El proyecto de un Estado catalán independiente tiene un horizonte sombrío

Xosé Luis Barreiro Rivas (centro), en la presentación de su libro. / La Voz de Galicia
Xosé Luis Barreiro Rivas (centro), en la presentación de su libro. / La Voz de Galicia

Capítulo VII del libro La España evidente, titulado Cuando la estrategia se convierte en objetivo, que MUNDIARIO publicará íntegro. Hoy, su segundo apartado: Un horizonte sombrío.

El proyecto de un Estado catalán independiente tiene un horizonte sombrío

Capítulo VII del libro La España evidente, titulado Cuando la estrategia se convierte en objetivo, que MUNDIARIO publicará íntegro. Hoy, su segundo apartado: Un horizonte sombrío.

En las circunstancias actuales, lo único que podría salvar la posición de Mas y de los partidos, personas y asociaciones cívicas que lo apoyan, sería una fuerte polémica teórica con el Estado español y con la Unión Europea, y, aprovechando el marco y los ecos de esa polémica, un medido proceso de rupturas y provocaciones —dicho en el estricto significado del término— que le permitiese aglutinar a una parte de la población catalana en torno al victimismo político. Pero esa situación depende de dos o de tres, y todo parece indicar que el tratamiento que le van a dar a Mas el Estado y la UE es el que le da el pescador al salmón, que suelta y recoge sedal para cansarlo, antes de desestabilizarlo definitivamente y cobrarlo como presa.

La UE se ha limitado a recordar que el enfoque de Mas va en contra de la filosofía y la práctica del Tratado de la Unión. Y el Gobierno de Madrid también parece haberse limitado a invocar la Constitución de 1978, en su Art. 2, aferrarse a su significado inequívoco, y bloquear la hoja de ruta de CiU mediante recursos oportunos y de limitada trascendencia presentados ante el Tribunal Constitucional. Frente al gran conflicto con el que Mas parecía soñar, tanto la UE como el Estado español parecen haber optado por una controversia de bajo perfil cuya importancia se diluye peligrosamente al paso del tiempo. Los pequeños pasos que se fueron dando con la constitución de órganos y comisiones orientados al proceso de secesión, que en un primer momento parecían animar el debate, empiezan ahora a pasar sin pena ni gloria, y lo que CiU concibió como la gran campanada política, cuyos ecos y resonancias debían incrementarse en el contexto de la crisis y del bajo perfil político de Rajoy, empieza a ser una pesada carga estratégica cuya gestión se pone cada día más difícil.

La otra gran baza ensayada por Artur Mas fue la de poner en evidencia el despecho que sentía por España mediante el elemental método de enamorarse de Francia y hacernos consumir en celos desesperados. Y para eso utilizó una treta que debía permitirle disparar simultáneamente en dos direcciones. Para darle viabilidad a su plan, y resolver sin costes especiales la invención del nuevo Estado, Artur Mas propuso renunciar a la existencia de un «ejército propio», y, previa negociación de la entrada de Cataluña en la OTAN, como testimonio de occidentalismo y soberanía, encomendar la defensa del territorio catalán a Francia. La propuesta coincidía con una proyectada visita de Mas a París, en la que debía entrevistarse con el ministro francés de Interior, y todo apuntaba a que Mas iba a presentar este acontecimiento como un primer acto de política exterior del Estado catalán, y como una primera recepción de sus ideas en un gran Estado de la UE. Pero la diplomacia francesa se dio cuenta a tiempo de la inconveniencia de esta visita en todos los órdenes, y no solo porque Mas estaba jugando imprudentemente contra los principios de la UE, sino porque Francia mantiene una fuerte vigilancia contra los devaluados procesos independentistas que tiene en su interior (como Córcega) y contra cualquier remoto intento de entender que los países vasco y catalán asientan sus reivindicaciones en un territorio situado en los Estados francés y español. Y por eso el Gobierno de Hollande canceló la audiencia, hizo oídos sordos a la esperpéntica propuesta de un nuevo país que actuase como la rémora estratégica de Francia, y dio a entender que no tiene tiempo ni humor para impulsar excéntricas aventuras.

Otro aspecto a destacar en este proceso de enfriamiento general del debate hay que buscarlo en la creciente reacción que están produciendo las estrategias intelectuales orientadas a describir y explicar las razones de la secesión. Tal como hemos venido diciendo, los aportes intelectuales a la secesión de Cataluña estaban basados en tres hipótesis que la Generalitat venía cultivando desde hace tiempo, y cuya progresión, ciertamente preocupante, se vio favorecida por la inexplicable indiferencia con la que el Gobierno español y los intelectuales no afectos al proceso catalán de secesión trataron —o no trataron— este asunto. La Generalitat, decíamos, utilizó profusamente tres palancas para impulsar el proceso: a) el estudio de las balanzas fiscales y su consecuente discurso sobre el expolio continuado e injusto de Cataluña; b) la idealización de una historia de soberanismo reprimido que, en vez de ver a la Corona de Aragón como parte esencial de la estructuración del Estado, presenta a Cataluña como la víctima continuada de una represión centralista y de una colonización prepotente de la cultura castellana sobre la catalana; y c) la defensa de una lectura muy especial de la Constitución, que, convertida en puro texto literario, permite todas las interpretaciones que puedan ocurrírsenos, siempre que su dirección sea el periferismo extremo, la disgregación del Estado y el ensalzamiento progresivo e ilimitado de las culturas y lenguas territorializadas.

Xosé Luís Barreiro Rivas. / Jorge Peteiro

 

La idea de que ir contra la Constitución del Estado es más democrático y progresista que defenderla se extendió con increíble sutileza y se asentó con facilidad inexplicable. Y por eso no faltaron exegetas del texto de 1978 —en la cátedra, la tribuna o el foro— que se mostraron dispuestos a apoyar la plena constitucionalidad de cualesquier ocurrencia, siempre que se mueva en el terreno de la dispersión y la plurinacionalidad del Estado, y siempre que cuestione la validez y adecuación a la actual circunstancia política del texto que fue consensuado durante la Transición.

Pero las cosas están cambiando bastante, y, tanto en ámbitos institucionales como intelectuales y sociales, empiezan a conocerse posicionamientos, estudios, dictámenes e informes que cuestionan el estilo de barra libre implantado por los nacionalistas en el debate sobre el Estado, y al que, movidos por complejos y confusiones apenas disimulados, se habían unido una pléyade de sabios mediáticos y de presuntos referentes académicos que confunden las ocurrencias con las normas y los consensos, y que llaman progresismo a decir que quizá pueda ser lo que en principio no puede ser. Y eso quiere decir que a Artur Mas le puede salir el tiro por la culata, y que la labor de estructuración discursiva de la idea de España que el Gobierno central no supo hacer, ni inspirar, ni apoyar, ni respetar e incentivar, se pueda acabar generando y extendiendo como reacción a un proceso de desestabilización y debilitamiento de los marcos y acuerdos políticos que, más allá de debilitar la capacidad de gobernarnos y de definir proyectos solidarios, parece orientado, en términos políticos, a movernos la tierra debajo de los pies. En este momento ya no me cabe la menor duda de que los movimientos intelectuales que trabajan abiertamente el derecho a decidir son mucho más pesebristas que los que empiezan a rescatar la idea de España como una referencia histórica y cultural de enormes proporciones. Y tampoco parece haber dudas de que tanto las grandes empresas y financieras de Cataluña como las multinacionales asentadas en Barcelona y otras ciudades del principado empiezan a distanciarse de una deriva a la que no le ven seguridad ni lógica, y en cuyos ensayos puede producirse un retroceso económico y político que solo podría recuperarse a muy largo plazo y con enormes esfuerzos.

En relación con este temor de los empresarios, fueron los responsables de Unió Democrática de Cataluña, y su líder Durán i Lleida, quienes pusieron de manifiesto su preocupación por la posibilidad de que algunas élites catalanas —industriales, financieras e intelectuales— iniciasen el proceso de disensiones al que Tiebaut denominó «votar con los pies», y cuya esencia consistiría en cambiar de domicilio, a cualquier lugar fuera de Cataluña, algunas empresas o sociedades relevantes; o en desplazarse hacia aquellas comunidades cuya oferta de bienes y servicios públicos y esfuerzo fiscal les resultase más satisfactoria, más estable y más normalizada.

La idea más perceptible es que el proyecto de un Estado catalán independiente tiene un horizonte enormemente sombrío si se cumplen los pronósticos más optimistas, y un horizonte rayano en la catástrofe si, a causa de un hipotético descontrol político del proceso, se acaba desviando la hoja de ruta hacia los campos de la ilegalidad y la confrontación abierta con el Estado. Artur Mas está convencido —y en ello basa su alucinante estrategia— de que esa deriva hacia la ilegalidad y la confrontación entre el Estado y Cataluña no es posible.

Su idea es que antes de entrar en caminos que bordeen la tragedia, el Estado —nunca él— tendrá que abajarse de sus principios y retroceder. Y por eso conviene hacer duras y abiertas advertencias contra este supuesto de una hoja de ruta ilegal y en abierta confrontación con los poderes constitucionales, porque, al igual que sucede en todos los conflictos, las probabilidades de un desenlace trágico aumentan en proporciones geométricas cuando se niega la posibilidad de que tal cosa suceda y se actúa con la irresponsabilidad propia de los inconscientes y atabanados.

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