¿Se puede meter en el mismo saco a Cuba, Venezuela y Nicaragua, como hace EE UU?

New York, USA,31 October 2018.  People hold anti-Trump signs as they participate in the 45th annual Greenwich Village Halloween parade in New York city.   Photo by Enrique Shore
Manifestación en Nueva York. / Enrique Shore

¿Es lícito meter en el mismo saco a estos países americanos tan diferentes? O se busca más bien equipararlos para que la comunidad internacional –y la opinión pública mundial– estigmatice y condene los tres a la vez. Un repaso a la política de EE UU en la zona.

¿Se puede meter en el mismo saco a Cuba, Venezuela y Nicaragua, como hace EE UU?

EE UU se considera el líder del mundo libre, con lo que se auto-otorga permiso para bautizar a los países que no son de su agrado con distintas denominaciones: el “Imperio del Mal”, como llamó Reagan a la antigua URSS; “estados forajidos” y “estados canallas”, eligió Bush en su día para Yugoslavia, Afganistán, Sudán y Serbia; en el “Eje del mal”, se metió a Irak, Irán y Corea del Norte y, más tarde, a Libia, Siria y Cuba. Son listas en las que se entra y de las que sale según se porten los proscritos ante los ojos de la superpotencia. Libia salió cuando el malvado Gadafi mejoró sus relaciones con Occidente; Serbia, cuando cayó Milosevic; Iraq y Afganistán, después de ser invadidos; a Cuba la sacó el Congreso norteamericano; en fin, Trump ya se lleva bien con Kim Jong-il y Corea del Norte ya no aparece, y así sucesivamente.

Ahora nos encontramos con que John Bolton, el asesor de seguridad nacional del presidente Trump, con sólidos antecedentes intervencionistas, ha confeccionado una lista nueva compuesta por los “tres chiflados del socialismo” que rigen los gobiernos de Cuba, Venezuela  y Nicaragua: Castro, Maduro y Ortega. Y la pregunta es: ¿es lícito meter en el mismo saco a estos países? O más bien se fuerza su equiparación con una estudiada propaganda para que la comunidad internacional -y la opinión pública mundial- estigmatice y condene los tres a la vez.

Comencemos por Cuba, un país que se levantó contra el dictador Batista, aliado incondicional de EE UU. Desde que triunfó la revolución liderada por Fidel Castro, la superpotencia le hizo la vida imposible: ataques piratas, sabotajes, intentos múltiples de asesinar a Fidel Castro, el desembarco de Playa Girón, la expulsión de la Organización de Estados Americanos (OEA), el embargo… Los dirigentes cubanos, qué remedio, estrecharon lazos con bloque socialista encabezado por la URSS, y estatizaron la economía. Así resistieron 60 años. Por supuesto, todos los errores económicos se achacaron al “bloqueo norteamericano”, con lo que no se enmendó ninguno. El incentivo para abrir la economía y seguir los pasos de China o Vietnam era nulo: liberalizar la economía daría alas al acoso norteamericano.

Cuando Fidel Castro dejó su puesto a un Raúl más pragmático, se le dio un empujón a la apertura económica. Y cuando Obama facilitó el turismo norteamericano y suprimió las trabas al envío de remesas de los cubanoamericanos, el gobierno cubano reaccionó con más medidas liberalizadoras: se abrieron más hospedajes privados y paladares y se aprobaron nuevos trabajos para ejercer por cuenta propia, medidas que se sumaban a otras tomadas poco tiempo atrás, como la autorización para la compraventa de viviendas o para que los cubanos viajaran libremente al exterior. En Cuba no eran cambios menores y el futuro parecía prometedor, pues se planeaban más reformas. Hasta que llegó Trump y volvió a la política norteamericana de siempre: el cerrojazo externo, al que parece seguir, como era previsible, un cerrojazo interno.

Lo anterior nos dice que es lo que la comunidad internacional debería aplicar con Cuba si piensa en el bienestar del pueblo cubano: ayudar a que se prosigan sus reformas económicas. Para ello, hay que dar un respiro a la isla, como entendió Obama, y no mantenerla como una plaza sitiada, como han hecho tradicionalmente los gobiernos norteamericanos y repite ahora Trump. Algunos se preguntarán: “Si, todo eso está muy bien, pero ¿dónde quedan las reformas políticas?” Bueno, no sería muy recomendable realizar cambios económicos y políticos a la vez, aunque no cabe duda de que, en algún momento, tendrán que plantearse. Raúl Castro y sus compañeros de la Sierra Maestra son octogenarios, y las nuevas generaciones de líderes tendrán que ganarse su legitimidad con un mandato popular.

Mientras tanto, en Venezuela coexiste el presidente Nicolás Maduro, un personaje autoritario que ha manejado de manera desastrosa la economía del país y, por otra parte, el autoproclamado presidente Juan Guaidó, que cuenta con el apoyo del Parlamento venezolano y con el de distintos países, destacadamente EE UU. Maduro, a estas alturas, carece del apoyo popular de Guaidó, pues la población venezolana está harta de padecer el deterioro de sus condiciones de vida. La inflación supera el millón por ciento y los precios de los productos se cambian por horas, lo que da una idea de la calamidad económica por la que atraviesa el país. Pero Maduro mantiene el apoyo de una parte de la ciudadanía y el de las Fuerzas Armadas. Por tanto, la mejor opción para este país, como tratan de lograr los gobiernos de México y Uruguay, es promover el diálogo y la negociación entre los dos bandos, con testigos confiables -como estos gobiernos y la diplomacia vaticana-; un diálogo que debería culminar en unas elecciones generales limpias, vigiladas por la comunidad internacional, y con el compromiso previo de que todas las partes aceptarán los resultados.

Eludir estas negociaciones, como pretende EE UU, argumentando que el tiempo de Maduro ya pasó, solo puede hacer pensar en intereses turbios. Venezuela no sólo es el país del mundo con mayores reservas probadas de petróleo, sino que dispone también de distintos minerales muy cotizados -el oro es tan sólo uno de ellos- en abundancia; y, por si fuera poco, ha estrechado fuertes lazos financieros y comerciales con China y Rusia, algo que EE UU no puede soportar. Pero, ni América Latina y ni la Unión Europea podemos apoyar sin más esos intereses poco claros, sino que debemos guiarnos por lo que más convenga al bienestar del pueblo venezolano. Y una salida negociada entre los dos bandos es mil veces mejor que un enfrentamiento entre ellos -y ya no digamos que una intervención norteamericana.

Y después está el caso de Nicaragua. El gobierno de Ortega “El Cruel” ha masacrado brutalmente a los/as manifestantes opositores pacíficos. El saldo que deja su represión incluye más de 325 muertos identificados, más de dos mil heridos, más de 700 personas encarceladas, el exilio de al menos 40 mil en Costa Rica, una crisis económica brutal que ha acabado con docenas de miles puestos de trabajo; por si fuera poco, Ortega ha expulsado del país a todos los organismos internacionales dedicados a los derechos humanos -como los que dependen de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) o los del Alto Comisionado de Naciones Unidas para estos derechos- y ha cerrado y allanado las oficinas de los medios independientes de comunicación -como Confidencial y 100% Noticias- y los locales de las ONG dedicadas a los derechos humanos -como el prestigioso CENIDH-, además de ningunear a la Iglesia Católica cuando intentó ejercer su labor mediadora entre el gobierno y el pueblo. El mensaje de Ortega y de su vicepresidenta y esposa Rosario “Drusila” Murillo es claro: no consentiremos ninguna disidencia en nuestro feudo ni tampoco que nadie registre o informe sobre nuestros desmanes. Su voluntad de diálogo y de negociación es nula, al igual que su disposición a respetar los derechos ciudadanos, cesar la represión y adelantar elecciones.

Por tanto, la comunidad internacional debe mantener una fortísima presión sobre el gobierno nicaragüense, con duras sanciones para Ortega y sus cómplices, hasta que se avenga a negociar con la oposición y a convocar elecciones libres sin posibilidad de reelección -si antes no lo depone el ejército nicaragüense y llama a elecciones, lo que ahorraría mucho sufrimiento.

Así que, la actitud de la comunidad internacional ha de ser muy diferente con estos tres países: en el caso de Cuba, hay que apoyar la continuidad de su proceso de reformas; en el de Venezuela, promover, junto a México y Uruguay, un diálogo entre las partes que acabe en una convocatoria de elecciones generales; y, en el de Nicaragua, mantener una fuerte presión sobre Ortega para que convoque elecciones y renuncie. La respuesta a la pregunta sobre si estos tres países se pueden meter en el mismo saco es, por tanto, rotundamente no.

Y, ya que hablamos de la necesidad de cambios en algunos gobiernos, el de Trump se ha permitido cruzar dos rayas rojas que ponen en peligro no sólo el futuro de los estadounidenses, sino el de toda la humanidad: por un lado, ha anunciado la retirada de EE UU del Acuerdo del Club de París sobre el Cambio Climático, lo que hará muy difícil lograr la reducción de gases de efecto invernadero que la comunidad científica mundial considera indispensable; por otro, acaba de abandonar el Tratado INF de fuerzas nucleares firmado por Reagan y Gorbachov en 1987, cuyo objetivo era el control y eliminación de los misiles nucleares o convencionales de rango intermedio, algo que pone en riesgo sobre todo a Europa. En el marco de este Tratado, se destruyeron más de 2.500 misiles entre ambas partes y se selló el compromiso de no construir más. A Rusia le ha faltado tiempo para afirmar que también lo abandona. La pregunta ahora es: ¿de verdad que toda la comunidad internacional junta no dispone de recursos suficientes como para presionar cambios en el comportamiento del Gobierno de EE UU? No sabemos si se está convirtiendo en un país “canalla” o “gamberro”, pero, sin duda, es irresponsable y egoísta. @mundiario

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