyecciones, aspiraciones, tópicos y rechazos latentes en un sistema social siempre contradictorio. Pero en este momento de desigualdad creciente, la potencial riqueza relacional de los distintos agentes  que interactúan en este ámbito -padres, profesores y estudiantes- tenderá a aumentar sus tensiones si no aprendemos a conjugar, unánimes, la 1ª persona de plural del verbo querer: Queremos una educación pública, igualitaria, laica y de calidad para todos.

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