Pongamos que hablo de Meilán

José Luis Meilán Gil. / Mundiario
José Luis Meilán Gil. / Mundiario

Allí estuvo él, con sus ideas: esa “finta intelectual e imaginativa” de las “comunidades que históricamente hubiesen plebiscitado Estatuto” (no aprobado, que el “Alzamiento” del 36 había impedido), que permitió una homologación  con  Euskadi y Cataluña, hoy en peligro por nula ambición de la derecha gallega.

Pongamos que hablo de Meilán

Siempre activo pero comedido, siempre ilusionado pero sereno, siempre ambicioso de metas nuevas y sacrificadas… Me decía un día: “nada se me regala, Pablo, todo he de ganarlo por oposición”. Corría 1968 y luchaba por una cátedra más que merecida, que se le negaba por los detentadores exclusivistas del poder universitario de entonces, de aquellos que monopolizaban corporativamente el Derecho Administrativo en nuestras facultades. Pero él no perdía el horizonte, el mar de su Coruña natal, el valor del Orzán que nunca cesa en su marea.

Desde entonces han transcurrido décadas plenas de luchas y avatares académicos y políticos. Al principio, se le atribuía un poder político omnímodo, como si esto fuese entonces posible. Décadas de proyectos y sobre todo de ideas, ideas anticipadoras. Cuando creó el PGI –todavía no se había parido la Constitución, con su Título VIII de las Autonomías–, él ya la tenía en la cabeza. Y por eso lo definió como un “Partido autonomista, social y democrático”: la finura definitoria misma, sin caer en tópicos ni en clichés constituidos.

Por entonces ya hablaba profusamente de la dogmática jurídica alemana, Gerber, Laband y especialmente de Jellkinek y sus “fragmentos de Estado”. Y me quería mandar a estudiar con el profesor Robson la Reforma del Régimen Local de Redcliff Maud. También del modelo italiano de las Regiones de Estatuto Especial y Ordinario, germen de la distinción entre nacionalidades y regiones, que luego se abandonaría imperdonablemente por Clavero, asimismo profesor de Derecho Administrativo, eso sí de un Derecho Administrativo centralista y uniformador. Pero para él, el Orzán continuaba con su mismo “ronco son”, rebelde y constante, agazapado unas veces, visible otras, florentinamente.

Y vendría luego Galicia, que nunca había estado ausente, y su Estatuto. Primero aquella burda maniobra de los prebostes regionales de hacerlo “Conselleiro de Agricultura”. ¡Válgame Dios!

Y después aquella macabra prueba de fuego de los poderes centrales tratando de ahogar a Galicia y usarla como moneda de cambio y fijar a su Estatuto como modelo de las Regiones, que el proyecto de Constitución configuraba como simples “mancomunidades de diputaciones”, sin Parlamento, sin poder legislativo por tanto, de escasas competencias y únicamente dotadas de poder reglamentario.

Y allí estuvo él, con sus ideas: esa “finta intelectual e imaginativa” de las “comunidades que históricamente hubiesen plebiscitado Estatuto” (no aprobado, que el “Alzamiento” del 36 había impedido), que permitió una homologación  con  Euskadi y Cataluña, hoy en peligro por nula ambición de la derecha gallega. Y aquella resistencia numantina, acompañado, entre otros, de Nona Inés Vilariño, Juan Quintás y José Manuel Piñeiro, para frustrar la Transitoria 3ª que vaciaba el contenido estatutario. El famoso aldraxe no habría sido posible sin este ejemplo de resistencia, no el único desde luego, pero sí fundamental, por tratarse de cuña de la misma fuerza, las que más taladran. Y los Pactos del Hostal, ejemplo de consenso no retórico, sino creativo y fructífero. Una vez más el ansia de mar, de identidad y de ritmo histórico.

Hace poco, publicó un libro de poemas, que tituló “Al pasar”. Es un monumento al sentimiento, a la constancia y la ilusión, política y social. A las ambiciones de la vida que él conjugaba tan bien con T.S. Elliot, al que admiraba. Y con el sentido de la vida, armonizando espiritualidad y pragmatismo. ¿Rendición? Nunca, aunque a veces sienta que pierde el azul y no encuentra el rojo: la madurez y el íumpetu, la vuelta o la asunción permanente de la juventud, incluso de la infancia. Quizá sea ese arrullo, el ritmo de mar que ha presidido su vida luchadora y fecunda. Hace poco, publicó –y sé que luchó contra su propio pudor por hacerlo– un profundo libro de poemas. Tomo uno al azar, porque el tempo y el estro son constantes:

“Tengo ganas de mar.

Madre, déjame ir a la playa

A jugar.

 

Tengo ganas de viento

De yodo, de sal.

Madre, déjame hinchar las velas,

Es tiempo de navegar.

 

Las gaviotas ondulan

Su ala al pasar.

Madre, quien pudiera seguirlas

Para volar sobre el mar”.

 

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