¿Y si uno se harta de ser ciudadano español, víctima de corrupción y violado fiscalmente por un sádico…?

Adolfo Suárez.
Adolfo Suárez.

El Código Civil te deja bien atado a la nacionalidad española, o como mucho a otra, hasta que la muerte te separe. El caso es que no puedas ser apátrida...

¿Y si uno se harta de ser ciudadano español, víctima de corrupción y violado fiscalmente por un sádico…?

El artículo 24 del Código Civil te deja atado y bien atado a la nacionalidad española, o como mucho a otra, hasta que la muerte te separe. El caso es que no puedas ser apátrida en este sucio juego de patriotas.

Oye, te lo digo sin acritud. Para sentirse encantado de ser español, no llega con la gigantesca bandera que de vez en cuando ondea en la Plaza Colón de Madrid, ni con el himno al que ni siquiera fue capaz de ponerle buena letra el maestro Sabina, ni con Rafa Nadal hincándole el diente a su enésima copa, ni con el Caballero de la Triste Figura cabalgando durante siglos por la literatura universal, ni con un genial sudoku cubista de Pablo Picasso, ni con una área procedente del más allá instalado en la garganta profunda, con perdón, de Monserrat Caballé, ni siquiera con el gol de Iniesta que, durante unos instantes eternos, puso al mundo a sus pies y los nuestros.

Al margen de los esporádicos “subidones” de españolidad de un pueblo, ¡oh, los españoles!, con síndrome permanente de abstinencia de gloria, persiste la tozuda cotidianidad de un pasado, un presente y un futuro embasado al vacío. La España en la que nací, sigue hibernada por los siglos de los siglos y las siglas de las siglas. A penas hace 36 años que descubrimos de nuevo el “nuevo mudo” de la democracia, y ya nos salen Simón Bolivares que tienen quien les escriba por el Este, Josés de San Martín en sus laberintos del Norte y caricaturas de Bernardos O´Higgins por el poniente que todos los días deja en penumbra el Finisterre. Hemos cambiado el Motín de Esquilache del sombrero y la capa por los motines de Madrid del pasamontañas y los adoquines. Daba la sensación de que padecíamos empacho histórico de alternancia entre Cánovas y Sagasta, pero ha quedado claro que nos iba la marcha, tronco, tras tres décadas ininterrumpidas de alternancia entre Génova y Ferraz. Seguimos sumidos en una guerra civil ideológica, parlamentaria, mediática y twitera, en cuyos campos de batalla no quedan cadáveres propiamente dichos, pero cuyas listas de bajas en la EPA y en las sepulturas excavadas por debajo del umbral de la pobreza, alcanzan dimensiones de holocausto.

Cuanto más conozco a los españoles más quiero a mi perro

Ante este desolador paisaje, amenizado por el secular silencio de los corderos paralizados por el miedo y las estridentes arengas de los “salvapatrias” especializados en pescar en aguas revueltas, era inevitable levantarse una mañana haciéndose la funesta pregunta: ¿un español, nace o se hace? Nada que ver con la pregunta que está empeñado en hacerle Artur Mas a los catalanes, naturalmente. Es la pregunta personal e intransferible a la que respondió Lord Byron con una irónica declaración de amor a la especie canina: “cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro”. A un servidor, salvando las distancias, empieza a ocurrirle algo parecido a medida que me se ha ido conociendo a sí mismo y a los millones de compatriotas con los que ha compartido historia: cuanto más me conozco, cuanto más os conozco, menos me compadezco de Robinson Crusoe en la alegórica isla de la soledad que inmortalizó Daniel Defoe. Me confieso, padre, de tener tentaciones de dejar de ser español. Pero no como las de los tifosi de Mas, de Urkullu, de Bildu, de Beiras, de Xavier Vence y gente de esa que quieren repartirse España en españitas, con sus respectivos caudillitos, sus asuntillos de Estado, sus despóticos poderes ejecutivos, legislativos y judiciales, sus sistemitas financieros, sus agentillos sociales, sus tasas de parados, sus bolsas de pobres, sus súbditos con voto y sin voz en catalán, en euskera, en gallego, a imagen y semejanza de los actuales 47 millones de súbditos con voto y sin voz en castellano.  

No quiero pertenecer a un club en el que admiten a tipos como yo, como tú, como nosotros, como vosotros…

Lo que yo no quiero es pertenecer a ningún club en el que admitan a tipos como yo, ni como tú, ni como nosotros, ni como vosotros. A lo mejor es que me he tomado muy a pecho aquella profecía de Grucho Marx que llevamos décadas tomándonos de coña. Pero ha empezado a aburrirme este club de los demócratas muertos. Me jode compartir mesa, mantel y libertad con esos vigías democráticos de occidente que juran, prometen o acatan, (algunos por imperativo legal y a cambio de una pasta gansa a fin de mes), CONSTITUCIONES que se convierten en papel mojado o en papel de wáter a gusto del consumidor. Sobre todo con estos últimos, los que acatan la Carta Magna por imperativo legal,  pero cobrando, je, tengo yo algo personal ¡Cínicos, que son unos cínicos, que os lo tengo dicho! ¿Qué creen que hacemos los ciudadanos con sus impuestos, con sus tasas, con sus leyes contra el tabaco, con sus normativas lingüísticas, con sus limitaciones de velocidad, con sus bandos y caprichos legislativos municipales, autonómicos o estatales que nos imponen, eh? Pues tragar por imperativo legal, hombre. Sólo que, nosotros, el pueblo soberano, pagamos religiosamente a los recaudadores municipales, autonómicos y estatales, mientras nuestros “ordeñadores” permanecen en nómina. Pagamos sus ocurrencias o sus correspondientes sanciones, con el único consuelo de muchos y de tontos de poder acordarnos, en la clandestinidad de nuestros hogares, de las señoras madres que los parieron, aunque todas ellas disfruten de la preceptiva presunción de santidad.

Alergia a esta peculiar democracia a la española

No, de verdad. A medida que escribo estas líneas, me produce alergia la evidencia de ser compatriota de sacamantecas como Montoro, de alquimistas electorales como Rubalcaba, de Ubu presidents como Mas, Urkullu y sucedáneos, de mellizas antípodas como las dos Sorayas Rodríguez de Santa María, de castas Susanas con su virginidad perdida entre las sábanas de los sindicatos y la Junta de Andalucía, de Marianos entregando millones de peones humanos para ganar su partidita de ajedrez macroeconómica, de alcaldes que hacen de su Ayuntamiento y de su capa un sayo, de Roucos que creen que la humildad se predica sin el ejemplo, de Madinas a los que no les confiaría ni la presidencia de mi comunidad de vecinos, de Botines que han sido banqueros de todos los inquilinos de La Moncloa y los que te rondaré morena, de Rosasdíez haciendo la calle electoral, de Esperanzas diseñando una aparición al estilo de la virgen de Fátima, de Cayolaras intentando hacer suya la misma calle que in illo témpore fue de Fraga: ¡la calle es mía!, de izquierdas plurales que persiguen el objetivo de imponer un Comité Central en singular, de policías que lo mismo se pasan que se quedan, como en las siete y media, de “yonquis” del terrorismo urbano trashumante, que han desarrollado el don de la ubicuidad de estar en todas partes, okupar todas las saludables manifestaciones y satisfacer su enfermiza adición al caos por toda la geografía española ¡Ojalá fuese una alergia de primavera, Director! Pero me temo que es una alergia crónica al polen irrespirable que esparce por la atmósfera la España oficial, oficialista, económica, financiera, sindical, militante, pesebrera, seudoideológica, parásita, mediática, que se ha metido, por acción u omisión, en un laberíntico jardín de corrupción generalizada.   

El sibilino artículo 24 del Código Civil

En un país con seis millones de parados, me resulta violento lanzar aquel grito de guerra de los 80: ¡que se pare el mundo, que me apeo! Pero confieso que esta mañana he murmurado entre dientes algo parecido: ¡que se pare España, que me bajo! Estaba dispuesto a cortarme la coleta, devolver mi DNI, mi pasaporte y mi tarjeta de la Seguridad Social y solicitar la nacionalidad en el país de nunca jamás de los apátridas. Luego, verás, he consultado el Código Civil que han ido aprobando y reformando los mediocres, sumisos y lameculos “aprietabotones” sucesivos, con licencia para matar a los ruiseñores de la libertad como si fueran talmente sicarios de los partidos políticos, y me he dado de bruces con su artículo 24, en el que lo han dejado todo atado y bien atado: para dejar de ser español hay que aceptar voluntariamente la nacionalidad de otro país, tras haber transcurrido más de tres años residiendo en el extranjero.

La verdad es que yo no quiero dejar de ser español para pasar a ser italiano, francés, alemán o súbdito de su Graciosa Majestad Británica. Tampoco sueño precisamente con ser escocés, catalán, vasco o flamenco, como novedosa alternativa para transformarme en un mismo perro con distintos collares. Yo, lo que quiero, es dejar de ser ciudadano de oriente o de occidente; de una siniestra dictadura autócrata o una decadente oligarquía disfrazada de democracia; ni carne de cañón para conservadores ni para progres; ni esclavo de mandarines, zares advenedizos y tiranos con voz y voto en la ONU, ni cobaya humana de democracias globales de laboratorio. Sólo aspiro a ser un inofensivo apátrida sin bandera, ni himno, ni delirios patrióticos como refugio de los canallas. Un anónimo y estoico ciudadano del mundo, cuyo sentido de la solidaridad, de la redistribución de la renta y de la convivencia entre seres humanos, no dependa de los fríos libros de contabilidad de tontos emocionales a imagen y semejanza de Montoro, ni  de Ángelas Merkel, Obamas, Marianos, Hollandes, aves de paso de todas las especies ideológicas, de esas que han acribillado, acribillan y seguirán acribillando nuestra historia de historias colectivas con corrosivas e impunes “cagadas” de pájaro.

Adolfo Suárez se ha quedado en la gloria
Tras un exhaustivo análisis de la situación, he llegado a la conclusión de que la única forma de dejar de ser español, o sea, compatriota de Rajoy, Rubalcaba, Susana, Soraya uno y Soraya dos, Mas, Urkullu, Esperanza, Cayo Lara, Cándido, Rosell, Bildu, Cospedal, Bárcenas, Urdangarín, Cristina, Chaves, Griñán, Pujol, Blesa, Rato, Bigotes, Cebrián, Valenciano, Gayoso, Camps, Aznar, ZP, agradables compañías de esas con sus respectivos clubes de fans, es solicitar asilo político vitalicio en un cementerio. Ahora comprendo que no hace falta ser creyente para tener la certeza de  que Adolfo Suárez se ha quedado en la gloria.

 

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