La prisión de los diez de Betanzos

Betanzos.
Betanzos (A Coruña).

Dos nombres sobresalen en el recuerdo del tiempo pasado en prisión: Rafael Pillado, dirigente de Comisiones Obreras, y Carmen Caruncho Astray, mi abuela, no menos valiente que aquel.

La prisión de los diez de Betanzos

Los diez arrestados de Betanzos, de cuya detención di cuenta en un relato anterior, fueron puestos a disposición judicial al anochecer del 17 de septiembre de 1974 después de haber permanecido 72 horas justas entre los dominios de la Benemérita y los de la brigada político social de la policía. Pero en sus maltratados cuerpos se dibujaban caras de alivio: el guardia civil Antelo y los inspectores que se ocuparon de ellos quedaban al fin atrás. Por el contrario, mi rostro estaba descompuesto y el miedo no se despegaba de mi piel. El breve tiempo que transcurrió entre las palabras amenazantes del policía: “Hemos pedido una prórroga al Tribunal de Orden Público para llevarte de nuevo a comisaria” y la orden de ingreso en prisión fue el más angustioso de mi vida, superior incluso al que sintió aquel Alejandrito el día del incendio del prado del señor alcalde en Pedraza de la Sierra.

Quien todavía era Julián estaba preparado psicológicamente para aguantar tres días de interrogatorios, aferrado, como molusco a su roca, a la coartada de la celebración del cumpleaños. Pero quien, una vez fichado, había recuperado la identidad de este narrador, se sintió incapaz de resistir en soledad otras 72 horas bajo las garras de aquellos seres sin escrúpulos. Temí confesar lo que en verdad éramos: un grupo organizado que pretendía acabar con el franquismo promoviendo un movimiento opositor generalizado en Galicia que se uniría al de los demás territorios del Estado español.

Ante la perspectiva de regresar a comisaria, mi espíritu estaba hecho añicos. Contaba como mucho con un par de horas para recomponerlo, si la decisión de los jueces del TOP me mandaba de nuevo con la policía. ¿Conseguiría resurgir como el Ave Fénix, de mis cenizas? Si en aquellos momentos abrumadores hubiera conocido los pormenores de la detención de mis amigos, la respuesta sería claramente negativa. ¡Cantaría hasta la Traviata!

Me enteré de lo ocurrido mucho después: mi hermano Eduardo, en cuanto supo de mi arresto, llamó a mi amigo Manolo Pastur para alertarle de que en mi armario guardaba unas bolsas cargadas de libros prohibidos y propaganda ilegal. Manolo citó a Jaime y Alberto, también de mi pandilla de entonces, recogieron entre los tres aquellos documentos y, sin saber muy bien cómo desembarazarse de ellos, decidieron esperar a la noche y arrojarlos al mar. La mala suerte quiso que la guardia civil costera, al observar el trasiego, los confundiese con contrabandistas de tabaco y los detuviera. La buena suerte, que una de las bolsas de viaje donde guardaba aquellas revistas y papeles llevase mi nombre, lo que les evitó interrogatorios pesados; todo estaba muy claro. Después de tres días en comisaria, el juez decretó su libertad provisional. Creo que nunca agradecí explícitamente a Manolo, Jaime y Alberto aquel gesto de suma amistad. Vaya en estas líneas.

Pero entonces, el pobre Julián, además de aparecer como promotor de la reunión ilegal de Betanzos por la coincidencia de la fecha con su cumpleaños, quedó en una posición aún más delicada como dueño de aquellas bolsas. De ahí la solicitud al TOP para ampliar su período de detención. Afortunadamente, el juez instructor sentenció el ingreso en prisión de todo el grupo, incluyendo el mío. ¿Por qué razón el TOP hizo caso omiso de la demanda policial? La explicación no podía ser que Franco fuese ya un anciano decrépito de 81 años de quien los poderes fácticos quisieran desmarcarse, pues no le había temblado el pulso para firmar aquel mismo año la pena de muerte de Salvador Puig Antich y todavía fusilaría, al siguiente, a otras cinco personas, tres miembros del FRAP y dos de ETA. Lo más probable: el TOP debió considerar un asunto muy menor, casi insignificante, aquel suceso de provincias, cuando ya arreciaban las huelgas y protestas antigubernamentales por toda España, sobre todo en Madrid y Barcelona.

Así que, del juzgado pasamos a la cárcel de La Coruña y lo que mejor recuerdo de aquellos momentos fue la felicidad que sentí al abandonar el furgón de la guardia civil y traspasar la puerta de la prisión. Estábamos encarcelados, sí, pero eso significaba el fin de la pesadilla de los calabozos de las fuerzas gubernativas. En prisión pasaríamos dos meses hasta que salimos en libertad condicional, en mi caso, con una petición fiscal de dos años por asociación ilícita y una multa gubernativa de 40 mil pesetas o un mes sustitutorio de cárcel.

En aquel tiempo, en el presidio coruñés, un numeroso grupo de los “23 de Ferrol” permanecía internado y a la espera de juicio, acusado de promover los disturbios que se vivieron en los astilleros de aquella localidad en 1972, cuando los trabajadores de la BAZAN rechazaron un convenio colectivo interprovincial. Murieron entonces, por disparos de la policía, Amador Rey y Daniel Niebla, y hubo otros 40 heridos de bala.

Aquel grupo ferrolano, que a nuestra llegada llevaba dos años y medio en prisión, nos recibió a “los de Betanzos” con todos los honores y toda la calidez y solidaridad del mundo. Pusieron a nuestra disposición libros, mantas, utensilios de afeitado y otras pequeñas comodidades mientras llegaba el día de visita, cuando nuestras familias podrían acercarnos algunas pertenencias. En la cárcel se respiraba, al menos hacia los presos políticos, un trato muy respetuoso por parte del director y de los funcionarios de prisiones: podíamos reunirnos, pasear por el patio, leer o hacer ejercicio casi a cualquier hora del día. Allí, entre rejas, aprendí a escribir a máquina. Después de la comisaría, la cárcel era una fiesta.

Y en el recuerdo que me acompaña de aquellos meses, dos nombres se alzan por encima de todos los demás. El primero es el de Rafael Pillado, uno de los dirigentes de Comisiones Obreras en Galicia. Pillado era de una calidad humana excepcional, una de esas personas que te encuentras a tres o cuatro en la vida y que recuerdas siempre. Su amabilidad y su disposición a ayudar a los demás eran encomiables. En mi memoria aparece siempre sonriente y lleno de paz y tranquilidad, como si tuviera un aurea similar a la que adorna la cabeza de los santos en las imágenes religiosas.

Todas las semanas manteníamos reuniones para discutir sobre política, los de Ferrol por un lado, los de Betanzos por otro; pero, de vez en cuando, los de Betanzos debatíamos con Pillado sobre las posibles salidas de la dictadura. Éste, inspirado por el Partido Comunista, defendía la tesis de la reconciliación nacional, un gran acuerdo por la democracia entre todos los sectores y clases sociales y sus representantes políticos, convencido de que el régimen de Franco estaba agotado y carecía de apoyos internos y externos, salvo los de unos cuantos irredentos. Los del grupo de Betanzos, inspirados por el Partido del Trabajo, creíamos que la burguesía española no renunciaría nunca a los privilegios que debía al dictador y que había que desbordar, a través de movilizaciones masivas de la ciudadanía, tanto el marco político del franquismo como el del “franquismo sin Franco” que lo sustituiría.

Pero Pillado era imbatible en los debates. Sus argumentos eran demoledores y su fe en la salida democrática infinita. El tiempo le dio la razón y se consiguió la “salida pactada” que propugnaba el Partido Comunista, lo que nosotros, en nuestra juventud, considerábamos imposible. Sin duda fue la salida que tuvo menores costes, pero los tuvo: ahí están las limitaciones que todavía presenta nuestro sistema democrático, como las medallas al mérito policial que aún disfruta “Billy el Niño”; la desigualdad social que padecemos, una de las mayores de la Unión Europea; los elevados niveles de pobreza relativa, con más de dos millones de niños que viven en riesgo de pobreza; o el “problema catalán” aún sin resolver y tan de actualidad en estos días, por poner algunos ejemplos. Limitaciones que, desde luego, no son imputables a los luchadores como Pillado, sino a unas élites españolas “duras”, acostumbradas a imponerse y a no ceder después de ostentar tanto poder durante años de dictadura. En esto se nos parece Chile, uno de los países más desiguales de América Latina, por mucho que se menten sus méritos. ¡Que nadie se asombre de las protestas populares que acaban de estallar allí!

El segundo nombre que evoca mi mente es el de Carmen Caruncho Astray, mi abuela Carmiña. Había quedado viuda muy joven y, para sacar adelante a mi padre y a mi tía, prefirió ponerse a trabajar antes que casarse de nuevo. Mi abuela, junto a mis padres, no faltó nunca en los días de visita a la cárcel y siempre se aparecía con un buen bizcocho o una gran torta de maíz que yo compartía religiosamente con el resto de compañeros, como hacía cada uno con sus viandas. De familia católica y conservadora, mucho más que la política le importaba que habían detenido a uno de sus nietos y no pararía hasta verlo libre.

Mi principal preocupación era que se le ocurriese pagar la multa gubernativa de 40 mil pesetas. Costó más de una visita que se comprometiera a no abonarla. No le valían los argumentos de que era mucho dinero, ni el de que las demás familias no podrían afrontarla y me haría quedar mal con mis compañeros, ni tampoco mi deseo de no dar ninguna cantidad a la dictadura. Ya no sabía cómo convencerla hasta que di con el argumento definitivo: “Abuela, aunque pagues la multa no me van a soltar”. “¿Ah no?”, se sorprendió ella. “Pues no -le expliqué-, porque la multa vale sólo por un mes de cárcel y voy a estar aquí más tiempo”. Eso la entristeció, aunque la persuadió, pero no me extrañaría que fuese ella quien empujase entonces a mi padre, a quien maldita la gracia que le haría, a que fuese a hablar con un alto oficial del ejército familiar suyo, a ver si podía resolver algo. La conversación entre el abogado y el soldado, por lo que me llegó, debió durar un minuto:

– Manolo –le dijo el militar a mi padre–, el mundo se divide entre rojos y personas decentes. Tu hijo eligió contarse entre los rojos. No moveré un dedo por él.

– Verás –le respondió mi padre–, hay una división previa: la que se da entre los miembros de una familia y los que no lo son. Y tú has elegido dejar de pertenecer a la mía.

Los de Betanzos quedamos en libertad a los dos meses, pendientes de juicio; un juicio que no llegaría a celebrarse porque antes se aprobó la Ley de Amnistía de 1976. Pero dejamos allí, en la prisión provincial de A Coruña, con gran pesar, a nuestros amigos y compañeros del grupo de Ferrol. Rafael Pillado y otros muchos de los acusados, como Julio Aneiros, otro dirigente de CC OO herido de bala en las manifestaciones de la Bazán, permanecerían otros dos años más encarcelados, hasta la aprobación de la Ley de Amnistía.

La despedida fue agridulce y recuerdo que alguien, para aliviarla, dijo: “Lo peor de todo es que nos quedaremos sin las tartas de maíz de tu abuela”. @mundiario

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