¿Sirven realmente para algo los debates electorales?

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Este debate se sigue estudiando hoy.

El debate electoral es un instrumento de contraste que los ciudadanos agradecen particularmente; pero es también un arma de dos filos, tremendamente peligrosa. Beneficia más a la oposición.

¿Sirven realmente para algo los debates electorales?

Fue el 26 de septiembre de 1960 y el árbitro se llamaba Horward K. Herrero. Desde entonces, el primer debate electoral de la televisión, retransmitido por las diferentes estaciones de los Estados Unidos, se convirtió en el paradigma, en la pauta a imitar, en la regla que la sociología electoral pone como ejemplo de cómo se deben hacer las cosas.

Nos estamos refiriendo al famoso debate entre Richard Nixon y J.F. Kennedy, candidatos a la presidencia de los Estados Unidos. Las reglas eran severas y precisas. Cada oponente dispuso de ocho estrictos minutos para exponer ante los norteamericanos su punto de vista. Luego, debatieron entre ellos. Como todo el mundo sabe, ganó abrumadoramente Kennedy; pero no se debió únicamente a su mensaje renovador, se impuso sobre todo, el inteligente uso que sus asesores y él mismo hicieron de sus cualidades ante la cámara y que, desde entonces, se llamó telegenia.

Nixon se presentó como un hombre agotado, con sombra de barba y el cansancio de la campaña aflorando en sus mal disimuladas ojeras. Su traje lo avejentaba y, además, un inapropiado atuendo gris a cuadros producía reflejos irisados en las cámaras que molestaban al televidente. La imagen de Kennedy era impecable, lozano y bien peinado, como una estrella de Hollywood, enfundado en un terno azul que le sentaba como a un maniquí, con camisa y corbata a juego. Nixon se perdía en interminables peroratas; Kennedy empleaba frases cortas, precisas y se encaraba con la cámara, resaltando su poder de convicción.

Las imágenes de este debate han sido estudiadas, analizadas y repasadas miles de veces, dando lugar a un género nuevo dentro del universo de la comunicación televisiva: el debate electoral.  

El debate electoral es un instrumento de contraste que los ciudadanos agradecen particularmente; pero es también un arma de dos filos, tremendamente peligrosa. Beneficia más a la oposición que a quien se presenta a las elecciones desde el poder. Por eso, quienes se hallan en esta posición son tan renuentes a admitirlo, y los oponentes lo reclaman por principio.

Los cambios de criterio de los electores (y parece lo razonable que sea así) no se producen como consecuencia de repentinas conversiones o milagrosos efectos de la propaganda electoral. Responden a análisis y decisiones más profundas, gestadas durante más largos periodos de tiempo. La propaganda electoral, en todo caso refuerza, pero no convence a quienes no lo están.

Es precisamente en los sectores menos críticos y con menos capacidad de análisis, donde la simpatía o no que despierte cada candidato puede repercutir, incluso al margen del programa, lo que los públicos voten. Y es en ese tipo de público donde más efecto causan los debates.

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