El presidente catalán tardó una semana en condenar la violencia y respaldar a los Mossos

Pablo Hasél, rapero. / YouTube.
Pablo Hasél, rapero. / YouTube.
"Confundimos el apasionante debate sobre la libertad de expresión con el elogio de un energúmeno social; confundimos manifestación de protesta con vandalismo. Pero es gravísimo que las autoridades guarden silencio, se pongan de perfil o incluso lo disculpen”, resume Iñaki Gabilondo.
El presidente catalán tardó una semana en condenar la violencia y respaldar a los Mossos

Tras una semana de disturbios en las calles de Barcelona, el presidente en funciones, Pere Aragonès, salió a condenar –con tibieza– la violencia y respaldar –con más tibieza, aún– a los Mossos. Siete días de silencio institucional que terminaban por la presión de pequeños comerciantes, empresariado, asociaciones vecinales y, sobre todo, los sindicatos policiales, que exigían alguna respuesta ante el vandalismo.

Unas horas antes, desde su tribuna radiofónica, Iñaki Gabilondo resumía el momento con la sabiduría a la que nos tiene acostumbrados: “Parecemos una brújula desnortada. Confundimos el apasionante debate sobre la libertad de expresión con el elogio de un energúmeno social; confundimos manifestación de protesta con vandalismo. Pero es gravísimo que las autoridades guarden silencio, se pongan de perfil o incluso lo disculpen”.

Pablo Hasél no va a la cárcel por injurias a la Corona. Ingresa en prisión tras dos condenas por agredir a un periodista de TV3 y a un testigo en un juicio, otra condena por amenazas al ex alcalde de Lleida Angel Ros, por enaltecimiento del terrorismo y, finalmente, por injurias a la Corona.

El supuesto artista ha convertido el matonismo en una manera de estar en el mundo y, de paso, conseguir descargas en Youtube y vivir de la agresión –verbal o no– a los demás desde 2011.

Barbaridades y agresiones 

Según la teoría Hasél la prensa catalana está vendida, la española defiende intereses totalitarios, Ros fue alcalde con mayoría absoluta por ser un mafioso que compraba votos y Patxi López y José Bono son dos fascistas. Todas ellas barbaridades, pero nadie le discute el derecho a pensarlas ni a esgrimirlas como debate político.

Lo que no puede, ni él ni nadie, es convertir sus opiniones en agresiones físicas o verbales, hacer acusaciones falsas, fomentar el odio e incitar a la violencia contra personas con las que no concuerde ideológicamente.


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Lo que es más discutible es que pueda –él o cualquier otra persona… artista, taxista o militar– convertir en arte frases como “Merece que explote el coche de Patxi López”, “Merece también un navajazo en el abdomen y colgarlo en alguna plaza”, “No me da pena tu tiro en la nuca pepero. No me da pena tu tiro en la nuca, sociolisto, “Que alguien clave un piolet en la cabeza de Bono”. Tampoco puede liarse a puñetazos con un cámara de televisión, llenar las redes de acusaciones o hacer llamamientos a que ardan las calles. O sí puede, pero tiene que arriesgarse a que alguien lo denuncie y un tribunal le condene y las condenas reiteradas le lleven a prisión. A él como a cualquier otro.

Sus seguidores podrán manifestarse, protestar  e insistir. Pueden contradenunciar, escribir, hacer sentadas, concentraciones, manifestaciones. Pueden votar, fundar un partido, presentarse a las elecciones o llevar su caso al Tribunal de La Haya. Lo que no pueden es quemar contenedores, arrancar papeleras, atacar comercios y llenar de violencia las calles. Ni ellos ni otros.

El malestar social

La libertad de creación no puede esconder la incitación al odio ni la violencia como único recurso creativo. En realidad Hasél no es un artista. No lo era cuando en 2012 llenaba su TL de perlas como “Esas zorras creen que pueden dominarme por tener dos tetas y un coño” ni ahora cuando escupe odio y señala a quienes –según él–- deben ser asesinados, sean políticos, policías o Infantas de España. Hasél es un energúmeno social que sólo merecería la indiferencia si no fuera porque llevamos siete días viendo arder las calles de Barcelona.

Oigo a periodistas afirmar que detrás de esa violencia se esconde el “malestar social” de una generación. Es posible. Pero llevamos un año leyendo cómo mueren en soledad decenas de miles de personas en residencias de mayores mal gestionadas y escuchando a personal sanitario reclamar más medios; ya puestos a quemar mobiliario urbano, tenían aquí dos causas maravillosas.

Seguramente una democracia parlamentaria no es un régimen perfecto, pero desde luego no mejora a golpe de coctel molotov. Probablemente puedan ensancharse los límites de la libertad de expresión, pero eso no significa naturalizar la amenaza o el odio, ni aún disfrazados de creación artística. Defender la convivencia, la libertad y la dignidad tiene más que ver con poner límites a la barbarie que con disimular mirando para otro lado.

Los problemas no desaparecen porque dejemos de nombrarlos. Cuarenta años después del 23-F no parece que quienes se empeñan en poner en cuestión nuestro sistema democrático nos ofrezcan un marco de convivencia más libre ni un entorno social y político más ético. Quizás debamos quitarnos algunos complejos. @mundiario

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