El primer objetivo de unas elecciones en democracia es dotar a un país de un gobierno

Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados. / Mundiario
Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados. / Mundiario

El interés general es que las instituciones funcionen, que el Estado recupere la normalidad institucional, que haya un Gobierno que pueda tomar decisiones y una oposición que pueda controlar a ese Gobierno y, en las actuales circunstancias, marcarle la agenda.

El primer objetivo de unas elecciones en democracia es dotar a un país de un gobierno

Días desagradables estos en los que se ha convertido al Parlamento no en templo de la palabra, sino del insulto y del cinismo.

> Un señor de apellido Rufián se permite subir a la tribuna del Congreso a insultar a los diputados del Partido Socialista, a sus militantes, a sus votantes y a su historia acusándoles, acusándonos, de iscariotes, de traidores por haber tenido los arrestos de desbloquear la situación de ingobernabilidad que arrastra este país desde hace un año. Lo dice el representante de un partido político que se define de izquierda y que gobierna en coalición con los representantes de la antigua CiU.

> Un señor de apellido Matute se permite subir a la tribuna del Congreso a vilipendiar a los diputados del Partido Socialista, a sus militantes, a sus votantes y a su historia hablando de cal viva, de terrorismo y de asesinatos. Lo dice el representante de un partido político que durante décadas ha justificado el recurso a la violencia, la coacción y el asesinato de quienes no pensaban como ellos y que aún hoy en día es incapaz de condenar tales atrocidades y pedir perdón a las víctimas de acciones tan abyectas.

> Un señor de apellido Iglesias se permite subir a la tribuna del Congreso a despreciar a los diputados del Partido Socialista, a sus militantes, a sus votantes y a su historia hablando de traición a lo prometido, él, precisamente él, que en los dos años de vida de su partido no ha hecho otra cosa que travestirse de lo que fuera necesario para arañar algún voto y que cuando ha tenido en su mano abrir las puertas a un gobierno progresista no ha dudado en cerrarlas a cal y canto por pura ambición personal, personalista y narcisista.

Al facilitar con su abstención que en España haya un gobierno en plenitud de funciones, y no en funciones, tras un año de bloqueo, lo que han hecho los diputados socialistas es cumplir el primer objetivo de unas elecciones en democracia: dotar a un país de un gobierno.

Un gobierno que no apoyamos, cuyos objetivos no compartimos, cuyas políticas hemos combatido y combatiremos, pero cuya legitimidad democrática, a diferencia de otras fuerzas, no negamos: el PP ha concurrido a las elecciones y no solo nos ha ganado a los demás sino que además en las segundas elecciones ha sido la única fuerza que ha mejorado resultados. Parece que algunos de tanto soñar con los cielos han perdido la capacidad de entender lo que pasa en la tierra. O, sencillamente, es que la única tierra que les preocupa es aquella que pueda dar satisfacción a sus ambiciones, sin importar el coste que deban pagar aquellos que la habitan mientras no se hace su voluntad así en la tierra como en el cielo.

El Partido Socialista ha actuado con responsabilidad de Estado, anteponiendo el interés general al interés de partido, como siempre ha hecho. Sí, intentó un gobierno alternativo cuando la aritmética lo hacía posible pero la política lo hizo imposible: eso sí fue una verdadera traición al cambio político. Pero no, no se puede intentar construir una mayoría de gobierno con quien cuestiona a España y amenaza con quebrar la legalidad, ni con quien es incapaz de condenar un pasado abyecto, ni con quien retira su apoyo y amenaza la estabilidad de gobiernos progresistas para coaccionar las decisiones del Partido Socialista.

El interés general es que las instituciones funcionen, que el Estado recupere la normalidad institucional, que haya un Gobierno que pueda tomar decisiones y una oposición que pueda controlar a ese Gobierno y, en las actuales circunstancias, marcarle la agenda.

En democracia no hay proclama más efectiva que una ley aprobada en el Congreso. Es probable que algunos no lo sepan porque, sencillamente, llevan un año sin ejercer la función para la que han sido elegidos

En democracia no hay proclama más efectiva que una ley aprobada en el Congreso. Es probable que algunos no lo sepan porque, sencillamente, llevan un año sin ejercer la función para la que han sido elegidos: resolver los problemas de los ciudadanos allí donde se toman las decisiones. Sí, es cierto, un título de una ley nunca generará tanto eco como un titular de prensa, ni un artículo de un decreto logrará la audiencia de un tweet, pero ambos tienen un poder único, real: cambiar la vida de la gente.

El interés general es afrontar de una vez los problemas que enfrenta el país porque estos no aguardan turno en la sala de espera: continúan ahí, creciendo, agravándose, sin oposición ni gobierno que los combata. El crecimiento de la precariedad, la desigualdad y la pobreza, el desafío secesionista de Cataluña, el agotamiento de la hucha de las pensiones, la sostenibilidad de los sistemas públicos de sanidad y educación exigen soluciones y no dilaciones. Y eso solo puede hacerse con un gobierno y una oposición funcionando y no en funciones.

Sí, es más fácil flotar en lo etéreo de los principios, pero ahora toca bregar en el terreno de las realidades. Allí donde los socialistas siempre hemos ejercido, con responsabilidad, nuestras responsabilidades.

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