Arena, conchas y un manto de algas

Pintura de un marinero en su barco de pesca. / Pixabay
Pintura de un marinero en su barco de pesca. / Pixabay.
Marcial, el señor Marcial, me enseñó a querer y temer al mar desde la proa de un barco de arena con conchas y un manto de algas, proa a Rúa y su faro de corto destello, suficiente para la ría de Arousa donde los niños juegan a tres marinos a la mar y otros tres a navegar.
Arena, conchas y un manto de algas

"Los marineros gallegos -me dijo un día Marcial, patrón y armador de un racú con motor HMR construido y verificado en Riveira- comienzan a serlo cuando, desde muy pequeños, juegan en la playa a construir barcos con arena, conchas y un manto de algas. Saben que ese barco va a durar lo que tarde una ola en alcanzar el punto de la playa en el que ha erguido su estructura. Pero prefieren que el mar se lleve este a que desmorone un castillo con portillos, almenas y banderolas confeccionadas con trozos de seba seca. Así es como aprendemos a distinguir esloras y mangas y tratar de taponar vías de agua con la concha de una vieira. Si, al final, las olas arrasan todo el espacio que el barco ocupa, pensamos en cómo construir mañana otro barco con más conchas, más algas y mucha más arena mezclada con seba. Nunca nos damos por vencidos. Es como aprendemos a compartir con el mar nuestro destino como marineros".

Marcial vivía con su esposa y un hijo a unos 100 metros de distancia del cruceiro de Bandaurrío, el barrio más marinero de la marinera Riveira. La vivienda en el primer piso y, en el bajo de la casa, el almacén en el que guardaba con sumo cuidado todo lo que el racú y él como tripulante único necesitaban. Era como un supermercado de la pesca: desde boyas de vidrio a plomos y corchos flotadores para las redes, latas de combustible y aceite, lías de estopa, remos (de una dorna que había heredado de su abuelo), botas, ropas de agua y un insuperable perfume a mar, como si el salitre se hubiera colado por los entrepaños. Tan cerca estaba la casa de la vieja y ya desaparecida playa de Colomer, la playa de las dornas en expectativa de salida, a un tiro de piedra de la rambla y el muelle mixto -piedra, cemento y madera- en el que atracaban las barcas de vela que desde la otra orilla de la ría de Arousa transportaban al mercado municipal riveirense frutas, verduras y leña para las cocinas bilbaínas, y la señora Lula, "la portuguesa", que desayunaba en la taberna más próxima al mercado café bien cargado y una muy colmada copa de "caña" de hierbas. 

A pocos pasos de la taberna y en la residencia de la familia Colomer se guardaba durante la mayor parte del año una bellísima imagen de la Virgen del Carmen, patrona del mar y los marineros, que solo salía a la calle para procesionar en las fiestas de agosto por las aguas arousanas hasta el encuentro de estas con las del Atlántico, a estribor Aguiño y Corrubedo, a babor O Grove y la isla de Sálvora (según el rumbo del racú). 

Marcial era un hombre recio, parco en palabras. De baja estatura y mucha fuerza. Era don Sentencias, según su esposa: palabra que decía, palabra que quedaba siempre en el aire y sin perderse nunca. Había sido rubio y el poco pelo que quedaba en su cabeza cuando le conocí ya era blanco. Tez curtida. Las manos como cepos. Pantalón de mahón "de orillo" y boina permanente. Siempre defendió que su hijo fuese "a la escuela para prender las cuatro reglas y a leer y escribir". Lo demás se lo enseñaría la vida. Como se lo enseñó a él, para llegar a donde había llegado: una familia, una casa, un barco y todo el mar por delante. No era creyente. Su religión era el mar, pero asistía siempre a la procesión de la patrona, la Virgen del Carmen. Y al párroco le respetaba hasta el punto de descubrir su cabeza para saludar al "señor cura", don Juan "Perreras", allí donde se encontrasen.

Una cosa es no creer en los curas y otra muy distinta no respetarlos. Yo puedo referirme a "Perreras" tratándole de don Juan. Y no por eso dejo de cagarme en el calendario cada vez que pierdo un aparejo. Pero Dios, como la Virgen del Carmen y "Perreras" saben que los respeto. Soy marinero y el mar enseña a respetar.

Me gustaba escuchar al señor Marcial. Siempre se aprendía de él. Tenía los ojos muy azules y, no sé por qué, estar a su lado, de niño, era sentir que estabas protegido. Él, sentado en una banqueta, y su hijo y yo sobre las redes, escuchando lo que nos contaba de las maragotas, las xulias, los piobardos, los jureles, las fanecas, las nécoras, las centollas, los desaparecidos tranchos, los besugos, las agujas, las caballas, las sardinas, y las historias de los faros, las "marcas", la niebla, el nordés, el abrigo y la capa. También las de miedo como el orco que salía del mar para llevarse a un marinero, o la de la santa compaña, que orillaba la ría para depositar en el mar el nombre del próximo muerto. 

Marcial, el señor Marcial, me enseñó a querer y temer al mar desde la proa de un barco de arena con conchas y un manto de algas, proa a Rúa y su faro de corto destello, suficiente para la ría de Arousa donde los niños juegan a tres marinos a la mar y otros tres a navegar. O a esto jugábamos los que soñábamos con surfear las olas desde un disco EP adquirido en una tienda especializada da la rúa do Vilar compostelana.    

​Marcial, mi admirado don Marcial, es seguro que patrulla desde hace muchos años las nubes de Sálvora, la isla en la que un día embarrancó el correo "Santa Isabel" dejando entre las rocas decenas de muertos y la historia de unas mujeres que jugaron sus vidas para salvar las de algunos de los tripulantes y pasajeros de ese buque que ahora es el "Titanic" de Galicia. @mundiario

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