Nicaragua por una manera distinta de hacer política

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Bandera de Nicaragua.

Hace varios años un estudio sociológico sostenía a contrapelo de quienes afirmaban el desinterés de las nuevas generaciones en la política, que no es que a la juventud no le interesara, es que rechazaba la manera de practicarla por parte de los actores tradicionales

Nicaragua por una manera distinta de hacer política

Más de cinco meses han pasado desde el estallido de la rebelión cívica contra la tiranía de Daniel Ortega. Cinco meses en los que se han revelado al menos tres cosas: la naturaleza autoritaria -y criminal-  de su régimen, el hartazgo de la población nicaragüense contra la forma de gobierno de los últimos once años y una nueva cultura política que puja por avanzar. La primera y la segunda lo han hecho de forma  explícita y sin lugar a la mínima duda,  la tercera aunque ha sido menos abordada,  es de absoluta relevancia para el futuro histórico del país.

Hace varios años un estudio sociológico sostenía a contrapelo de quienes afirmaban el desinterés de las nuevas generaciones en la política, que no es que a la juventud no le interesara, es que rechazaba la manera de practicarla por parte de los actores tradicionales. Se refería a la imposición, la corrupción, el compadrazgo y los conciliábulos, por encima del consenso, la persuasión, el diálogo abierto y la transparencia en el manejo de  la cosa pública.

La denuncia de la población juvenil a la irresponsabilidad del gobierno de Ortega ante el incendio de la Reserva Indio Maíz primero, y el rechazo a la reforma de la seguridad social después, ambas demostraciones reprimidas de manera violenta, fueron, como se sabe, los antecedentes inmediatos de una rebelión ciudadana que iniciada por la juventud universitaria, rápidamente convocó y movilizó a todos los sectores de la sociedad de forma transversal.

Si bien en las movilizaciones iniciales de abril, hubo una dosis de espontaneidad, no es menos cierto que desde que Ortega llegó al gobierno en el 2007, ha habido una constante denuncia de sus abusos en todos los órdenes y un constante llamado y organización de movimientos sociales y políticos para actuar contra esas prácticas antidemocráticas. 

Si hasta antes de abril eran pequeños grupos los que se manifestaban contra el orteguismo, en la sociedad se incubaba indefectiblemente un descontento, cuya expresión manifiesta solo se postergaba  o adquiría expresiones menores ante la represión y la amenaza.

Cabe mencionar el movimiento campesino contra la concesión canalera, como la más importante movilización social   de los últimos años, hasta antes de abril.

Pero la presente insurrección de la población nicaragüense  tiene en sí misma, además del heroísmo demostrado por miles de ciudadanos, el mérito de sostenerse en el ámbito pacífico. Un mérito extraordinario  si se tiene en cuenta la violencia de la policía y de los grupos paramilitares con que el régimen ha reprimido a la ciudadanía. Frente a  los fusiles akas y dragonov -por decir lo menos- la población se defendió con barricadas, tranques o “armas“ tan precarias -ridículas, las llamó un periodista extranjero-  como tiradoras o piedras. Allí están las fotos en las que algunos de los más de quinientos asesinados por el régimen, yacen blandiendo esas “armas”.

Pero hay más. Esta insurrección no tiene una fuerza conductora. Una “vanguardia” se habría dicho en los años sesenta o setenta. Ha habido una organización auto diseñada por el movimiento insurrecto y sin un único líder o grupo de cabecillas que hayan marcado la pauta nacional. Y ese es otro mérito, porque  esta rebelión explícita contra el orteguismo lo es también, y de manera radical,  contra el autoritarismo, el vanguardismo, o el mesianismo cuyos restos persisten, aunque cada vez menos ciertamente.

Lo anterior no significa que no existan o no deban tener cabida  líderes. Los hay y los habrá. Pero esos líderes, sea cual sea la identidad ideológica con la que se identifiquen o la generación a la que pertenezcan, deben entender el mensaje que esta  nueva Nicaragua está enviando: no más autoritarismo ni imposiciones de ningún tipo, no más mesianismo, no más nepotismo. 

Y eso entraña una nueva cultura política. Dar paso a esa nueva cultura supone también  asumir  que los liderazgos no se improvisan, que a la par de las habilidades y capacidades para conducir y actuar debidamente en la lucha política, sea callejera o parlamentaria,  se requiere también solidez ética y coherencia entre la prédica y la práctica.

Estos elementos son de una relevancia trascendental en un país cuya historia está marcada por dictaduras, guerras civiles e insurrecciones, y en cuyas raíces siempre ha estado el caudillismo, la triquiñuela o el afán desmedido de poder e imponer, haciendo caso omiso de las leyes y de valores fundamentales como la paz, la transparencia  y el respeto a los derechos humanos.  

Aunque Ortega se sostenga todavía en el poder a sangre y fuego, y no será por mucho tiempo más, Nicaragua es otra desde abril. Y cuando el orteguismo sea historia, a la par de la democracia, habrá de apuntalarse esa nueva cultura política, democrática y sin divorcio con la ética. Esa es desde ya una responsabilidad de todos los cuerpos políticos democráticos y del futuro estado. 

Un amigo extranjero me preguntó “¿y no surgirá otro con intentos de dictador después de Ortega?”. Mi respuesta fue: No lo sé, pero no creo que alguien lo intente. Y si lo hace, ya la sociedad nicaragüense tendrá el antídoto. @mundiario

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