Putin, ¿presidente de EE UU?

Vladimir Putin. / Mundiario
Vladimir Putin. / Mundiario

El autor opina que el pérfido Putin mueve los hilos invisibles del innombrable muñeco Trump, un thriller psicológico siniestro a la vez que conmovedor.

Putin, ¿presidente de EE UU?

Si eres crítico con el régimen neoliberal, eres potencialmente un antisistema terrorista. Si votas contra el binomio conservador-socialdemócrata, no cabe duda alguna de que eres un peligroso populista. Sin matices. Terrorista y populista.

Ahora nos llega para completar la trilogía del storytelling de la globalización capitalista, la nueva superproducción, ideada en la trastienda ideológica de la CIA, de que Vladimir Putin es el nuevo presidente de facto de EE.UU. bajo la apariencia rubicunda, estrafalaria y yanqui de Donald Trump.

Terrorista, populista y ruso-soviético. ¿Quién da más en el delirio de las elites financieras y multinacionales en su propósito de estructurar un relato de fantasía para seguir detentando el poder universal sobre las mentes y las actitudes políticas de la inmensa mayoría de la población mundial?

A pesar de que parecen relatos infantiles de escasa enjundia intelectual destinados a series intrascendentes para tebeos semanales, los tres cuentos mencionados son efectivos: de trama simple y argumento maniqueísta, a un lado los buenos y al otro los malos. Su eficacia en el inconsciente colectivo resulta formidable. Es lo que viene haciendo Hollywood y la publicidad comercial desde hace muchísimo tiempo. Tenemos bien ahormados los cerebros para comprar estas historias febriles y disparatas sin rechistar.

El capitalismo está ganando tiempo con esta estrategia de urdir arquetipos malvados (todo muy viejo y de manual, por cierto) contra los que dirigir las mentalidades acosadas por la precariedad vital y las más que evidentes injusticias del sistema. La maniobra de distracción es extraordinaria, a bombo y platillo, a lo grande, siendo el fundamento de todos los discursos oficiales a escala internacional de las diferentes instituciones sobre las que gravita la responsabilidad de que nada cambie para asegurarse el neoliberalismo un reinado prolongado durante las próximas décadas.

Y, mientras tanto, el mundo gira alrededor de la desigualdad creciente, la hambruna endémica de la periferia, las guerras locales atizadas por la geoestrategia interesada de los países ricos y las riadas de inmigrantes económicos y refugiados políticos que no hallan un camino decente para salir del atolladero de un presente dramático sin visos de un digno futuro en el horizonte inmediato.

Ante ese mundo heterogéneo de pobreza permanente y sufrimiento sin solución, las clases trabajadoras occidentales, muy dañadas por el neoliberalismo de rapiña de los últimos años, no son capaces de inventarse una alternativa coherente que enfrente las causas que han creado la realidad que hoy padecemos. Lo que intentan las elites por todos los medios a su alcance es que nadie tome conciencia de la verdadera situación sociopolítica, desviando las miradas hacia culpables imaginarios: los otros, los que viven en harapos, los que huyen de las bombas, las mujeres feministas, los radicales izquierdistas, los sindicalistas reivindicativos, los de distinta sexualidad, los no blancos y los no cristianos.

Este fundamentalismo de las elites permite a los banqueros, a los políticos profesionales y a los directivos de los principales emporios multinacionales que dominan el mercado continuar en sus poltronas  y seguir amasando beneficios astronómicos sin que la culpabilidad manifiesta de sus nocivas conductas roce siquiera un ápice su moral personal o corporativa.

Mantener activo el nacionalismo, la xenofobia, el racismo y el machismo dentro de unos conductos ideológicos controlables a discreción, permite que la feroz lucha social por sobrevivir no produzca estallidos de relevancia que pongan en cuestión el orden establecido.

En este combate sordo de todos contra todos, las clases pudientes quedan fuera de las iras de la masa. Es más fácil y accesible directamente, sin intermediarios ni excesivas elucubraciones racionales, matar a una mujer, lanzar diatribas contra una musulmana por llevar burka o hiyab, escupir a un inmigrante, patear a un marginado, partirle la cara a un gay o una lesbiana o un transgénero o insultar a un árbitro de fútbol y liarse a puñetazos contra los hooligans del equipo adversario que hacer frente a la realidad laboral y política in situ contra el enemigo común: el capitalismo y su egoísmo empresarial, la derecha recalcitrante y su corrupción inveterada o la izquierdita nominal que rinde vil vasallaje a los mercados bursátiles.

Tomar conciencia de la compleja realidad no es tarea sencilla. El miedo guarda la viña. El siglo XX nos ha dejado tantos fracasos revolucionarios y reformistas que casi todas las personas tenemos interiorizada una sensación de desidia intelectual. Preferimos que el sistema piense por nosotros antes que intentar producir por sí mismos un pensamiento atrevido y contracorriente.

La cultura de la velocidad y del instante impide reflexionar con paciencia y empatizar con el otro. Somos consumidores compulsivos de relatos y cuanto más fuera de la realidad estén, mayor será su capacidad de derribar nuestras defensas críticas. Una ficción bien narrada nos atrapa al momento y nos hace volar muy lejos del yo atrapado en la neurosis de la competitividad obligada.

La nueva película navideña (y familiar) ya luce en las pantallas del mundo global: el pérfido Putin moviendo los hilos invisibles del innombrable muñeco Trump, un thriller psicológico siniestro a la vez que conmovedor. Lo produce la CIA, ahí es nada. @mundiario

Comentarios