La volatilidad de este tiempo nos acorrala

Personas con mascarilla. / Mundiario
Personas con mascarilla. / Mundiario

Es tan inestable lo que sucede alrededor, que todo parece imprevisible. Nos hace intolerantes, aunque sea parecido a como ha sido siempre

La volatilidad de este tiempo nos acorrala

La fragilidad del presente traspasa con mucho la de otros presentes del pasado vivido; eso es, al menos, lo que parece, pues todos los anteriores ya solo figuran en la memoria, ese instrumento no menos inestable. De fuera adentro, son muchos los ingredientes que confluyen en este momento para generar esa sensación de creciente levedad e, incluso, banalidad de lo que vivimos.

A las múltiples fracturas que los más de dos años de pandemia trajeron, se añaden en estos dos últimos meses las que trae a la convivencia europea la guerra en Ucrania, resultado en parte de problemas del pasado no bien saldados y, en parte también, continuidad de pulsiones de algunos actores, por salvar un pasado histórico irredento. El resultado está siendo visible en destrozos humanos y materiales intolerables; no estamos acostumbrados a ver ciudades como las nuestras, costumbres como las nuestras, piel igual a la nuestra y ensueños muy similares a los nuestros, golpeados, maltratados y exiliados –como si nos pudiera pasar a cualquiera-; mientras los vecinos ucranianos son sacudidos, vemos arder sus viviendas y desmigarse sus sueños.

Después de dos meses conviviendo con estas imágenes, seguimos confusos, por no acabar de comprender lo justo e injusto que haya detrás, quiénes sean los que mueven los hilos de este desastre detrás de los que sacan pecho y esgrimen sus sinrazones. Agresores y agraviados generan desorden a nuestra tranquilidad aburguesada a tres horas de viaje en avión; no es igual que cuando sucedía exactamente lo mismo en Palestina, Irak, Afganistán o Siria, y en múltiples lugares de Asia, África o América del Sur, zonas predilectas de lo que, desde 1945, suma ya más muertos que los de la IIª GM. Este horror es el fruto de un gran error colectivo, que el martes pudo constatar en directo el actual presidente de la ONU en su viaje a Moscú; el jefe de la organización creada para frenar el sinsentido de las guerras, pudo comprobar la persistencia de razones para el escepticismo mundial en que andamos.

Por estos lares, la inestabilidad tampoco anda parca de argumentos; abundan las razones para que el optimismo ande bajo. Entre la debilidad de una alianza de Gobierno, que cada dos por tres da motivos para el desencuentro, se añade la desconfianza de una parte de quienes lo sostienen porque han sentido espiadas sus comunicaciones de móvil. Que sus siglas sostengan iniciativas que rocen el “desorden” en cuestiones sensibles, es, de fondo, el motivo de lo que parece poder acabar con los acuerdos de legislatura. Quede como quede este asunto, a buen seguro que, como cuando entre parejas crecen los desaires, no es imposible termine en ruptura.

Por otro lado, en las aceras de la oposición, no deja de alimentarse la queja metodológica. No la siempre existente porque los problemas crezcan siempre más que los medios para solucionarlos y nunca haya a mano  milagros como el del pan y los peces, las bodas de Caná o el del maná. En un mar de necesidades, siempre faltan remedios que poner; está implícito en la necesidad del pacto social de la democracia, entre las razones por las que merece la pena sostenerlo. No, no se trata de esa queja, sino de su empleo sistémico para erosionar la democracia; como excusa para no hacer nada, o para torcer el empleo de los recursos disponibles hacia intereses más o menos espúreos.

Que este tipo de queja es rentable se ha visto últimamente mucho en las elecciones de países próximos. La última, en Francia: algo más de cuatro de cada diez votantes en la segunda vuelta de los comicios para la Presidencia en Francia –el 41%-  ha ido a parar a una opción política calificada de extrema derecha. Que en España se está recorriendo este camino, exacerbando el descontento múltiple para sacarle partido, se ha visto también desde lo acontecido en las elecciones autonómicas de Madrid el 4M de 2021. El PP casi dobló la aceptación de voto que tenía, y el sistema fue el mismo: jugar a ser una valiente mater dolorosa permanente, sean cuales sean las cuestiones en juego y por más que estuvieren en marcha posibles soluciones. Sentirse frustrado en vez de apoyar o dialogar lealmente –dentro de las discrepancias lógicas que siempre habrá-, es una forma de escapismo utilitario que, desde entonces, hemos visto ampliarse exponencialmente. Si en las elecciones en Castilla y León, el desenlace final ha ido por esta vertiente, es de prever que vayan por el mismo derrotero cansino las que se avecinan en Andalucía para el 19 de junio, que aumentará algo más la amplitud del “quejío”, un palo del cante de mucho recorrido cultural en que apoyar su utilidad política. “Empujar” fuera del ruedo mediático toda racionalidad democrática entre lo necesario, lo posible y lo importante, es un sistema muy útil.

Y los pobres

Algunos de los desarrollos pragmáticos de estas actitudes son especialmente groseros para el sentido de la convivencia, y esto es lo más grave de la inestabilidad que alimenta el desánimo actual. Si las mascarillas  descubren la el falso servicio a las necesidades comunes por parte de muchos supuestos emprendedores, el uso que esté haciendo de los recursos públicos, no por emergencia sino por programa de cálculo, solo engorda el “saco” de quienes no tienen necesidad de ayudas y subvenciones. Ahora bien, si las metamorfosis de la pobreza y de las políticas que tratan de atenderla siguen ofreciendo ocasiones sobradas para calibrar la calidad del sistema que estamos desarrollando, no parece que sea buen síntoma la disposición de becas para el alumnado de colegios privados, mientras quedan sin lo básico los de los centros públicos, como se ha previsto ya para el curso 2022-23 en la Comunidad de Madrid.

Tampoco lo es que, a colegios privados que hacen buen trabajo de atención social, se les prive de seguir haciéndolo. Hay en Madrid 11 centros concertados, la mayoría confesionales, muy comprometidos en su dedicación a los más humildes, que van a ver cómo este recorte afecta al 70% de su alumnado y al 50% de su profesorado. Su pelea por normalizar recursos para esta atención choca con lo que una Dirección General de Enseñanza Concertada -con más mano en la Comunidad de Madrid que la de la Enseñanza Pública- dispone para imponer el más duro neoliberalismo: el que quiera educación que la pague. La disponibilidad individual de dinero como sistema de igualdad contradice lo que preveía un Estado Social y de Derecho y viene a decir que el “quejío” de estos afectados no es rentable. Una situación tan voluble como la actual confirma, por tanto, que no hemos avanzado casi nada; en 1689, John Locke ya advertía, hablando de la tolerancia, que “no es la diversidad de opiniones -que no puede evitarse-, sino la negativa a tolerar a aquellos de opinión diferente, la que ha producido todas las guerras y conflictos”. Ahí seguimos. @mundiario

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