¿Somos masoquistas, o consentidos, para transigir tanta necedad?

Una urna electoral.
Una urna electoral.

Hace cuatro meses el ciudadano español votó como quien rellena una quiniela, de forma automática, maquinal. Muy pocos podrían argüir argumentos de peso a la hora de ultimar su voto

¿Somos masoquistas, o consentidos, para transigir tanta necedad?

Me consta que somos animales (en mayor o menor grado) de costumbres fijas, apenas alterables. Constato nuestra correlación con aquella propiedad física de la inercia, según la cual un cuerpo permanece en reposo o movimiento constante si una fuerza no actúa sobre él. Nosotros, cuerpos o engendros naturales, llevamos siglos estáticos, soportando políticos de escaso calibre y gran indigencia. Casi nadie, yo tampoco, suele plantearse las razones que nos llevan a tolerar semejante marco. Pereza, cobardía, e inseguridad, ofrecen al preboste un resquicio para alcanzar cotas impensables de poder, de tiranía. Es curioso cómo en política, y espacios próximos, se cumple a rajatabla el principio de Peter. Ese que asegura, sin matices, que todo puesto es ocupado por alguien incompetente. De aquí se desprende que todo trabajo solo puede ser desarrollado por quien no ha alcanzado su nivel de incompetencia. En otras palabras, es mejor que los políticos no hagan nada, permanezcan inactivos, para preservar al país del desastre.

Reconozco cierta malicia, no exenta de mala leche, a la hora de establecer un paralelismo entre políticos e ineptitud. Sin embargo, la Historia -amén de nuestra patrimonial experiencia- confirma tal analogía. Ahora mismo llevamos cuatro meses de un gobierno tetrapléjico por culpa de una Ley Electoral, hecha a medida, y unos políticos que, pese a pomposas declaraciones, les mueve solo un interés personal. Ni siquiera el conjunto, debido a su monolitismo. Con excesiva frecuencia, los juicios de valor se basan en las propias concepciones. Marx pronunció aquella frase lapidaria: “la religión es el opio del pueblo”. Seguramente pensaba en la doctrina política y en los partidos, que le eran más comunes. Deduzco, pues, que todos los regímenes anti o pseudodemocráticos tienen algo de teocracias: es decir, sus políticos son un aliento salvador huérfano de cualquier acción sensible. Por supuesto, potencian la retórica sugerente, cautivadora, adormeciendo sobre todo las sociedades fatalistas y dogmáticas.  

Hace cuatro meses, digo, el ciudadano español votó como quien rellena una quiniela, de forma automática, maquinal. Muy pocos podrían argüir argumentos de peso a la hora de ultimar su voto. De igual manera, los políticos leen o visionan el resultado a través de un caleidoscopio contrahecho, disgregador, delirante. Y estos estímulos les conducen a percepciones psicóticas, huérfanas de toda conciliación. Un PP obtuso, severo, putrefacto, se enrosca en el sueño de haber ganado unas elecciones revueltas. Mientras no despierte es imposible llegar con él a ningún acuerdo que permita un gobierno estable. Sus tesis pasan necesariamente porque Rajoy sea presidente de un ejecutivo inverosímil. Sánchez -que no el PSOE, o sí- hizo ascos a pactar con una sigla, dice, que ha llevado a España al peor gobierno de la actual democracia. Olvida pronto aquel, no tan lejano, de Zapatero y quedaría por ver el suyo propio. Ciudadanos y Podemos hacen verdaderos esfuerzos por mostrar músculo ante la situación a que nos lleva tanto egoísmo y táctica espuria.

Desde mi punto de vista, el individuo está hecho para soportar impuestos confiscatorios, comisiones, paraísos fiscales, “distracciones” diversas, incluso felonías. No obstante, sería pedir demasiado que encima tuviera que escuchar sereno gilipolleces sin fin. Al político se le perdona, como así parece, cien mil vicios cuando no comportamientos delictivos, pero empalagan las justificaciones torpes, osadas. Personajillos del amplio espectro parlamentario -asimismo líderes de baratija, espantavillanos- habitan, sin protección ni vergüenza, los Cerros de Úbeda. Molesta la proposición consecuente: nos tratan como idiotas. A lo peor, y de aquí surgen nuestros males, no se equivocan. Imagino que el contribuyente menos reflexivo y sagaz, denominado pérfidamente ciudadano, se da cuenta de que a los políticos no les importamos nada,  les traemos al fresco. Ante esta evidencia, ¿por qué, pues, no los mandamos a hacer gárgaras? Ni idea, aunque sospecho, sin apenas margen de error, que cualquier réplica sea afín a fenómenos borreguiles. Otro interrogante sin respuesta.  

Teatro, paripé, señuelos, nos mantienen expectantes entre la entelequia y la desesperanza. Parecemos esos pajarillos que mantienen el pico abierto sin posibilidad de que los padres dejen un alimento inexistente. Cada vez que observamos revoloteos políticos aparecen imperiosos, burlones, los reflejos de Pávlov. Esta situación condicionada es, en verdad, lamentable. Al final del macabro juego nos someterán a unas elecciones inmediatas o a corto plazo. Sánchez dice estar dispuesto a someterse a una moción de confianza en dos años. ¿Acepta el reto Podemos? ¿Aguantaremos dos años con “soluciones” podemitas? Ni seis meses. Aquí todos esperan algo. PP (Rajoy en suma) sacar mayoría absoluta con Ciudadanos. Sánchez aguantar unos meses la Secretaría que se desmorona día a día. Iglesias, engañar a Garzón, aglutinar una izquierda radical y adelantar al PSOE. Ribera, el éxito e Izquierda Unida descifrar su galimatías. Entre tanto, nosotros -sin aliento- confiamos en que no nos hundan definitivamente. 

¿Por qué admitimos tanta necedad? La respuesta es ajena a ese tópico repetido de nuestra inexperiencia democrática. También a la idiosincrasia especial del pueblo español forjada en el crisol de las civilizaciones que nos han invadido/civilizado. Tampoco se debe a esa razón exculpatoria de que tenemos los políticos que merecemos. La contestación parece cristalina: nuestros políticos se afianzan, y algo más, sobre el pueblo que les sirve de sustento. Nosotros somos los consentidores, masoquistas, culpables de su malquerencia.

     

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