La primavera del 15-M se ha ido y nadie sabe cómo ha sido

Acampada del 15-M en la plaza del Sol de Madrid. / Movimiento 15M
Acampada del 15-M en la plaza del Sol de Madrid. / Movimiento 15M
En esta España de Sabina y bolero, quizás, quizás, quizás, los jóvenes del 15-M, que soñaban con trasladarse a los barrios de la alegría procedentes de sus respectivas calles melancolía, empiezan a comprender que ha pasado ya el tranvía.
La primavera del 15-M se ha ido y nadie sabe cómo ha sido

Dicen que se ha extendido una epidemia de tristeza por nuestras ciudades. Que han empezado a borrarse las pisadas de los jóvenes espíritus del 15-M y han dejado de sonar muchos latidos de corazones que acamparon en nuestras plazas, ¡oh, aquellos dulces pájaros de juventud que aparecieron en Madrid como aves precursoras de una primavera! La verdad es que parecía que la primavera al fin había venido, oye, pero nadie sabe cómo (aunque algunos intuyan el por qué) se ha desvanecido. Sobre todo Carmena, la última Violetera, todavía no comprende por qué los madrileños no le han comprado los suficientes ramitos de la cosa pa lucirlos en el ojal. Y, bueno, no ha caído precisamente una estrella en el jardín climático de Madrid Centro, sino un jarro de agua fría municipal y  una sentencia judicial de primeros auxilios, mientras se marchitan las rosas con espinas de Gabilondo y una nube tóxica de la Operación Chamartín avanza sobre el Madrid Norte desde el que ya no se podrá ir de esa ciudad al cielo, sino talmente al infierno. Con razón los chicos y la chicas de ayer, procedentes de aquel número 15, de aquella letra M de otra calle melancolía, han empezado a acudir a las comisarías a denunciar el timo de la estampita de aquellos charlatanes que les hicieron soñar con mudarse a barrios de la alegría.

Porque aquí, de barrio,  la verdad, es que solo se han mudado Pablo e Irene, que se han montado un nuevo “proyecto de familia”, ¡si se puede!, en un chalet que reposa financieramente sobre los cimientos del mismo “proyecto de partido” que languidece en Vallecas.  Y bueno, hemos visto de mudanzas a  Iñigo Errejón, saliendo del decadente barrio de Menos Podemos en dirección al pujante barrio de Más Madrid, con el inesperado resultado por todos conocido. Y de puente aéreo Barcelona-Madrid, a Doña Inés Arrimadas, convencida por Don Albert Tenorio que en la apartada orilla del Manzanares más pura la luna brilla y se respira mejor.  Y antes, eso sí, asistimos al exilio dorado de Puigdemont, el hombre que ha conseguido el más difícil todavía de que, un catalán, muchos catalanes, hayan dejado de exclamar ¡la pela es la pela! y vayan por ahí exclamando, en un claro declive de devoción a la virgen del puño y sin el mínimo indicio de afán de lucro: ¡el procés es el procés!.

Aquí, o sea, en España, cada vez que soplan los vientos del cambio solo se hinchan las velas de barcos tripulados por los mismos perros con distintos collares. La gente corriente soplamos con nuestros votos, nuestras manifestaciones, nuestros aullidos o susurros en las redes sociales, pero, al final, acabamos como profetizaba Joaquín Sabina sentados en la escalera silbando la misma melodía, tras haberlo intentado y descubrir que ha pasado ya el tranvía. Porque, aquí, los tranvías que llevan a los barrios de la alegría se detienen siempre para los mismos. Rajoy, sin ir más lejos, se subió a la línea 155 y salió del infierno de registrar gravosas Consellerías de Economía  públicas en Cataluña a registrar lucrativas propiedades privadas en Madrid, je, sin poder disimular, el hombre, sonrisas de oreja a oreja. Y, bueno, el inesperado traslado de Pedro Sánchez de casa, nada menos que de un piso a un Palacio, oye, lo ha celebrado el populismo, el independentismo, el neoprogresismo, como un primer día de resto de sus vidas, pero cada día de ese resto de nuestros días se va a parecer más a una versión del cuento de La Cenicienta, qué quieres que te diga, en el que el zapato de cristal no va a acabar perdiéndose en un Palacio real, sino en un atípico Palau de la Generalitat, de una atípica República Independiente de no sabemos dónde, ni como, ni cuando, quizás quizás, quizás.

Ese debería ser, en realidad, el renovado himno nacional, oye. El que refleja el estado de ánimo de un pueblo, ¡oh, los españoles!, con sus distintas y distantes sensibilidades independentistas,  unionistas, progres, carcas, rojas, azules, moradas, naranjas que, estos largos e insulsos días postelectorales, por más que le preguntemos a nuestros respectivos gurús de pacotilla que cuándo, cómo y dónde, ellos siempre nos responden, quizás, quizás, quizás. Estamos perdiendo el tiempo, pensando, pensando. Por lo que ustedes quieran: ¿hasta cuándo?, ¿hasta cuándo?  Y así pasan los días. Y nosotros desesperando. Y ellos contestando: quizás, quizás, quizás.

Quizás Pedro llegue a ser investido; quizás Irene llegue a ser Vice; quizás Urkullu duplique su cosecha de nueces;  quizás el pueblo, o sea, nosotros, perdamos otro domingo pasando por las urnas (ir por ir, como diría José Mota); quizás los políticos presos lleguen a ser políticos indultados; quizás La Constitución se convierta en papel mojado; quizás el Tribunal Supremo acabe transformándose en Tribunal Ínfimo; quizás, quizás, quizás...Todo es un futurible, salvo una cuestión que perdura en el tiempo y el espacio: que ustedes y yo, millones y millones de ustedes y yoes, seguiremos viviendo en nuestras respectivas calles melancolía, aspirando a mudarnos a nuestros respectivos barrios virtuales de la alegría y condenados a intentarlo, una y otra vez, en esa parada en la que siempre ha pasado ya un eterno, errante y fantasmagórico tranvía llamado deseo.

Decía José Saramago que un pesimista es un optimista bien informado. Debe ser que en España hay superávit de optimistas víctimas de un endémico déficit, cotizable y cotizado,  de información. @mundiario

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