Las noticias falsas y la posverdad definen realidades con las que convivimos

Donald Trump, presidente de Estados Unidos; Vladimir Putin, presidente de Rusia; Kim Jong-un, lider supremo de Corea del Norte. RR SS
Donald Trump, presidente de Estados Unidos; Vladimir Putin, presidente de Rusia; Kim Jong-un, lider supremo de Corea del Norte. / RR SS

Advierten los teóricos que estamos ya instalados en una sociedad donde las emociones y sentimientos constituyen las categorías para entender la realidad o incluso para adoptar decisiones como votar.

Las noticias falsas y la posverdad definen realidades con las que convivimos

El Diccionario Oxford ha elegido como palabra del año fake news, noticias falsas. El año anterior fue posverdad. Ambas definen realidades con las que convivimos y que están subvirtiendo nuestro modo de pensar y de analizar. Advierten los teóricos (Arias Maldonado, “La democracia sentimental”) que estamos ya instalados en una sociedad donde las emociones y sentimientos constituyen las categorías para entender la realidad o incluso para adoptar decisiones como votar. Sabedores de ello, los dirigentes políticos utilizan habitualmente ese registro mediante técnicas de comunicación como mensajes breves y contundentes antes que con discursos basados en argumentos. Es una tendencia que no ha nacido con las redes sociales pero al que éstas han transformado en dominante, viral en el nuevo argot.

El paradigma podría ser Trump con su uso obsesivo de Twitter, donde la realidad es lo menos relevante. Comentarios, insidias, falsedades o verdades, todo tiene el mismo valor: provocar la adhesión emocional al personaje antes que a su política. Es el estilo de Humpty Dumpty, personaje de “Alicia a través del espejo”, que defiende que las palabras significan lo que él quiere y que lo único importante es saber quien manda.

Así los líderes se hacen poco a poco tan irreales como los mensajes que difunden y tan cambiantes que es difícil definirlos y menos aún conocer realmente las políticas que pretenden llevar a cabo. Personajes como Rajoy o Urkullu, previsibles y pragmáticos, nos parecen ya reliquias. Frente a ellos, Iglesias, Rivera o Colau, son ejemplo de oportunismo y sobre todo de insolvencia, evolucionando sus posturas constantemente de acuerdo con las tendencias. Otros como Sánchez o Feijóo parecen vivir en una contradicción entre lo que hacen realmente y lo que predican, como si lo segundo fuese su verdadera alma y lo primero un trámite molesto. Y aún quedan quienes ya viven directamente en la posverdad como Puigdemont y su gobierno, que despojados de la púrpura caminan irreflexivamente hacia el extremismo.

Claro que los mismos teóricos nos dicen que la inestabilidad creciente de nuestras sociedades está dando lugar a gobiernos que sólo tratan de sobrevivir hasta las siguientes elecciones, conscientes de que gobernar en sentido estricto, tomar decisiones o  fijar políticas de largo alcance, se ha vuelto imposible por su propia inestabilidad. Merkel sería la última víctima de ese proceso, precisamente en el país más pragmático de Europa.

Ayer dos personas relevantes en la política europea, Felipe González y Manuel Valls, coincidían en su diagnóstico. Decía González que no se reconocía en ninguna de las propuestas políticas actuales, mientras su homólogo francés decía que la socialdemocracia como organización está muerta y que sus ideas deberán de ser retomadas por otro tipo de estructura más moderna. La perplejidad de dos dirigentes tan importantes en sus respectivos países indica la zozobra de una praxis política que nos ha acompañado desde el final de la Segunda Guerra Mundial basada en la democracia parlamentaria y en el Estado de Bienestar. La transformación de la política en espectáculo, tan banal como otros, se aprecia a diario en las televisiones donde la abundancia de tertulianos encubre la ausencia de debate real. Hipertrofia de declaraciones y réplicas frente a la ausencia de ideas transformadoras o de soluciones reales a los problemas de las personas.

Para los propios medios de comunicación las noticias falsas constituyen una amenaza. No siempre se pueden detectar de forma rápida o inequívoca y terminan contaminando muchas informaciones. El papel de orientadores de la opinión pública que deben de cumplir se diluye frente a otras fuentes informativas cuyos mecanismos de verificación son más laxos, desde Google a tantas cabeceras digitales.

Parafraseando a Gramsci, lo viejo muere pero lo nuevo no acaba de nacer. @mundiario

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